Ilustración: Alejandro Magallanes

Octavio Paz entre nosotros

Paz está entre nosotros cuando defendemos a la poesía y creemos que el poeta no es solo una atracción de feria y sí una voz en la vida pública.
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Hablar de Octavio Paz siempre ha sido difícil. Con mucha frecuencia, al hacerlo no se habla de su obra sino del imaginario que rodea a la persona y lo construye como el personaje de una oscura leyenda o de una leyenda heroica. Así, imagino que para la pequeña comunidad letrada yo pertenezco al ominoso club de quienes ven en Paz a un héroe, y lo imagino porque no hace mucho tiempo escribí un artículo donde intenté reconstruir los antecedentes de Plural, con base en cartas, testimonios y memorias de varios escritores. Alguien tuvo la generosidad de postear mi artículo en Facebook y en los comentarios, un joven crítico —Héctor Iván González— se dijo asombrado de leer un elogio tan desmedido. Volví al artículo y no encontré un solo elogio, un solo adjetivo que permitiera afirmar tal cosa. Pero hablar de Paz suele confundirse con alabanza. Denostarlo, una forma de la crítica. Así fue siempre. “Octavio Paz —decía Efraín Huerta— tiene en México sus más feroces y despiadados detractores, al par que sus adoradores más fanáticos. Ni una cosa ni otra le hacen bien a Paz”. Sus enemigos personales se habían ensañado con él tanto como sus admiradores habían construido el “octaviopacismo” más detestable. Sin embargo, advirtió: “más que el miedo al octaviopacismo, hay el miedo a no llegar a ser tan bueno como Paz”.

Hoy encontramos lo mismo, más un reproche que denuncia que Paz perdió la simpatía por las causas sociales y “parece haber renunciado a la redención del hombre y de las naciones como tema político”. Este reclamo fue expresado hace 50 años por Antonio Castro Leal en su antología La poesía mexicana moderna.

Hoy la poesía, dicen, ha regresado a la “historia” (como si la poesía no hubiera sido siempre hermana de la historia), e incluso se ha dictado bando oficial a la muerte de la poesía lírica, del mismo modo como hemos matado a la novela, al cuento, a la danza, al autor y no faltará quien dé muerte oficial a la palabra mientras fuera de aquí, en el mundo real, a la gente real no le importa nuestros dictados oficiales: la gente es realmente subversiva pues danza, cuenta, habla, canta. He dicho la palabra “oficial” y ya imagino que estoy en un error. ¿Quién dicta lo oficial? ¿Cuándo algo se vuelve oficial? Cómo es posible que piense que la poesía joven lo es. Cómo puedo creer que la poesía actual nos dice todo el tiempo: “no hay más ruta que la mía”. Cómo se me ocurre pensar que la poesía siempre ha sido hermana de la historia. La historia la hacemos nosotros. Cada uno de nosotros tiene “su” historia y en cada uno de nosotros la historia empieza. “La poesía que me interesa empieza en mi generación y para hablar claro, le diré que empieza en mí”, dijo Huidobro en una entrevista muy conocida. Nosotros hacemos la historia, nosotros dictamos historia y futuro, condenamos también nuestro pasado. Pero no cualquiera es Huidobro.

Muchos son los reproches a Paz y el tema político es ineludible. Habría que recordar que el poeta aseguró que no podíamos “renegar de la política; sería peor que escupir contra el cielo: escupir contra nosotros mismos.” Paz nunca renegó de la política y ejerció entre nosotros el dictado de Orwell —“decirle a la gente lo que no quiere oír”—. Los efectos de esa mala querencia marcaron su destino, un destino por cierto, que a Paz le dolió siempre. Así, le decía por ejemplo a Tomlinson, “Yo les duelo a los mexicanos. … Y su verdadero poeta debería haber sido Neruda […] Qué mala suerte han tenido conmigo —y yo con ellos”. Y es curioso también ese destino, si lo comparamos con los de otros poetas mexicanos, ellos sí, afiliados al PRI o a otro partido, pero que nunca le dijeron a la gente lo que la gente no quería oír.

