Octavio Paz: los empeños de la palabra

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“Te confieso que, apenas se enciende la grabadora, siento miedo”, le dice Octavio Paz a Manuel Ulacia en una de las entrevistas que componen las más de setecientas páginas de este tomo XV de sus Obras completas. La confesión resulta cuando menos paradójica a la vista del grueso volumen, pues nos enteramos de que éste no contiene todas las entrevistas, diálogos y conversaciones que, a lo largo de su vida, el poeta sostuvo con los más diversos interlocutores, sino que se trata de una amplia selección preparada por él mismo y comprende sólo las realizadas en un período de cuarenta años. Este miedo, esta reticencia a la grabación mecánica de sus palabras, la explica Paz de la siguiente manera: “La conversación es un género volátil. Las palabras son aire y se las lleva el aire. Al caer en la cinta magnética, les cortamos las alas. Se vuelven irrevocables.” Y añade: “Me dirás que, hablada o escrita, la palabra siempre es irrevocable. No es cierto. Para que la palabra hablada sea irrevocable, debemos empeñarla. O sea: atarla, detenerla. En cambio, la palabra escrita está destinada a permanecer, aunque su duración sea mínima, como la de los periódicos. La palabra hablada es ahora y aquí, una conjunción de voces en un lugar: una conversación.” Para fortuna nuestra —y pienso no sólo en los investigadores y estudiosos de su vasta obra, sino también en sus anónimos lectores—, Octavio Paz se las arregló muy bien para vencer este miedo. Una reticencia que resulta comprensible al repasar el volumen: Paz privilegiaba el acto humano de la conversación. Lo valoraba, lo entendía, lo disfrutaba como una de las más auténticas formas de establecer un puente con el otro. “Los otros que no son si yo no existo, / los otros que me dan plena existencia”, tal como lo expresa en los versos memorables de Piedra de sol. Fidelidad y respeto a las palabras que, habladas o escritas, construyen este vínculo. Atención y respeto por el otro que, con sus preguntas y sus asertos, con sus reflexiones y desatinos, levanta la otra mitad de un puente intangible pero cierto, un puente de aire transitable.
     Hay varias virtudes del Paz conversador que saltan a la vista y al oído a lo largo de las entrevistas. La primera de ellas es la generosidad que se manifiesta no sólo en su deslumbrante capacidad para convertir una pregunta insulsa o torpe en una respuesta que amplifica, detalla y explica con precisión aquello que al interlocutor se le escapa. Con infinita paciencia Paz vuelve una y otra vez a exponer el sentido que tienen los 584 versos que componen el poema Piedra de sol, la estructura espacial de Blanco, sus desencuentros y polémicas con la izquierda, o la importancia que tuvieron en su infancia la biblioteca del abuelo y las canciones mexicanas y andaluzas que cantaba su madre… Paz sabía que, por lo general, sabía más y que podía bordar mejor el tema que le planteaban sus interlocutores. Sin embargo, era consciente de que no podía tener todas las respuestas. Reconocía sus límites. Me gusta que, aun habiendo revisado y corregido cada una de estas entrevistas, Paz conserve los momentos en que se queda sin respuestas: “No sé qué decirle”, “no sé cómo contestar”, “no lo sé. Mentiría si digo que lo sé. Yo sigo buscando”, son frases que aparecen aquí y allá, en distintas conversaciones y que establecen un significativo contrapunto con otras como estas: “Su observación es exacta. Tiene usted mucha razón”, “No se me había ocurrido esa hipótesis. No es descabellada”. Reconocimiento de los límites propios y reconocimiento también de la sapiencia que puede hallarse en los otros.
     Al repasar las numerosas páginas de este volumen de entrevistas, he regresado sobre algunas que ya conocía y he vuelto a disfrutarlas y nuevamente a aprender de ellas. Me he detenido en otras que no conocía y que, aun tratando tópicos más o menos familiares del pensamiento de Octavio Paz, me reservaban una invaluable dotación de felicidad. Me ha hecho feliz, por ejemplo, oírlo decir que uno de sus libros preferidos es el diccionario: “Lo leo todos los días. Es mi consejero, mi hermano mayor. Es mágico, un surtidor de sorpresas: se busca una palabra y siempre se encuentra otra. En el diccionario debería estar la verdad del mundo ya que sus páginas contienen a los nombres del mundo. Pero no es así: el diccionario nos ofrece una lista de palabras y la tarea de los hombres, no sólo de los escritores, es asociarlas para que algunas de esas precarias asociaciones configuren la verdad del mundo, una verdad relativa que se disipa en la lectura.” Volvemos a encontrar esta íntima fidelidad a la palabra, al potencial creador que abriga cada una de ellas, a la tarea pendiente —que Paz mismo abordó con lucidez y entusiasmo ejemplares— de construir con ellas una verdad, así sea provisional, y una visión del mundo. No dejo de pensar en el lector común, que bien puede tomar el grueso volumen, abrirlo al azar, escoger una pregunta y escuchar la respuesta. Seguramente encontrará el mismo surtidor de sorpresas, y el atisbo de una verdad que lo acompañará, iluminadora, en el despunte de su propia conversación. ~

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