Este volumen es el resultado de un curso dirigido por el poeta y ensayista Andrés Sánchez Robayna en la Universidad Complutense de Madrid, durante el verano de 2003 (en El Escorial), sobre “la evolución de la poesía de nuestra lengua durante la segunda mitad del siglo XX” [p.7]. Dada la amplitud del tema, en el prólogo se aclara el propósito ya más específico del curso: invitar a destacados poetas de España e Hispanoamérica a reflexionar acerca de la herencia compartida —la unidad que se infiere al escribir en una misma lengua—.
Si Laurel (la conocida antología editada por Xavier Villaurrutia, Emilio Prados, Octavio Paz y Juan Gil-Albert, en 1941) fue el epílogo que cerró un momento anterior (el intenso diálogo entre españoles e hispanoamericanos durante las épocas del modernismo y las vanguardias), con Las ínsulas extrañas (2002), Eduardo Milán, Andrés Sánchez Robayna, José Ángel Valente y Blanca Varela intentaron subsanar un largo periodo de ignorancia, ninguneo o desdén desde ambas orillas. Así, el volumen que nos ocupa es una especie de secuela o suplemento de la antología, con aportaciones críticas que reflexionan acerca del gesto de seguir pensando en una sola tradición.
Dos parecen ser las constantes del libro: 1) todos los autores coinciden en otorgar mayor peso a la lengua que a cualquier otro factor (social, político, histórico, económico, cultural, estético, étnico, sexual, etc.) que pueda señalar la identidad de los poetas; 2) casi todos elogian de una u otra manera la iniciativa del diálogo propiciado por Las ínsulas extrañas. A veces da la impresión de que este volumen es una especie de “defensa” de la antología, puesto que recibió muchas críticas en ambos lados del Atlántico.
Desde luego que el esfuerzo de los editores es digno de encomio. España sufre de un excesivo provincianismo o, en palabras de Jaime Siles, de una “indigestión de autofagia” [p.84]. Por ello, el diálogo con los poetas hispanoamericanos (de modo semejante a lo que ocurrió con Darío, Huidobro, Vallejo o Neruda) podría ayudar a avivar una poesía anquilosada en su propia retórica. Ése, creo, es el verdadero objetivo de los editores. Véanse, a este respecto, los ensayos de Jaime Siles, Jenaro Talens, Jaume Pont, Esperanza Ortega y Alejandro Krawietz, además de los de los editores mismos. Todos ellos coinciden en señalar la importancia del diálogo debido, justamente, a lo que aprecian como una apertura: “En la poesía hispanoamericana percibo una mayor libertad que en la española” [p.310], dice Esperanza Ortega. Hay, en esa insistencia, una toma de posición de carácter estético: se cuestiona la llamada “poesía de la experiencia” (la que domina en los círculos del poder de la cultura española actualmente) por lo que hay en ella del “nuevo orden canónico realista”, que enfatiza “mensaje, comunicación, coloquialismo, cotidianidad y asequibilidad a la mayoría” [p.269], según señala Pont. En los ensayos se reclama un verdadero compromiso con la renovación del lenguaje poético, una alianza con la modernidad emblematizada por lo que Octavio Paz entendía como el “poema crítico” (según lo explica en su conocido ensayo “Los signos en rotación”), derivado de las ideas de Mallarmé: “aquel poema que contiene su propia negación y que hace de esa negación el punto de partida del canto, a igual distancia de afirmación y negación”.
Ciertamente, esta discusión es necesaria e importante en el entorno actual de la poesía española. Y por ello se comprende la importancia que pueden tener los poetas hispanoamericanos en ese panorama, puesto que escritores como Huidobro, Lezama Lima, Molina, Paz, Rojas y muchos otros representan una amplísima gama de experimentación y renovación de la praxis poética (por cierto que la llamada “poesía de la experiencia” también tendría un sinnúmero de correspondencias en Hispanoamérica, sobre todo en la poesía coloquialista, que cobra vigor en la década de 1960). Sin embargo, desde el punto de vista del diálogo verdadero entre los escritores de las dos orillas, este volumen se queda francamente corto. Si bien la dificultad de traer poetas hispanoamericanos al curso de la Complutense se debe a “razones materiales” (falta de recursos económicos, supongo), según explica Sánchez Robayna, no se encuentra lógica al hecho de que los hispanoamericanos invitados a participar en el volumen (Carlos Germán Belli, Alberto Blanco, Óscar Hahn, Giovanni Quessep, Guillermo Sucre y Saúl Yurkievich) hayan entregado textos muy breves (comparados con los de la mayoría de los españoles) que se limitan a celebrar la idea de la unidad de la poesía hispánica (o a celebrar la aparición de Las ínsulas extrañas). Los editores no tuvieron más remedio que incluir poemas para compensar las diferencias (también pasa en los casos de Gonzalo Rojas, que sí estuvo presente en El Escorial, y en los de otros tres poetas españoles: Antonio Gamoneda, Esperanza Ortega y Alejandro Krawietz). En mi opinión, la inclusión de los poemas agudiza el desequilibrio en lugar de mejorarlo.
Si bien en la época de los Siglos de Oro era lógico que en un panorama de la literatura en lengua española dominaran los peninsulares, a fines del siglo xx y principios del XXI eso es insostenible. Una visión justa del panorama actual de nuestras letras tendría que considerar que España es uno de los países donde se habla castellano (menos del 10% del total de los hablantes), por lo que presentar un diálogo de nueve con nueve (hay dieciocho participantes en el volumen) como si se tratara de un país frente a otro es reducir con mucho el complejo nudo de lo que representa Hispanoamérica (la misma crítica se ha hecho a Las ínsulas extrañas, en donde treinta y cuatro de los noventa y siete poetas son españoles, una cifra exagerada sobre todo si se considera las exclusiones de escritores hispanoamericanos importantes, como Alejandra Pizarnik y José Kozer, por sólo mencionar dos casos). A esto se debe agregar que las únicas contribuciones largas de los hispanoamericanos (de Américo Ferrari y Eugenio Montejo) son ensayos específicos que no atienden al objetivo mayor del volumen. Así, aunque hay ensayistas de reconocido prestigio (por ejemplo, Guillermo Sucre, autor del excelente libro de ensayos La máscara, la transparencia), resulta decepcionante que se limiten a hablar de la “gran Tradición”, sin de verdad analizar las implicaciones que eso representa en cada país. –
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