“La ministra” de Francisco Rebolledo

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En torno a Madame Bovary

Francisco Rebolledo. La ministra, Planeta, México, 1999, 348 pp.

La ministra de Francisco Rebolledo revive una siniestra alianza otrora conocida como la AAA que, en este caso, debe leerse como: Abulia, Ambición y Adulterio. Su conjunción es el triple estigma que sella el destino de su heroína, Magda Arredondo, la primera ministra de Educación Pública que México no tardará en merecerse. Pero las funestas siglas también podrían cifrar la apuesta estilística de esta segunda novela del autor de Rasero. El epígrafe que encabeza la novela no deja lugar a dudas sobre el inspirador y destinatario del homenaje que vicariamente rinde La ministra: Gustave Flaubert y su Madame Bovary constituyen para Francisco Rebolledo el aguijón y el blanco a reinventar: una ambición muy elevada si se estima la creación de Flaubert como una de las raras proezas duraderas de la literatura universal. Como todo homenaje que no es una simple imitación del modelo, el resultado es inevitablemente una mezcla de fidelidad y adulterio, es decir, un matrimonio de principios literarios, traicionados por el libre ejercicio de la imaginación. Antes que el convencional adulterio que comete Magda Arredondo con el gitano Beni —recordemos que, en sus clases sobre Madame Bovary, Nabokov aseguraba que el adulterio "es una forma muy convencional de elevarse por encima de lo convencional"—, me interesa sobremanera el que comete Francisco Rebolledo con respecto a la novela de Gustave Flaubert.
     Comencemos por rectificar o, mejor dicho, completar la célebre fórmula de Flaubert: "Madame Bovary, c'est moi!" Las prisas reductoras de los críticos han mutilado la frase, dejando en el olvido la precisión que el Oso de Croiset le daba a Amélie Bosquet, cuando por primera vez lanzó la intrigante exclamación: "Madame Bovary c'est moi, d'après moi", con lo cual quería significar que su personaje vive y padece las ilusiones (la justicia, la felicidad y el amor) en las que el joven romántico Flaubert creía en su "primera existencia", es decir, antes de su gran crisis de 1843-1845. Por su parte, Francisco Rebolledo intenta engañar al lector deslizando, aquí y allá, el espejismo de una voz femenina, que confundiría al narrador con la protagonista. Así, por ejemplo, sostiene con la extrañeza que asiste a su sexo: "Como si las mujeres estuviésemos mejor conformadas para dar y recibir gozo sexual; como si nuestra piel fuese más sensible, nuestros sentidos más agudos, nuestro cuerpo más moldeable, nuestra intuición más refinada; pero sobre todo como si nuestro organismo fuera muchísimo más resistente." Pero estos esporádicos apóstrofes no son sino bromas, intentos de desquiciamientos de superficie. Si Francisco Rebolledo es Magda Arredondo de la misma manera que Flaubert es Emma Bovary, no lo es por proceso de fusión o identificación, sino gracias a este "d'après moi" que completa la apropiación dándole su verdadero sentido. Para entender el guiño paródico que Francisco Rebolledo hace al exclamar: "Magda Arredondo, soy yo", habría que buscar la raíz del desencanto en el tema central de su primera novela, Rasero: un descreimiento radical en cualquier forma de progreso. En rigor, las dos novelas de Francisco Rebolledo reiteran un profundo pesimismo en la especie humana que, en la primera, se expresaba a través de las visiones orgásmicas de Rasero, y en la segunda se circunscribe a un recuento de los desfiguros del sistema político mexicano, acompasados por una gimnasia erótica finalmente tan monstruosa como los ejercicios del poder. En el fondo y según modulaciones muy distintas —lo feérico y la gracia en Rasero, lo grotesco y lo siniestro en La ministra— Francisco Rebolledo articula este mismo "d'après moi" que comparte con Flaubert, quien una vez intentó resumirlo en esta imagen: "La vida es una cosa horrible, ¿no crees? Es como una sopa en la que flotan muchos pelos, y que no hay más remedio que comerse." Tampoco están tan alejadas sus concepciones de la política, pese a la distancia que los separa. Creo que Francisco Rebolledo suscribiría la visión de la democrasserie que daba Flaubert: "La democracia no es la última palabra de la humanidad, de la misma manera que tampoco lo fueron la esclavitud, el feudalismo o la monarquía. La mejor forma de gobierno es la que ya ha empezado a agonizar, porque significa que está cediéndole el paso a otra forma." ¿No es este preciso momento el que está viviendo el sistema político mexicano, tanto en la realidad como en la ficción de Francisco Rebolledo?
