Adolfo Castañón
Por el país de Montaigne
México, El Colegio de México, 2015, 352 pp.
“A Montaigne le interesaba –escribe Adolfo Castañón– ante todo la verdad.” No la verdad de los libros sino la de la experiencia. Plasmó esa verdad en ciento siete ensayos cuya primera edición costeó de su bolsillo. Aunque el origen del ensayo se remonta a Séneca y Plutarco, con Montaigne adopta su forma moderna, paseo en prosa divagante en torno a un centro que ve y opina: el yo. Incluso esa vena autobiográfica la encontramos mil años antes en Las confesiones de San Agustín. ¿Cuál es entonces la novedad de Montaigne si género y autobiografía vienen de tiempo atrás? Lo que en esencia es moderno en Montaigne es, y sigue siendo, el reconocimiento de que ese yo es un centro inestable, irregular, vano, fluctuante, que no confía en libros ni leyes sino en la propia experiencia. En ese yo titubeante –ora afirmativo, ora escéptico– se reconoció, en su juventud, Castañón: “Descubrí que yo no era un bicho tan raro, que existía un personaje muy parecido al que yo adivinaba en mí, híbrido y contradictorio, y enamorado no solo de la realidad sino de la razón.” Con ese yo desenfadado, tolerante, firme y, sobre todo, libre, se identificó Castañón. Desde entonces “Montaigne ha sido uno de los tres autores que me han acompañado invariablemente a lo largo de la vida”.
No es difícil adivinar cuáles son los otros dos autores que han tutelado la trayectoria intelectual de Castañón: Alfonso Reyes y Octavio Paz –no los únicos, por supuesto, se podría citar también a George Steiner, María Zambrano, Juan José Arreola y a tantos otros: no es un secreto que Castañón es un hombre-biblioteca.
Montaigne, Reyes y Paz trazan una genealogía ensayística que es también una ética de la escritura (claridad e inteligencia), una política (una línea sin ruptura entre la moral pública y la moral privada) y una forma de encarar la vida (la bonhomía, la alegría de vivir). A los tres Castañón ha dedicado sendos libros en los últimos años: además del reseñado en estas páginas, están Alfonso Reyes, caballero de la voz errante (Juan Pablos, 2012) y Tránsito de Octavio Paz (El Colegio de México, 2014). Trío de libros que comparten no solo la paternidad sino las mismas virtudes y vicios. Los vicios: no son libros orgánicos, están conformados por prólogos, ensayos, notas, apuntes, bibliografías, notas de viaje, reseñas de libros, etcétera. Y las virtudes: esa deformidad en su hechura es fruto de las andanzas literarias, editoriales y vitales del autor. Libros que son bitácoras de sus trabajos y sus días. Es cierto que no tienen centro y que por su accidentada composición hay temas que no aborda, pero dado que su centro es el ensayo y la naturaleza del género es divagatoria y esencialmente irregular, son libros que hacen virtud del pecado original de su pasado heteróclito.
“¿Qué sé yo?” es la insignia de Montaigne. Lo único garantizado en esta vida es la muerte, cuya sombra paraliza y mina. Debemos verla de frente, superarla y aprender a vivir bajo su peso. En uno de sus frecuentes paseos a caballo (Castañón relaciona su pasión por las excursiones ecuestres con su estilo digresivo), Montaigne sufre una caída y queda por horas semiinconsciente. Ese hecho fue decisivo. “Solo el que ha mirado cara a cara a la muerte puede juzgar al mundo con una mirada desprendida y relativizadora”, la vida como un entrenamiento para la muerte. Afirma Castañón que los ensayos de Montaigne tienen como eje la educación. Y en el centro de ese eje está el patrón-oro de la vida: “Enseña a vivir sin tener miedo.” Solo así se alcanza la libertad.
Si Montaigne es una máscara que utiliza para revelarse mejor, ¿qué nos quiere decir Castañón?, ¿que “todo en la vida es tan oscuro, tan diverso, tan opuesto que no podemos asegurarnos ninguna verdad”?, ¿que “nada hay tan hermoso y legítimo como hacer el bien como es debido”? Por el país de Montaigne es una extraordinaria ocasión para que el lector, a la vuelta de las hojas, se reconozca en Montaigne, uno de los hombres más alegres y civilizados, un amigo cierto, de quien Nietzsche afirmó: “el hecho de que tal hombre haya escrito aumenta la alegría de vivir sobre la Tierra”. ~