Hans Magnus Enzensberger publica a los 89 años –ahora tiene 92– el segundo volumen de sus memorias, que abarcan desde su nacimiento hasta sus años universitarios. Tiempo atrás publicó el primer volumen (Tumulto), en el que da cuenta del auge y caída de su simpatía por el socialismo, luego de haber vivido algunos años en Cuba. ¿Habrá un tercer volumen en el que cuente su vida de escritor? No lo creo: para conocer esa etapa, la más fértil, la mejor, contamos con sus libros, siempre lúcidos.
Enzensberger es autor de poemas (El hundimiento del Titanic); novelas históricas (Hammerstein o el tesón); ensayos sociológicos (El perdedor radical), políticos (Política y delito) y culturales (Mediocridad y delirio); ensayos y poemas de tema científico (Los elixires de la ciencia), de tema económico (¡Siempre el dinero!); obras de teatro (El filántropo); libros infantiles (El diablo de los números); reportajes (El gentil monstruo de Bruselas); y libros de varia invención (Reflexiones del señor Z.).
¿En qué difieren unas memorias de la autobiografía? Básicamente son lo mismo, relato de la propia vida. La autobiografía refiere hechos y las memorias emociones, podría servir como definición primera. La autobiografía se pretende más objetiva que las evocativas memorias. Una autobiografía cuenta una vida completa, hasta el momento de escribirla; mientras que las memorias pueden contar episodios de una vida. La biografía es un subgénero de la historia, pero la autobiografía no lo es; para la historia es acaso un documento. Y no lo es porque al relato de la propia vida le falta objetividad. Enzensberger no habla en su libro de “memorias”, sino de autobiografía, a pesar de que cuenta episodios (anécdotas) y desarrolla su relato de una forma más o menos cronológica. Como si dijera: pensé en escribir mi autobiografía pero solo puedo ofrecerles “un puñado de anécdotas”. El libro termina con un poema:
Cuando él escribe sobre sí mismo,
escribe sobre otro.
En lo que escribe,
él se esfumó.
Narrado en tercera persona, el protagonista de estas anécdotas es M. (de Magnus). Hacia el final del libro, como resumen de todo lo contado, dice que, después de todo, “no pasó mucho en sus años de juventud”. Pero sí le pasaron muchas cosas. Vivir en Núremberg (la ciudad de los grandes congresos) el surgimiento desbordado del nazismo, su auge y su espantoso derrumbe, sin duda, son acontecimientos determinantes en la vida de cualquier persona. A los ocho años se pudo colar por entre las piernas de los adultos que formaban una valla hasta la primera fila para ver que en un coche descubierto que pasaba “había un hombre insignificante con bigote y la vista fija hacia delante. Llevaba el pelo pegado en la frente. Levantó el brazo derecho y lo dejó caer bruscamente de nuevo”. M. no sabía lo que era un nazi. Al pasar la comitiva, “la barrera se disolvió y la multitud se dirigió animadamente a los puestos de salchichas”. M. no vivió la Historia sino la historia, suma de datos cotidianos. O al menos así lo recuerda Hans Magnus Enzensberger al cumplir los noventa años.
No ofrece Enzensberger datos exactos, precisiones. No se trata de acumular documentos para contar una vida. Sin el tío bribón, la tía solterona, el abuelo increíble, el padre misterioso, el bravucón de la cuadra, el primer amor, el primer robo, una vida estaría, quizás, incompleta. La historia de M., sus juguetes, juegos y travesuras. Detrás de cada objeto evocado, una historia, una anécdota, un jirón de recuerdo. Su padre fue ingeniero en telecomunicaciones. No simpatizaba con ningún partido, pero tuvo que afiliarse al Nacional Socialista para conservar su empleo y sostener a su familia. Se alegró, como todos en Núremberg, como todos en Alemania, de la invasión a Francia. A su padre lo enviaron a París a restablecer las líneas de teléfono. M. coloca en el libro la fotografía de su padre vestido de nazi frente a varios aparatos. A él, siendo niño, también lo enrolaron –no había de otra– en las juventudes nazis, lo uniformaron y lo llevaron a hacer ejercicios y lanzar consignas. M. era pésimo para el ejercicio coordinado y pronto lo expulsaron. Para no preocupar a sus padres, M. buscó y encontró refugio en una biblioteca, en donde se sumergiría por primera vez a plenitud en un mar de libros. A su escuela, en el último año de la guerra, llegaron los reclutadores para las fuerzas especiales de las ss. Muchos dieron pretextos, pero “cerca de la mitad, como el pobre Günter Grass, se ofrecieron ‘voluntariamente’, sin saber que Himmler había rearmado la Waffen-SS para derrocar al ejército”.