¿Que Paz se equivocó? Él mismo lo reconoció en tantas ocasiones, aunque no siempre nosotros se lo reconozcamos y su vida fue también la del converso que encarna una violencia apasionada contra su propio error. Esa extraña forma de expiación se volvió batalla. No tuvo tiempo quizá para dar aguerrido combate al último de sus errores y solo alcanzó a confesarlo:

El proyecto del presidente Salinas, escribió Paz, fue modernizador, pero algunos no tuvimos claridad suficiente y no pudimos ver algunos rasgos arcaicos de su gobierno. […] Mientras que el presidente Salinas intentaba llevar a cabo una política modernizadora, también incurría en las peores prácticas de nuestra tradición. El caso de su hermano Raúl Salinas de Gortari, patrimonialista entre los patrimonialistas y autor de prácticas fraudulentas que corrompieron aún más al Estado mexicano, es una prueba de la contradicción capital que corroía al proyecto salinista: modernidad inteligente pero también reincidencia en los vicios antiguos, desde la época colonial hasta nuestros días. No es posible ostentarse a uno mismo como modernizador e incurrir simultáneamente en prácticas […] arcaicas e inmorales.

Aunque su distancia con Salinas puede seguirse si se leen los artículos que escribió a partir de 1990, quizá podemos nuevamente reprocharle la tardanza o la débil rectificación, que fue publicada en el último tomo de sus obras completas, esas que han sido calificadas de “revisionistas”, aunque nosotros hayamos eludido, en nuestra revisión, esas y otras palabras.

Sí, Paz fue un revisionista de tiempo completo, no solo de su vida o de sus errores políticos. También de su poesía, y así lo hemos juzgado. Que si volvía una y otra vez a sus poemas ya publicados y en cada ocasión los corregía, malo. Peor, que hubiera eliminado algunos, pues estaba trabajando para su posteridad, dicen, cuando no para el imperio. Y yo me pregunto si alguno de nosotros tuviera la posibilidad de volver a los versos o a las líneas que al abrir nuestros libros aún nos ruborizan, no los cambiaríamos. Pero nosotros no somos Paz y esa autocrítica a él no le está permitida. Pero qué bárbara, me dirán. Estamos hablando de poemas como “No pasarán”, que fue eliminado por Paz en las distintas ediciones de sus obras reunidas y ese poema, insistirán, es muestra inequívoca del momento en que Paz, antes de volverse un “poeta hegemónico”, aún creía en la solidaridad con los que no tienen voz, con los oprimidos. Que Salazar Mallén haya pensado que ese poema era una “pobre cosa demagógica, sin valor poético”, está bien. Que Paz dijera que los había excluido “no por razones ideológicas, sino por su indigencia poética”, eso no está bien. Ahí hay gato encerrado.

Más allá de la calumnia con la que Salazar Mallén acusaba a Paz de haberse agenciado un boleto a Valencia gracias a ese mal poema, si nosotros lo leemos hoy, quizá no nos parezca tan lejano, pues su vehículo de expresión —el estribillo “No pasarán”, o la repetición de las primeras palabras de un verso con leves variantes al final, en tres o cuatro versos seguidos— es familiar del que ponen en práctica los jóvenes poetas que son parte del resurgimiento de una nueva poesía contestataria, social aunque menos ideológica.

Quizá estoy exagerando. Vuelvo al poema y lo leo. Lo imagino en un ring poético actual, con luces y sonidos: poesía en voz alta, pues. No. No pasará. Y ahora que imagino las nuevas formas de la expresión poética recuerdo justamente que fue Paz quien inició Poesía en Voz Alta, junto a García Terrés. Al tiempo de impulsar ese proyecto en el que todavía hoy participan muchos poetas jóvenes, Paz reflexionaba sobre la relación entre tecnología y poesía. En un texto que fue rehecho muchas veces, “La nueva analogía: poesía y tecnología”, se entusiasmaba con la teoría de juegos, aseguraba que el poeta debía servirse de esos “cerebros electrónicos” que eran, dijo, “más eficaces que los viejos diccionarios de la rima”. Los nuevos medios de comunicación le parecían esenciales para “el nacimiento de una nueva poesía oral, la combinación de palabra escrita y palabra hablada, el regreso de la poesía como fiesta, ceremonia, juego o acto colectivo. Este último no es menos central que la abolición del yo: el poema vuelve a ser como en su origen.”

