Martínez Estrada o la alegría de la lucidez

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Ezequiel Martínez Estrada, Lírica social amarga. Últimos escritos sobre ajedrez, ciudad, técnica, paradoja, Editorial Pepitas de Calabaza, Logroño, 2003, 165 pp.

 
     Quisiera comenzar este texto declarando mis intenciones sin ambages, casi como soñando que alguna vez fuera posible decir la verdad. La ocasión lo merece, ya que leer la obra de Ezequiel Martínez Estrada supone un ejercicio de lucidez sencillamente extraordinario, incluso en la acepción más simple del término: algo fuera de lo común. En efecto, pocas veces en la vida uno tiene la suerte de encontrar un ensayista de tamaña envergadura, un verdadero poeta del pensamiento y del lenguaje, alguien que podría emular al viejo Nietzsche sugiriendo en su retiro turinés que lo que él mismo hacía con la lengua alemana estaba al alcance de todos y de ninguno. Homenaje particular y agradable excusa para hablar de Ezequiel Martínez Estrada, entonces, esta apasionada reseña sobre Lírica social amarga, una iniciativa rigurosamente editada por Christian Ferrer y Flavia Costa, que además de haber puesto en orden los últimos escritos del homenajeado sobre sus pasiones más anhelantes (ajedrez, ciudad, técnica y paradoja), añaden preciosas fotografías encargadas de dotar de mayor vuelo si cabe a ese insólito objeto que desde hace siglos llamamos libro.
     Pero, ¿quién ha sido y quién es Ezequiel Martínez Estrada? Nacido en las postrimerías del siglo XIX en un pequeño pueblo de la provincia de Santa Fe, Martínez Estrada es al mismo tiempo uno de los ensayistas más relevantes y uno de los menos (re)conocidos de Argentina, un país tan prolífico en alumbrar escritores sustanciales como fértil a la hora de devorarse a sus hijos pródigos. Más cercano quizás a Roberto Arlt o a Horacio Quiroga que a Borges o a Cortázar —hermandad hipotética que no hace hincapié en el talento derrochable que todos ellos compartieron sino en la mala fortuna existencial que le unió a los dos primeros—, Martínez Estrada fue lo que podríamos denominar un exiliado interior. Si como sentenciaba Cortázar “ser argentino es estar lejos”, el autor al que se dedican estas líneas vivió y sintió esa paradoja en carne propia, forjándose una condición de escritor indispensable cuya magnitud sólo hoy es posible apreciar con claridad: la de Ezequiel Martínez Estrada es la prosa de un inmigrante en su propio país.
     Porque lo que realmente sucedió al hermano Ezequiel fue que amó tan desesperadamente a la Argentina que sus palabras no pudieron más que desgarrarla. Así, lo que llama la atención al posar los ojos y los oídos en su pensamiento es que a la lírica de Martínez Estrada la atraviesan desolaciones y valentías diríase inevitables. Su pluma, ávida de desafíos, opera en todos sus libros como un bisturí que no deja víscera sin diseccionar, por más disfrazada que ésta se encuentre, recuperando desde el fondo más oscuro del inconsciente colectivo aquellos síntomas imperceptibles que le permitirán pensar, por ejemplo, que una ciudad es una enfermedad nerviosa muy grave. Así lo señalaba en La cabeza de Goliat, ensayo escrito en el ya lejanísimo año de 1940 y cuyo subtítulo aclarará al desocupado lector de qué va la cosa con Martínez Estrada: Microscopía de Buenos Aires. Articulado sobre esta sugerente conjetura psiquiátrica, el autor no deja títere con cabeza en un libro ineludible no sólo para los argentinos que amen como él a su flagelado país, sino también para todo aquel sujeto que se diga universal y que tenga el valor de intuir que en la anécdota está el dato sociológico. En este sentido, los textos inéditos recogidos en Lírica social amarga ponen un acertado broche de oro para el que también está convencido de que descubrir a Ezequiel Martínez Estrada supone un acontecimiento conmovedor, un shock de plenitud intelectual contagiosa que revuelve las tripas provocando una sensación semejante al paroxismo del orgasmo o a la fraternidad del amor.
     Pero tal vez la pregunta clave sobre Ezequiel Martínez Estrada es cómo fue posible que un argentino de origen humilde, nacido en 1895 en San José de la Esquina, haya sido capaz de encontrar sin guías ni palos de ciego a Nietzsche, Balzac, Simmel, Montaigne o Dostoyevski, en cuyas fuentes no sólo se sumergió con avidez sino que también retrató en sus obras con una jerarquía analítica de la que muy pocos contemporáneos podrían presumir. Y entre todos sus maestros una figura emerge con nombre propio: la de Domingo Faustino Sarmiento. Autodidacta como él, presidente de la nación entre 1868 y 1874, prolífico escritor y combatiente inexcusable, el autor del libro más importante de la vida argentina, Facundo. Civilización o barbarie, fue actualizado por Martínez Estrada en esa fascinación ajena a toda taxonomía de género literario titulada Radiografía de la pampa (1933). En sus transpiradas páginas Martínez Estrada realiza el análisis más penetrante que pueda encontrarse, con permiso del Facundo, sobre el peculiar derrotero seguido por Argentina desde su primera fundación hasta su actual convalecencia. Crepuscular y premonitorio, antes incluso de que Juan Domingo Perón forjara su leyenda como díscolo cadete de la Escuela Militar ya intuía Martínez Estrada el nacimiento del populismo que en Argentina llevó el nombre del caudillo telúrico. Antes mismo de que las masas hicieran su irrupción general en la vida política argentina, Martínez Estrada ya hablaba de la derrota de la soledad.
     Porque la tierra que subyace debajo del asfalto es vengativa, y nada dejará en pie en los años por venir, opinaba desolado en 1933. Porque el mar verde que es la pampa no se resistirá al asalto de las fábricas enclenques, decía melancólico en 1933. Porque el territorio despoblado rechazará una cabeza sin cuerpo que pretenda guiar sus huesos mirando a Europa, blasfemaba amargado en 1933. Porque ser argentino es estar lejos. –

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