La transición en México. Una historia documental de Sergio Aguayo Quezada

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 Pocos, hoy en México, dudarían de que lo que aquí se ha dado en llamar –a veces no sin cierta pompa– “transición democrática” constituye desde hace años una de las nociones más sujetas al equívoco y al desencuentro conceptual. Se asume que el país ha transitado hacia estadios, superiores en principio, de civilidad política, entramado institucional y equilibrio de poderes en un contexto de pleno Estado de derecho, pero es evidente que no es posible aventurar por el momento el carácter definitivo de un proceso que –se presume– continúa su marcha hacia las antípodas del autoritarismo.

Hay, sí, la conciencia de que la alternancia que permitió la llegada, en el año 2000, de un partido opositor a la presidencia de la República no constituyó en modo alguno el desenlace del “largo y tortuoso” camino a la experiencia democrática, y hay también la incuestionable admisión de que, en materia de respeto a las libertades civiles y políticas, respeto al voto y competencia electoral, el país ha experimentado avances considerables que no acaban todavía de instaurar un régimen de democracia en pleno.

Vista desde los recintos de opinión, los corrillos intelectuales y la academia como mecanismo irreversible de legitimación partidaria o como reformulación inevitable de las estructuras de representación en un contexto de pluralidad social, la llamada transición tiene aristas diversas que es preciso aprehender con el pulso de los acontecimientos históricos. Desde esa perspectiva se puede llegar a entender una obra como La transición en México, de Sergio Aguayo Quezada (Jalisco, 1947). El autor confía en un recuento documental ambicioso, capaz de ofrecer una idea de la magnitud de las transformaciones operadas en el país a partir de 1910 –con la sublevación de las distintas facciones revolucionarias– y hasta la conclusión de la primera década del siglo XXI. Trazado el ancho arco centenario de nuestra vida posrevolucionaria e institucional, es posible, a decir del autor, conjuntar aquellos ladrillos que soportan el edificio, por momentos tambaleante, de la evidencia histórica, lo que lleva irremediablemente a preguntarse por la interpretación que de esta se hace a lo largo del extenso recorrido que el libro se propone.

Al profesor Aguayo Quezada hay que reconocerle, en este punto, la claridad de sus miras y la asunción del peso que sus filiaciones ejercen en la visión particular que de la evidencia documental entresaca. Por principio de cuentas, si para algunos otros autores la transición es un proceso más o menos concluso, circunscrito a determinado ámbito temporal y detonado por una serie de conquistas electorales –equilibrio de poderes, gobiernos divididos, alternancia partidaria en los ámbitos federal, estatal y municipal–, desde la óptica sostenida en La transición… el viraje que en prácticamente todos los órdenes de la vida pública mexicana supuso una reforma electoral como la de 1977 –a partir de la consideración de los partidos políticos como entidades de interés público, su correspondiente financiamiento estatal y la gradual irrupción de la izquierda dentro del mapa político entonces vigente– no pudo sino ser expresión de un fenómeno en marcha aún en nuestros días, pero iniciado décadas atrás, en 1963, con la aprobación de la reforma para la representación de minorías en el Congreso.

De aquí se desprende la segunda de las consideraciones que sobre la idea de la transición observable en la obra pueden aventurarse. Para el autor, es claro que el largo camino hacia la democracia en México es explicable, sobre todo, a partir de la aparición en escena de sujetos sociales claramente diferenciados. Movimientos como el de los médicos, en su reclamo de espacios e independencia gremial (1964-1965), y el de la revuelta estudiantil que en 1968 significó el inicio del tortuoso desmantelamiento del régimen monolítico que entonces gobernaba el país marcaron la irrupción de un tándem de agentes políticos, intelectuales y civiles, responsables en gran medida de las posteriores concesiones a que se vería obligado el viejo presidencialismo omnímodo. La insistencia en el protagonismo de tales agentes constituye, así, uno de los hilos conductores de la historia fragmentaria que ha construido Aguayo Quezada.

A diferencia de posturas como la enarbolada por el fallecido politólogo norteamericano Samuel P. Huntington, que vio en los procesos de modernización social ajustes más o menos armónicos entre estructura económica y orden político, o de aquellas visiones –casi siempre esgrimidas por los hombres del poder– que subrayan el protagonismo del Estado-gobierno en contextos de cambio, la concepción dominante en esta historia documental es la de una transición que es resultado de las acciones de personas y grupos determinados. No se encontrarán aquí, sino como trasfondo, los entretelones de la transición que condujo en la esfera económica a pasar de un Estado-empresario –y presidencialmente administrado– a una especie de Estado-gerente de las políticas económicas, previa adopción de las medidas neoliberales respectivas.

En su abundante armazón documental, el libro ofrece un panorama apreciable de la transformación política operada en el país en los años recientes, así como de sus actores principales; no obstante, es difícil encontrar entre sus páginas mayores referencias a esa reestructura socioeconómica que ha dado lugar de manera inexorable al gran desajuste entre conformación social y representación política. La obra de Sergio Aguayo Quezada resulta ser, en ese sentido, un registro excepcional de la evolución y el papel que han jugado entre nosotros la llamada sociedad civil, los partidos de oposición, las agrupaciones en pro de los derechos humanos, la Iglesia, los intelectuales, los líderes de opinión y algunos medios periodísticos de gran afinidad con las posturas de izquierda, pero no hay ninguna duda –como el mismo autor admite– de que la historia completa de nuestra transición inacabada precisa de otros ángulos y otras perspectivas.

Los ladrillos que dan forma al constructo democrático requieren, para su solidificación, de un énfasis en la transición como proceso legitimador de autoridades e instituciones. Lejos de la simple noción del tránsito democrático como celebración de elecciones exitosas y alternancias deseables, la discusión en torno a los vacíos de poder que el gradual desmantelamiento del Estado ante el nuevo entorno global ha propiciado, la continuidad de un modelo económico que favorece la extrema concentración del ingreso y el peso de los poderes fácticos al interior de los procesos deliberativos son solo algunos de los múltiples temas por resolver si se quiere preservar la estabilidad de este edificio. ~

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