Paz no vivió el cambio tecnológico radical al que hoy asistimos y que seguramente le habría entusiasmado. Ahora regresaría a su Blanco, para poner en juego virtualmente esa aventura de palabras. Hoy no tendría que haber mandado a imprimir tarjetas perforadas para que sus discos poéticos permitieran diferentes lecturas. Hoy, seguramente también, Paz reflexionaría críticamente sobre los nuevos medios de comunicación; quizá se preguntaría si realmente somos libres en la redes sociales.

A pesar de su impaciencia beligerante para que fuéramos, al fin, contemporáneos del mundo, o de sus violentos reproches a los dogmas, Octavio Paz creía en el futuro. Poesía y sociedad eran para él inseparables y tal vez por ello impulsó la creación de las instituciones que actualmente nos becan, pues pensaba que los beneficiarios no eran los poetas, sino la sociedad. Sin embargo, para el pensamiento revolucionario militante, antes y hoy, Paz es un conservador pues su poética y su política parten de una dialéctica que se resuelve en la reconciliación y no, en la confrontación. Esta es, de todas las paradojas que encarna la figura de Paz, una de las más profundas: la de un hombre que nunca rehuyó e incluso buscó la confrontación y que, no obstante, siempre deseó la reconciliación.

Muchos de nosotros, cada uno a su manera, tenemos nuestro Paz. Otros tienen en Paz su antagonista. Pero Paz está entre nosotros cuando nos invitan a congresos y homenajes y escribimos sobre él; cuando hacemos antologías; cuando nos paramos frente a un auditorio para enfrentarnos con el origen del poema: su comunión oral con la sociedad. Paz está entre nosotros cuando defendemos a la poesía y creemos que el poeta no es solo una atracción de feria y sí una voz en la vida pública. También nos acompaña cuando creemos que Duchamp no era un simulador; cuando nos asombra y aún nos dice algo —como a él que fue su admirador y amigo—, el silencio de John Cage. Cuando leemos a Bolaño, cuando pedimos una beca a FONCA, cuando editamos y rescatamos del olvido autores que Paz publicó en Plural hace medio siglo, cuando creemos que el PRI tuvo ya su hora cumplida… cuando, quizá al final, nos dejemos, o nos dejamos ya, guiar por el ogro filantrópico. Pero Paz, esa persona, está muerto.

“La poesía no busca la inmortalidad sino la resurrección”, dijo el poeta alguna vez. “En su seno se resuelven todos los conflictos objetivos y el hombre adquiere al fin conciencia de ser algo más que tránsito”. Pese a que hoy sigue siendo difícil hablar de Paz, tengo la esperanza de que en el futuro alguien que sea parte de esa gente subversiva que allá afuera aún canta, cuenta, danza, habla, al entrar a una clase no aprenda a contar el número de verbos conjugados en un poema para de ahí colegir que el poeta es o no es priísta. Tal vez entonces, y después de dormir siglos de piedra, la magia del espejo nos devuelva: “un sauce de cristal, un chopo de agua, / un alto surtidor que el viento arquea, / un árbol bien plantado mas danzante, / un caminar de río que se curva, / avanza, retrocede, da un rodeo / y llega siempre.”

Esta es una versión abreviada del texto leído durante el Homenaje a Octavio Paz, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, el 27 de febrero de 2014.

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(Ciudad de México, 1961) es poeta, ensayista y editora de poesía en Letras Libres. Este año su libro Estrella de dos puntas. Octavio Paz y Carlos Fuentes: crónica de una amistad (Ariel, 2020) recibió los premios Mazatlán de Literatura y Xavier Villaurrutia.


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