Los Buddenbrook, de Thomas Mann

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Thomas Mann (1875-1955) terminó Los Buddenbrook, su primera novela de larga extensión, en la primavera del año 1900, “después de dos años de trabajo frecuentemente interrumpido”, según recuerda en su breve autobiografía “Relato de mi vida”. Apenas cuatro años antes había decidido abrazar el oficio de escritor. El éxito obtenido por un rotundo primer relato, “La caída” (1894), le animó a ello. Era un estudiante desaplicado y la generosa asignación mensual obtenida de la liquidación del negocio familiar tras la muerte de su padre le permitía vivir como bohemio, a veces en Múnich y, otras, en Italia. Después de otra narración meritoria, “La voluntad de ser feliz”, apareció esa pequeña joya que es “El pequeño señor Friedemann”, un relato de mayor extensión que los precedentes, aceptado por la prestigiosa revista cultural Neue deutsche Rundschau, de la berlinesa casa editorial Fischer. Fue a raíz de esta obrita que el avispado Samuel Fischer, advirtiendo el talento del joven literato, lo animó a que compusiera una novela, con la promesa de publicársela bajo su sello editorial.

Durante el verano de 1897, en la pequeña ciudad italiana de Palestrina, Thomas terminó un primer gran esbozo de la novela y concluyó los primeros capítulos, y unos meses después, instalado de nuevo en Múnich, en pleno barrio de los artistas, el Schwabing, se dedicó a desarrollar y pulir aquella obra que no dejaba de crecer, pues su argumento se prestaba a ello: el joven se había propuesto contar ni más ni menos que la historia de la decadencia de una gran familia burguesa de comerciantes establecida y venida a menos en la ciudad hanseática de Lübeck: los Mann, su propia familia. Lleno de entusiasmo, a menudo leía fragmentos de la obra en curso a su madre, hermanos y amigos, y éstos los celebraban con alborozo; reían de buena gana con los pasajes caricaturescos de la historia, bordados con tanto acierto por el agudo artista, pero dudaban de que aquellas muestras de talento llegaran a cuajar en una obra de arte terminada y completa.

Mann contaba 25 años cuando terminó Los Buddenbrook; la asignación familiar daba para poco y, por entonces, se ganaba la vida trabajando como redactor en la revista literaria y satírica Simplicissimus, puesto que abandonaría enseguida, ya que trabajar para otros no era su fuerte. Con la publicación de la novela, su vida dio un vuelco hacia la fama. Fischer recibió el voluminoso y enrevesado manuscrito con reticencia: “La desmesurada extensión de la obra no es que me seduzca, desde luego”, escribió al autor. Pero apenas comenzada la lectura se mostró interesado en publicarla si Mann consentía en acortarla; a este respecto no cupo discusión: el autor se mostró impasible y le aseguró que la extensión de la novela “constituía una de sus propiedades esenciales”.

Al fin Fischer apostó por ella y la publicó en dos tomos, en edición de mil ejemplares y a un precio elevado. A pesar de ello la edición se vendió entera y, a comienzos de 1903, vio la luz en un solo volumen y a precio menor. Las ventas crecían de tal modo que en octubre de aquel mismo año hubo que lanzar una nueva edición, esta vez de diez mil ejemplares. Thomas Mann se convirtió en el escritor de moda, y el proyecto de vivir para y de la literatura se hizo realidad. La fama le abrió las puertas a la mejor sociedad de Múnich reportándole grandes beneficios para el futuro, entre ellos, su ventajoso matrimonio con la rica heredera de origen judío Katia Pringsheim.

Siguieron otras obras, tales como Alteza real o las excelentes novelas breves Tonio Kröger y Muerte en Venecia, pero en 1929 la Academia Sueca concedió el Premio Nobel de literatura a Thomas Mann, “en especial por su gran novela Los Buddenbrook, que, en el curso de los años, ha obtenido un reconocimiento cada vez más firme, como una obra clásica de nuestro tiempo”. En 1930 alcanzaba el millón de ejemplares vendidos sólo en Alemania; en 1932, cuando arreciaba el nazismo, el gran escritor recibía una siniestra amenaza por correo: un ejemplar a medio quemar de Los Buddenbrook; así honraban los bestias el talento.

