Mira si yo te querré, de Luis Leante

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Es discutible pero no es ninguna novedad: la novela refleja, mejor que ningún otro género literario, el temperamento de los lectores de una época. Una novela que recibe un reconocimiento del tamaño e importancia que tiene el Premio Alfaguara dice mucho más sobre el tipo de lectores que somos que sobre sí misma. O, por lo menos, sobre el perfil que las grandes editoriales imaginan en quienes leen sus libros.

Sintomática o no de nuestro tiempo, Mira si yo te querré de Luis Leante (Premio Alfaguara de Novela 2007) tiene un argumento sencillo, una sobrecarga de trama y una dosis de todos los ingredientes necesarios para atrapar la atención de cualquiera: amor, acción, dramatismo, aventura, cierto contenido político y un telón de fondo muy adecuado para los adeptos al turismo exótico. La mirada del escritor avanza con la misma lógica causal de cierto cine estadounidense: la sucesión de cuadros que constituyen la trama, los close-ups a las sonrisas de mujeres bellísimas y las vistas panorámicas de un Sahara de postal, el lenguaje parco –como de acotaciones para un guión–, la cantidad de pequeños episodios y la rapidez con que se suceden apuntan hacia una escritura que apuesta a ser vista más que leída. Pasamos de una persecución en todoterrenos y con kalashnikovs por el desierto de Argelia, a una mujer que agoniza en un hospital por la picadura de un alacrán, a un amor de verano en la Barcelona de los años setenta, a la Vía Layetana en las primeras horas del año 2000. No hay espacio para el aburrimiento, pero tampoco hay lugar para el silencio y la pausa –elementos indispensables de una escritura legible.

Como una serie episódica de la televisión, la novela tiene una estructura perfectamente predecible. Construida en dos escenarios y en dos tiempos distintos –Barcelona y el Sahara en los años setenta y el año 2000–, y echando mucha mano del flashback y la elipsis, entrelaza una historia de amor, una de guerra, el drama de una mujer en sus cincuentas y un viaje por las jaifas saharauis. A primera vista, la estructura de Mira si yo te querré parece interesante por la maestría con la que se entrelazan estas cuatro partes de la historia, pero el artificio termina siendo más complicado que complejo, porque la trama obedece a un esquema rígido: un capítulo para la aventura de las jaifas, uno para la guerra, uno para lo dramático, un flashback a la historia de amor, y así sucesivamente, respetando siempre el mismo orden.

El libro de Leante está dirigido a todos y a nadie en particular. Y es justamente este afán de satisfacer las expectativas de cualquier lector lo que lo hace una novela cualquiera. Lo ambivalente no es sinónimo de interesante. No sabemos frente a qué nos encontramos. A ratos leemos una novela rosa; otras veces, Leante parece acercarse a esos relatos de viajeros deslumbrados por la pobreza pintoresca y el exotismo tercermundista. Y en otras pocas ocasiones, hay rebabas de un periodismo literario muy en boga en nuestros días: los paisajes rojos de África, cementerios de coches a mitad del desierto, ciudades bombardeadas, niños mutilados por la explosión de las minas.

Pero, aun en estos pasajes, la mirada del escritor es la de un turista que viaja fuera de temporada y no la de un extranjero que reconoce la distancia que lo separa del mundo que describe. Este tipo de visión simplifica a trazo de caricatura: sus personajes son o muy buenos o muy malos; o bien comprenden y son respetuosos con las culturas ajenas o bien son unos perfectos ignorantes.

Venido de una tradición de escritores peninsulares que retoman capítulos atroces de la historia de España, Leante declara que la intención de Mira si yo te querré era “arañar conciencias”. En su caso, la denuncia no se dirige a la Guerra Civil –carburante para la imaginación de los novelistas sin imaginación, como dice Javier Cercas– sino a la situación actual de los refugiados saharauis en Argelia. Su denuncia no conmueve porque su Sahara parece un telón de fondo, mera escenografía pintoresca, petróleo para la imaginación. En la postura de Leante no hay más que una insípida corrección política y un tono pedagógico que, si arañan algo, es la paciencia: “Es difícil entender las costumbres de los musulmanes desde fuera. Esa gente creyó seguramente que les pedías un sitio para dormir, y aunque eran pobres te ofrecieron lo que tenían… Pero la hospitalidad es sagrada entre los musulmanes”.

La extranjería de Leante no enriquece el texto porque su distancia se traduce en ausencia, en impersonalidad de la voz narrativa. A ratos, se agradece una escritura donde no se imponga la personalidad que narra. Su voz, tímida pero firme, se aleja de esos timbres y sonsonetes de quienes se caen tan bien a sí mismos que no pueden evitar hacerlos audibles hasta en lo que escriben, pero la asepsia del autor es también esterilidad. El lenguaje se vuelve rico cuando se ensucia las manos luchando consigo mismo. Aquí, es apenas un instrumento quirúrgico al servicio de la trama.
Querríamos ver al cirujano operar sobre su propio cuerpo, al lenguaje ser a la vez medio y fin de esta operación.

Si no es al lenguaje mismo, ni a una voz y una mirada particular, ¿a qué le apuesta Luis Leante? Lo que resulta claro es que no le apuesta tanto a su escritura como a nuestro imaginario, ya bien amaestrado por los espectáculos taquilleros. La novela se leerá –mira si no se leerá– y si cautiva es porque nos da los necesarios veinticuatro cuadros por segundo para no aburrirnos, porque complace a nuestros 35 milímetros de imaginación. ~

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es autora del libro de ensayos Papeles falsos (Sexto Piso, 2010). Su novela, Los ingrávidos, aparecerá este año bajo el sello Sexto Piso.


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