La obra de Italo Calvino (Cuba 1923-Italia 1985) no es ajena a las búsquedas estéticas de su época, desde el neorrealismo a las ideas derivadas de las concepciones estructuralistas y semióticas. Calvino fue un escritor para el que una obra era un problema a resolver y ese problema, en principio, es de carácter formal. Pocos novelistas o poetas de su tiempo se han planteado de manera tan profunda y continuada la poética de la novela y el sentido del lector. Y pocos desde una actitud no sujeta a concepciones previas sino asistida por una búsqueda abierta. De esta libertad con relación a la búsqueda y respeto por la literatura –que nunca le llevó a olvidar que la literatura es sólo una dimensión parcial aunque imprescindible de la realidad– hay un testimonio destacado en su correspondencia de trabajo en la editorial Einaudi. En Mundo escrito y mundo no escrito, recopilación de artículos y ensayos rescatados por Mario Barenghi, autor de un inteligente epílogo a la misma obra, se encuentran casi todos los temas que ocuparon a Calvino: la lectura, la escritura y la traducción (temas teóricos y prácticos); la literatura fantástica y popular; y, lo más desusado: la ciencia, la historia y la antropología. No hay que olvidar que los padres del autor de La cosmicómica (1963) fueron botánicos y que él mismo inició la carrera de agronomía, aunque, interrumpida por la Primera Guerra Mundial, luego estudió literatura. En mi comentario procuraré vislumbrar sus preocupaciones más que describir lo que él comenta.
A Calvino le interesaron las cuestiones teóricas y de éstas las relacionadas con el entendimiento de las estructuras narrativas, tanto de las existentes como de las que podrían existir. Pero no era un mero estructuralista o formalista, sino que, sin desaprovechar esta pasión por los mecanismos, fue siempre un lector atraído por el cuento, por lo que se cuenta. Sólo que, lúcido, nunca creyó en la naturalidad de lo narrativo. Fue un escritor de la estirpe de Flaubert, Stevenson, Borges, Nabokov, Elizondo, Paz. De Flaubert, sí, pero su gran admiración en ese siglo (para la literatura francesa) fue un escritor menos perfecto aunque más amplio: Stendhal. Hasta mediados de los cincuenta, Calvino estuvo interesado en una noción de la novela que alía realismo e intención racional, es decir: que la obra procure dar un sentido a la irracionalidad de la realidad… La vida para Calvino colinda con lo informe, con lo que se disipa y nos confunde, y la poesía (en su sentido aristotélico) ha de ofrecer a la imaginación una suerte de orden. Aunque su idea de la literatura fue cambiando sensiblemente (alcanzando una etapa de arte combinatoria de gran brillantez, como es Si una noche de invierno un viajero, 1979), esta idea básica, cuya complejidad no puedo tratar de desentrañar en esta nota, le acompañará siempre.
Italo Calvino no quiso ser un gran escritor, el gran escritor, sino un escritor “menor”, aunque no hay en esto ninguna aspiración a la mediocridad ni a ser menos sino una noción de la literatura como algo más que genios individuales y comparsas secundarios (creo que le habría horrorizado el Harold Bloom de la concepción acentuadamente jerárquica de la literatura). Quiso ser un buen artesano que imaginó siempre, o procuró hacerlo, a un lector inteligente y de notable exigencia (algo que está en desuso: ahora la mayoría de nuestros escritores buscan a un lector inculto al que contar algunas cosas que ellos ya parecen saber). “Sin la técnica del oficio no hay sabiduría artística posible”, escribió. Es fácil deducir que para Calvino no hay escritores mayores y, por lo tanto, la noción “menor” es sólo una estrategia. Si la forma es el problema inicial de Calvino escritor, lo es a posteriori en el lector. Tras el placer y el interés de la lectura, este relojero fantasioso se lanzará a desmontar el mecanismo, y, si la seducción continúa, no será raro que quiera forzar esa forma en un intento de llevarla más allá. Esa misma relación es la que mantiene con la lengua, y no sólo porque fue políglota sino porque percibió la lengua italiana como esencialmente problemática. Para Calvino, el escritor italiano “vive siempre o casi siempre en un estado de neurosis lingüística”, así que la primera tarea es inventar el idioma (literario) en el que imaginar. En el caso de Calvino, su lengua está apegada a las cosas, por decirlo así, aunque trace mundos metafísicos. Un lenguaje de sustantivos concretos, directo, cuyo autor es un admirador de Kafka (porque es realista). Un lenguaje que busca la exactitud, aunque, o mejor, precisamente porque está describiendo fantasmagorías. Calvino está lejos de pensar que la literatura es lo directo, el trasvase de una realidad substancial a la realidad natural lingüística: se apoya, o quiere apoyarse en una lengua viva, enamorada de las cosas, en lucha con ellas (recuérdese sus descripciones de paisajes), pero entiende la literatura como el desafío de lo imposible (para su subjetividad). Desde la imposibilidad, desde la carencia, pero asistido por un deseo inmenso, Calvino se sienta a escribir. De ahí el título de mi artículo, perteneciente a Stevenson, y que he tomado del recopilador de esta obra, Mario Barenghi. A lo Miguel de Cervantes, el Calvino que comienza la obra es visto así: “carezco de oído, no soy un olfato degustador, mi sensibilidad táctil es imprecisa y soy miope”. Naturalmente, lo que se propone, después de esta descripción de sus carencias, es un libro sobre los cinco sentidos.
El realismo básico de Calvino lo aleja de las concepciones mallarmeanas de la literatura como mundo autosuficiente (de cuyo fracaso Mallarmé mismo fue consciente). De hecho, lo que Calvino quiere es que la literatura influya en el conocimiento del mundo al interpretarlo, al proponer formas que son sentidos. Por otro lado, confiesa escribir para corregirse, desde el comienzo, es decir: no hubo una vez en la que no hubiera nada que corregir. Calvino es pues un lector/escritor crítico que siente en la necesidad de escribir el acto de restituir al deseo lo no logrado aún, lo imposible.
En su preocupación por las ciencias, además de ser un inteligente y bien humorado lector, buscó algo: una respuesta a la amenaza (tal como la entiende él) inferible de la termodinámica: la muerte del universo, el triunfo de la entropía: la degradación de toda energía en calor, en nada. Por eso, al leer a Prigogine e Isabelle Stengers (La nueva alianza), además de quedar seducido por el talento científico-filosófico de Prigogine, piensa con alegría en la afirmación de ambos científicos de que las formas del mundo viviente “no son un accidente de la naturaleza sino que siguen su línea en el trazado de su desarrollo más lógico” frente a la temida “evolución hacia el desorden”. Desde sus primeras novelas y cuentos, desde sus artículos y ensayos sobre esto y lo otro, Calvino vio en la literatura una utopía (en la medida en que es inacabable y toda literatura está hecha de literatura): el intento más feliz, aunque arduo, de luchar contra la disipación y la pérdida. Por eso supo siempre que debía inventar en cada ocasión al mejor lector para ser, a su vez, el mejor escritor posible. ~
(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)