Andando el tiempo, esta novela tan popular se ha visto un tanto eclipsada por el fulgor de La montaña mágica y Doctor Faustus, ambas de factura “más intelectual”, lo cual no es justo, pues aquélla está a su altura e incluso las supera. “De ella sale todo el Mann posterior”, ha dicho Claudio Magris, quien también la califica de “obra maestra”. Más “amable” y convencional que las mencionadas, en modo alguno es una novela de tesis ni de sesuda filosofía –por cierto, la mención a Schopenhauer casi al final del libro, tan manida por los seguidores de este filósofo, aunque tiene su miga no deja de ser una anécdota, una mención de Mann a uno de sus autores favoritos y cuya metafísica desdeña el protagonista. Los Buddenbrook, novela de corte decimonónico, se halla en la corriente de las obras de largo aliento de Zola, Balzac o Tólstoi –por lo visto, un retrato de este inmenso escritor acompañó a Mann mientras la redactaba– y hasta de la gran novela inglesa del siglo XIX. Se trata de un relato, en definitiva, muy bien contado, ecuánime y lleno de sorpresas, que atrapa al lector por su estilo desenvuelto, por la riqueza de detalles y la encantadora sensibilidad casi “femenina”, tan “proustiana”, de la que Mann hace gala en la descripción de objetos, ropas y personas.

El tema ya lo mencionamos, el propio autor observó: “Mi procedencia familiar está descrita con minucia en Los Buddenbrook”. El relato recorre las vidas de cuatro generaciones de Buddenbrook, “casa burguesa de renombre centenario”, desde el abuelo Johann, descendiente directo del fundador de la casa Buddenbrook, hasta el pequeño Hanno, el último vástago varón, fallecido en 1877. Pero aunque la estirpe familiar, unida a la empresa comercial que la sustenta, perdura durante algo más de cien años, Mann se centra en reseñar acontecimientos que cubren apenas cuatro décadas, periodo en el que los miembros de las distintas generaciones coinciden entre sí. A través de los representantes de la tercera generación, los hermanos Thomas, Tony, Christian y Clara, conoceremos a sus padres y a los Buddenbrook mayores, sus abuelos, y a los bisabuelos; pero también a los benjamines Erika y Hanno. Y junto a estos personajes principales, también a una variedad de figuras secundarias, tales como la comilona prima Tilda, la jorobada Sesemi Weichbrodt o la avinagrada parentela compuesta por Frederike, Henriette y Pfiffí. Abogados, senadores, alcaldes, párrocos y médicos; pescadores, damas y criadas pueblan la novela, también rica en ambientes, desde el salón burgués “de las estatuas” en el que invitan los Buddenbrook, hasta las rocas de la playa de la cercana y vacacional Travemünde.

Según afirma el tópico, suele ser la tercera generación de una familia la que dilapida la fortuna acumulada con tanto empeño por los predecesores, dotados con más ilusión y espíritu de sacrificio e impulsores de aquella riqueza. Tony y sus tres hermanos serán testigos del declive familiar, responsables a su vez, sin quererlo, de la liquidación de la empresa, pues la casa Buddenbrook se hundirá sin remedio. La familia tiene mala suerte; sus miembros dejan de estar a la altura de lo que se espera de ellos; tanto Tony como Thomas son los más conscientes de sus deberes para con el mantenimiento del esplendor que conlleva su apellido, pero ambos cometerán errores y a los dos los traicionará el destino.

