Metaverso: más allá del meme

El metaverso: Y cómo lo revolucionará todo

Matthew Ball

Traducción por Traducción de Aurora González Sanz

Deusto

Barcelona, 2022, 400 pp.

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El chiste es fácil. El 11 de octubre de 2022, la cuenta de Twitter de Meta Horizon, la plataforma del metaverso de Facebook (bueno, ahora la matriz de Facebook se llama Meta) tuiteó: “¡Pronto llegarán las piernas! ¿Te hace ilusión?” A partir de ahora, los avatares del metaverso tendrán piernas. Twitter se llenó de memes sobre la cuestión. El metaverso es, en buena parte del discurso público, un gran meme, no muy distinto al de los NFTs (los token no fungibles) o las bitcoins. También es una buzzword en boca de las grandes plataformas tecnológicas. Se ha comparado con una nueva burbuja puntocom; los inversores, por miedo a quedarse atrás, invierten en proyectos sobre el metaverso sin saber muy bien lo que es (aunque en octubre Meta, que está invirtiendo miles de millones de euros en el metaverso, perdió un 20% de valor, un descenso sin precedentes). Saben que hay dinero y un potencial especulativo y se suben al carro.

El metaverso se ha comparado con juegos como Second life, un mundo virtual creado en 2003 en el que los participantes pueden actuar como en el mundo real; la plataforma sufrió un bajón de usuarios y reputación que no pudo recuperar. También se ha asociado a la realidad virtual, productos como las gafas Oculus y demás, y con videojuegos online como Roblox, Minecraft o Fortnite, que permiten la creación de mundos en su interior y la interacción entre cientos de personas. Según Matthew Ball, que es asesor financiero experto en el sector tecnológico, pero también un ensayista profundo y riguroso, el metaverso es todo esto y al mismo tiempo no tiene nada que ver. Sus palabras están fundamentadas en datos, análisis de mercado, reflexiones sobre el futuro de la computación y el hardware e incluso debates metafísicos sobre qué es una identidad online.

En julio de 2021, Mark Zuckerberg anunció que Facebook dejaría de considerarse una empresa de social media y pasaría a ser una empresa de metaverso. En octubre de ese año, Facebook pasó a llamarse Meta Platforms y el jefe de Facebook Reality Labs, la división de la compañía que supervisa cuestiones como la realidad virtual (VR) y la realidad aumentada (AR), pasó a ser el CTO, o chief technology officer. Para Ball, este cambio es clave. Siempre ha habido conceptos o modas que han surgido y muerto antes de que puedan materializarse en productos o avances en el mercado. Pero nunca antes una de las empresas con mayor capitalización del mundo dio un cambio tan radical. Puede haber fomoanimal spirits, gente subiéndose a la moda, pero hay algo real detrás.

Ball dice que el metaverso de momento es solo una teoría, una idea intangible, no un producto que podemos tocar. Sin embargo, se anima a dar una definición orientativa. Es “una red masiva e interoperable de mundos virtuales 3D renderizados en tiempo real que pueden ser experimentados de forma sincrónica y persistente por un número efectivamente ilimitado de usuarios con un sentido de presencia individual, y con continuidad de datos, como identidad, historia, derechos, objetos, comunicaciones y pagos”. El libro va desgranando cada punto. 1) Sí, será en 3D, en mundos virtuales, aunque eso no es sinónimo de gafas virtuales. 2) La renderización es en tiempo real. En el metaverso, el mundo virtual se irá creando sobre la marcha, respondiendo a nuestros movimientos y acciones. 3) Será “interoperable”: como dice Ball, “el metaverso debe hacer que, dondequiera que vaya un usuario o lo que decida hacer, sus logros, su historial e incluso sus finanzas sean reconocidos en multitud de mundos virtuales, así como en el real”. 4) La escala es masiva; el metaverso no es una red social concreta, es un nuevo internet. 5) Es “persistente”: al contrario que los videojuegos, que se reinician o se alteran o “terminan”, el metaverso es permanente, y si hemos obtenido algo en uno de sus mundos no desaparecerá igual que nuestras notas de la universidad no desaparecen en el mundo real. 6) Está todo sincronizado y hay continuidad: todos podemos vivir la misma experiencia. “El metaverso solo se convertirá en el metaverso”, dice Ball, “si puede soportar un gran número de usuarios que experimenten el mismo evento al mismo tiempo y en el mismo lugar, sin hacer concesiones sustanciales en cuanto a la funcionalidad del usuario, la interactividad del mundo, la persistencia, la calidad de la representación, etc.”.

La teoría es esa. La práctica tiene varias limitaciones. En primer lugar, computacionales. No solo no tenemos los ordenadores capaces de renderizar mundos sincronizados con nula latencia (básicamente, sin que se congele la imagen); ¿qué dispositivos podrán mostrar esos mundos? De momento muy pocos. Hay una gran brecha entre lo que podemos hacer y su comercialización o democratización: hay gafas virtuales que nos acercan al metaverso, pero son tan caras que apenas tienen usuarios. Y sin una cantidad enorme de usuarios no existe el metaverso. Por eso también hace falta que todo el mundo tenga conexiones de internet muy potentes, algo que todavía no existe en muchas partes del mundo.

En segundo lugar, hay limitaciones empresariales. El metaverso que imagina Ball es democrático, no jerárquico, quizá un poco idealista, como eran idealistas los primeros fundadores de internet. Por eso piensa que la tecnología blockchain (básicamente una red descentralizada de validadores; se asocia al bitcoin y a las transacciones económicas pero en general es una manera de descentralizar todo tipo de intercambio de datos para garantizar su seguridad, sin depender de una entidad central) es clave. Pero de momento el metaverso está dominado por las grandes plataformas tecnológicas, el oligopolio formado por Alphabet (matriz de Google), Meta Platforms (antes Facebook), Microsoft y Apple.

El metaverso que están promoviendo estas empresas es un metaverso corporativo, “promovido y construido por empresas privadas, con el propósito explícito de comerciar, recopilar datos, hacer publicidad y vender productos virtuales”. Ball dedica muchas páginas a lo largo del libro a explicar cómo las grandes plataformas han construido en los últimos años un internet muy cerrado, “agrupando a la fuerza sus numerosos servicios, impidiendo a los usuarios y desarrolladores exportar fácilmente sus propios datos, cerrando varios programas de socios y obstaculizando (si no bloqueando directamente) los estándares abiertos y con fines de lucro que podrían amenazar su hegemonía”.

La tercera limitación es su utilidad: quienes defienden el metaverso creen que revolucionará todo, que los doctores practicarán en el metaverso y los profesores darán clase en el metaverso y uno hará todo en el metaverso. Son observaciones que recuerdan a los inicios de las redes sociales: nos unirán, reinará la armonía, y luego resultó que no, que incluso fueron nocivas para el discurso público y la democracia. Es posible que el metaverso, si llega a desarrollarse, acabe siendo un internet más gamificado; internet como un gran videojuego.

El metaverso no es hoy más que un proyecto. Hay quienes se suben al carro porque ven dinero fácil y hay quienes ven en estas ideas una oportunidad para un internet mejor. Es el sueño de Richard Hendricks en la serie de HBO Silicon Valley: un internet totalmente descentralizado. Es muy posible que el metaverso no llegue a parecerse nunca a eso. Será capturado por intereses estrictamente comerciales o especulativos o simplemente acabará siendo algo decepcionante: ir a comprar al Mercadona en el metaverso. Pero parece obvio que será el próximo internet, tanto si nos gusta como si no. ~

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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).


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