Llamas en las cenizas

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Juan Antonio Masoliver Ródenas

Paraísos a ciegas

Barcelona, Acantilado, 2012, 96 pp.

 

“Soy Masoliver / buscando compañía / como un espejo en una casa oscura”, declaran los primeros versos de Paraísos a ciegas, de Juan Antonio Masoliver Ródenas (Barcelona, 1939), afirmando la naturaleza autobiográfica del volumen, pero delimitando asimismo el territorio en el que va a desarrollarse el conflicto existencial. Como el Borges que escribía en “Nueva refutación del tiempo”: “el mundo, desgraciadamente, es real; / yo, desgraciadamente, soy Borges”, Masoliver se sitúa también como sujeto inequívoco, como yo enunciativo e histórico, pero comparte la sustancia deletérea que define a la realidad: la soledad, el extravío, la nada; y el no yo, ese ser entre brumas que, al final de una vida intoxicada de certezas, se deslíe en recuerdos e incertidumbres, como si las dudas enterradas bajo las acciones se irguieran ahora desde el subsuelo, fantasmales, para susurrar que todo transcurre, y que ese transcurrir arrastra, a jirones, la tramoya de la identidad y el embeleco de la carne. “Y ahora permitidme que en la locura / adivine quién soy. / Un pobre ciego entre guijarros”, escribe el poeta algunos versos más tarde. Se desmiente, pues, aquel Masoliver categórico del principio: ahora ignora quién es; ciego, demente, camina por una senda pedregosa que le conduce a la nada: “empieza el dulce ascenso / hacia la nada”; “navego por mares sin puerto / hacia la nada”. Este vaivén entre el aserto y la negación transcribe con fidelidad el debate existencial, que oscila entre la constancia del sufrimiento y la vigencia del amor, entre el martillo de la desaparición y la perseverancia del cuerpo, su espesura fugaz pero incontrovertible. A lo largo de Paraísos a ciegas, Masoliver sostiene la evidencia de la desolación, la decadencia y la muerte, que la inutilidad de la palabra vuelve aún más acerba, y para la que la fe, abandonada, no ofrece ya ningún consuelo: Dios es imposible, y hasta la Virgen es descrita de forma sutilmente sacrílega: “desnuda orina temblorosa”, un embrutecimiento que alcanza también a la figura de la madre: “Mi madre entregada, / jadeando. Nazco / de la lascivia de dos cuerpos / que no saben amar.” Un amplio arsenal simbólico, con un destacado ramillete de representaciones escatológicas, da cuenta de la tenebrosa jerarquía del vacío: las lágrimas, la noche, los excrementos, el esfínter, las nalgas. Pero el olvido es el primer heraldo de la muerte, y contra él lucha el poeta. Paraísos a ciegas se nutre de una melancolía que se debate entre la depuración y la violencia: el recuerdo se construye con líneas finas, casi espectrales, y, simultáneamente, con imágenes que resuellan, colmadas de cromatismo y significación. Destaca la evocación de la casa y la familia, de la infancia y los paisajes antiguos de un Maresme –Ocata, Masnou– que cobra perfiles míticos. La figura del padre –Juan Ramón Masoliver, secretario y amigo de Ezra Pound– y, de nuevo, de la madre puntean esta rememoración de la felicidad prometida en la niñez, ahora frustrada, o podrida, o engullida por un presente que se extingue. “Herido por el tiempo, regreso / a un ayer que me ahoga”, afirma Masoliver. Y en esta contemplación lacerada tanto de lo sido como de lo no vivido, Paraísos a ciegas revela similitudes con La casa encendida, de Luis Rosales, el gran poemario de la nostalgia –y de la identidad que batalla por encontrarse en ese raudal de seres entrevistos por la memoria, de objetos que se ahíncan en el pasado–, aunque su desarrollo sea más sincopado, más hirsuto en el trampantojo de su narratividad, tensado, casi desquiciado, por la persistente oposición entre el verso breve y el encabalgamiento. Ahí, donde habite el olvido, como estableció Cernuda, “habitarán el dolor, el amor / incesante, la entrega / y la impiedad”, señala Masoliver. Y ese amor al que se alude, extraviado entre sentimientos oscuros, constituye el segundo elemento que, junto con la evocación de un pasado promisorio, evita que el yo se hunda en el vacío. Un amor que no es inmune a las injurias del tiempo, que participa de la pudrición que constituye la sustancia del hombre, y que no impide la destrucción ni la derrota; un amor vil e infructuoso, reducido a materialidad y, por ello, objeto de denigración: “Sé que he amado muchas veces, / todas estérilmente. / Conozco la nostalgia / de lo que nunca existió. / Busco el seno sin pezón / de mi madre. / En la calle más turbia, él, / el que más amó, / vuelve para pedir que le masturbe.” Sin embargo, pese a tanta lobreguez, solo el amor ofrece la posibilidad de sobrevivir. Es una supervivencia instantánea, ceñida a un momento de contemplación de la amada –el cuerpo que sale de la ducha, o cuyas nalgas se admiran entre sábanas o tinieblas–, a una exhalación de placer, pero que transporta toda la fuerza de la salvación. El poeta se declara “víctima del amor”, y se tambalea por ello. Pero reivindica “hablar de amor / hasta saciarnos”, y narra, en lúcidas inquisiciones sentimentales, escenas de goce, deflagraciones de plenitud, como la noche de San Juan, en la que se abraza en cada esquina con la amada –Sònia, a la que identifica con la misma determinación con la que él mismo se presenta al principio del poemario–, celebrando la luz de las hogueras. En estos relatos eróticos, densos de símbolos, abundan las imágenes mediterráneas, marinas: un atrezzo vital, espumeante de vigor, que objetiviza la emoción, y que condice con otros símbolos de fuerza y juventud que recorren el poemario, como los caballos y los pechos. El desamor transitorio que supone la ausencia de la amada suscita lamentaciones que rozan el desgarro: “en esta oscuridad / y en este desbarajuste / te amo con desconsuelo / […] Sònia, / regresa para rescatarme / de este laberinto de palabras”. La intensidad de la queja corrobora la del sentimiento, y la creencia en su poder taumatúrgico. Por eso el poeta puede renacer en la putrefacción; y por eso se instala, perdurable, en ese chispazo entre dos inexistencias –como la ha definido Antonio Gamoneda– que es la vida. ~

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(Barcelona, 1962) es poeta, traductor y crítico literario. En 2011 publicó el libro de poemas El desierto verde (El Gato Gris).


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