La despierta y alocada Tony se casará dos veces con personajes cada cual más ridículo: el señor Gründlich, un estafador, y el bávaro Permanender, un grosero bebedor de cerveza. Es madre de una niña insulsa, Erika, que tampoco será dichosa, al contraer matrimonio con un funcionario que acaba en la cárcel. El tercer hermano, Christian, es un pobre calavera, incapaz de algo serio, inconstante e histrión, la “oveja negra” de la familia. En cuanto a Clara, a ésta le da por la mística y se casa con un pastor protestante; pero se alejará y morirá pronto dejando su cuantiosa dote en manos de su espiritual marido.

Thomas, senador y último magnate de la saga familiar, trasunto quizás del padre del propio Thomas Mann, es un hombre cumplidor de su deber, la perfecta encarnación del burgués pulcro y acomodado, un aristócrata del trabajo, aferrado a los principios y exigencias de su clase, comprometido con su ciudad tanto como con su negocio y sus empleados, a los que trata con suma cordialidad. Su idealismo y hasta su poesía consisten en imaginarse fiel a un gran principio ético que lo conmina a sacrificar sus instintos por el bien de la familia y la empresa para perpetuar y engrandecer la exitosa obra que levantaron sus antepasados. Pero Thomas está solo con sus nobles principios; la responsabilidad lo desborda y, para colmo, cuando el infortunio acecha, no halla apoyo suficiente ni en su inútil hermano ni en las mujeres de las que se compone la familia, cada vez más debilitada. Ni siquiera su matrimonio con la gélida Gerda Arnoldsen, bella intérprete de violín y entusiasta de la música de Wagner, aunque muy representativo, lo hace feliz. De este enlace nacerá Hanno, un niño de carácter y naturaleza opuestos a los del padre, un “alma de artista”, músico precoz y en extremo sensible, pero inútil para los negocios comerciales y sin la garra que necesitaría un digno sucesor. Resulta curioso descubrir a posteriori cuánto se parecerá este Thomas imaginario al puntilloso, reprimido y frío Thomas Mann escritor. Pero, por contraste, lo mismo ocurre con el pequeño Hanno, cuyos días de escuela, sus temores y hasta su amor de infancia recuerdan a las propias experiencias del sensible autor.

El declive de la familia fue inevitable, tal y como lo fue el de aquel mundo de burgueses que terminaría con la I Guerra Mundial y que supuso el final de “la edad de la inocencia”. Pesimismo fin de siècle en el que “todo se acaba”, tan bien contado por la sabia pluma de Mann, quien ya plasma sus obsesiones en la novela: sobre todo, se advierte su acuciante interés por los procesos de enfermedad y muerte, en los que abunda el relato; al fin y al cabo, la Parca es la que siempre llega para trastocarlo todo, y rara vez sólo para conceder la paz y el silencio.

En suma, la historia de la familia Buddenbrook atrapa desde las primeras páginas, aun cuando lo único que se desarrolla en ella es el irrefrenable transcurso de la simple vida cotidiana y el paso de los años en que los miembros de la familia viven, envejecen y mueren. Y son justo las descripciones de estos acontecimientos, los matrimonios, los nacimientos y las muertes las que dotan de realidad a esta magnífica y grandiosa narración. Todo ello contado de una forma tan atinada que la lectura de esta novela conmueve y asombra, provoca una gozosa desazón y nos llena de melancolía. La nueva traducción de Isabel García Adánez –a quien también debemos una reciente versión de La montaña mágica– ayuda a ello. Contábamos hasta ahora con la traducción de Francisco Payarols, un buen traductor en su época, los años cuarenta del siglo XX, que tradujo a Stefan Zweig y Karl Jaspers; pero, al contrario que las obras inmortales, logradas de una vez por todas y para siempre, las traducciones de éstas necesitan renovarse de cuando en cuando so peligro de obsolescencia. La nueva versión aporta gran frescura y, tal vez, acerca algo más esta obra inmensa al lector actual, al que le asombrará la imperturbable grandeza de Thomas Mann. ~

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(Cáceres, 1961) es traductor y ensayista. Ha escrito Martin Heidegger. El filósofo del ser (Edaf, 2005) y Schopenhauer. Vida del filósofo pesimista (Algaba, 2005). Este año se publicó su traducción


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