     El radical desencanto de la especie humana contagia las más arraigadas convicciones literarias de Francisco Rebolledo: para él, en materia novelesca, desde Cervantes, Flaubert, Dostoievski y pocos más, todo quedó dicho, inmejorablemente dicho, y los progresos registrados en la historia de la literatura quizá sean tan ilusorios como los que pautan la Historia, la política o la ciencia. Por ende, para Francisco Rebolledo, las novelas contemporáneas no tienen nada nuevo que proponer, salvo una relectura, una reinvención del espíritu de los clásicos. Y su principal talento consiste en escribir, a un mismo tiempo, la actualización del clásico y su espejismo. Tomemos el ejemplo de la célebre escena del coito en el coche. La que imagina Francisco Rebolledo es una prueba fehaciente de fidelidad y adulterio con respecto a la novela de Flaubert. Hoy en día, a nadie escandalizaría el paseo en carroza de León y Emma por las calles de Rouen. Entonces, ¿cómo trasponer la escena que le valió un juicio a Flaubert? Al imaginar el mismo episodio en un jeep ministerial conducido por un inescrutable guardaespaldas en las vías de alta velocidad de la ciudad, Francisco Rebolledo parecería decirnos que, pese a los avances tecnológicos, hemos retrocedido en materia de progreso moral: al menos, en Madame Bovary el adulterio estaba protegido por las cortinillas de la carroza y ahora sucede ante un tercer ojo puesto en un espejo retrovisor. Hace un siglo, Emma Bovary se suicidaba al final de la novela; hoy, Magda Arredondo manda matar a su amante gracias a la impunidad del sistema político mexicano y la eventualidad del suicidio sólo le sirve de esporádico valium para calmar sus nervios. En los tiempos de Flaubert, Charles Bovary no zanjaba en su devoción hacia su esposa infiel, ni siquiera en los últimos momentos de la agonía; ahora, Lorenzo Van der Laar, el esposo de Magda, toma una amante para resarcir el abandono, aunque sus cortas luces le hagan confundir un acto de justicia con el peso de la culpa. La novela de Flaubert concluye con la "feliz" pero póstuma noticia del otorgamiento de la Legión de Honor a Charles Bovary y la de Francisco Rebolledo con las segundas nupcias del galeno holandés. El rosario de los adulterios cometidos por Francisco Rebolledo podría alargarse, pero el tenor seguiría siendo el mismo: el novelista imagina transposiciones que aparentemente registran avances en la pintura social, pero que, en el fondo, sólo delatan lamentables retrocesos en el progreso moral de la humanidad. Emma Bovary puede verse como una tonta enaltecida y embriagada por nefastas lecturas, pero en ningún momento, ni siquiera en las cerúleas muecas de la muerte, sugiere la máscara de Coatlicue con la que Magda Arredondo acaba cubriéndose el rostro. Emma Bovary era una ingenua; Magda Arredondo es un verdadero freak.
     Quizá la verdadera fidelidad que Francisco Rebolledo guarda para con Flaubert resida en esta negación final de todo progreso moral de la humanidad, más allá de todas las proezas y piruetas de transposición de los episodios a una modernidad mexicanamente enloquecida. ¿Acaso la demostración inconclusa de Bouvard y Pécuchet no apuntaba a lo mismo: a una rotunda descalificación de todas las formas del progreso si éstas excluyen la moral? La fidelidad también se verifica en otro axioma inquebrantable: el estilo está en función del tema. Así rezaba cada noche Flaubert después de sudar la gota gorda sobre su Bovary: no se puede imponer el estilo al asunto, sino que debe surgir de él. "Cuántas veces he caído de bruces —confiesa Flaubert mientras escribe la Bovary—, justo cuando creía que estaba al alcance de mi mano. No debo morir sin haberme asegurado de que el estilo que oigo en mi cabeza brota de ella como un rugido que acalla los gritos de los loros y las cigarras." Y si algo caracteriza a La ministra es la abulia que exhalan las frases blandas, demoradas, saturadas de adjetivos tan previsibles como las repeticiones que son el ritmo mismo de la existencia de Magda cuando el aleteo de la ambición aún no descuella del gusano del aburrimiento. Luego, ambición y frenesí se precipitan en las escasas páginas que corresponden al estricto cumplimiento del drama, después de más de doscientas páginas de un retrato de sociedad pintado no con los delicados tonos de la acuarela, sino con una especie de vómito gomoso que revuelve la imbecilidad con la mediocridad, el cliché con el arquetipo. No es difícil volver a oír a lo largo de la lectura de La ministra las coloridas aspiraciones de Flaubert: "Ante la estupidez de mi época, siento oleadas de odio que me asfixian. La mierda se me sube a la boca como en las hernias estranguladas. Pero yo quiero conservarla, fijarla, endurecerla; quiero transformarla en una pasta con la que embadurnaré el siglo xix, de la misma manera que doran las pagodas indias con excrementos de vaca."
     André Breton, que nunca fue un devoto de la novela, decía que lo que más le admiraba en Flaubert era que, con Madame Bovary, quiso "hacer algo que fuese el color de la podredumbre en los rincones donde viven las cucarachas" y que todo lo demás le importaba un bledo. Quizá, lo que hizo Francisco Rebolledo con La ministra fue pintar el hedor que a veces se escapa de los rincones donde viven los grillos. –

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