El elemento narrativo más importante, decisivo, de Un puñado de anécdotas está en el tono. Enzensberger se las ingenió para escribir con jovialidad y desapego sucesos de todo tipo ocurridos ochenta años atrás. El tono de confidencialidad (solamente está contando la vida de M.) hace creer al lector que está escuchando las confidencias de un amigo. La infancia de un niño en medio de la guerra de los nazis contra el mundo. Suena terrible, para él no lo fue tanto. “¿Tuvo la dictadura también un lado confortable? M. mentiría si quisiera ocultarlo.” Se emocionaba con las victorias en Poznań, Varsovia y París. “Los niños de la guerra –cuenta Enzensberger– se habían acostumbrado a todo tipo de atrocidades, el mundo les parecía impredecible. Por eso les gustaba ver los incendios y los chaparrones, lo que sugiere cierta falta de imaginación moral.” La guerra no le afectó mucho. “Culpa: para nada.” No era su guerra. La guerra provoca reacciones muy extrañas en las personas. “M. no tiene malos recuerdos ni siquiera de las noches de bombardeo.” Con la guerra los horarios habían desaparecido, lo mismo la autoridad de los padres, ya no era obligatorio asistir a la escuela. Los grandes incendios eran fascinantes. Y al día siguiente paseos por la ciudad destruida. “M. pudo pasear por la ciudad en ruinas, observar a los bomberos y contemplar las entrañas de las casas medio derrumbadas.” Hacia el final de la guerra alistaron también a los niños, les pusieron uniforme y se los llevaron a cavar zanjas. Les dieron armas y les enseñaron a usarlas. Un día que se quedaron sin comida enviaron a su patrulla por alimentos. Llegaron a una granja. El granjero y su esposa les suplicaron de rodillas que no los mataran. Todos los niños iban armados. Se llevaron un buen botín. De regreso iban felices, incluso M. Por unas horas conocieron y encarnaron el salvajismo nazi. Culpa, ninguna; Enzensberger recuerda la guerra.
En las páginas finales de su libro el autor informa que “no desea continuar la tradición alemana de la novela de aprendizaje”, sin embargo, es imposible no pensar que el origen de algunos de sus libros (Política y delito; Perspectivas de guerra civil) se encuentra en algunos pasajes de su infancia salvaje en Núremberg durante la guerra. A la edad de ocho años, con sus compañeros y amigos del barrio, “ya había desarrollado sus propias ciencias políticas, iniciado pequeñas guerras y formado alianzas cambiantes”. Los pactos eran inestables, las alianzas inciertas. Años más tarde, luego de la derrota alemana y de la ocupación americana, se inició en el mercado negro de los cigarrillos, que durante un tiempo fueron un tipo de moneda de cambio. “Como era muy espabilado, pronto fui bastante rico, no en la poco apreciada y despreciable moneda nacional, sino en bienes codiciados. El cigarrillo americano era la referencia.” Desde entonces, dice Enzensberger, adquirió conocimientos reales de economía que ni en la Harvard Business School le pudieron ofrecer. “Desde entonces M. tiene conocimientos no solo del espíritu empresarial, la volatilidad del mercado y la oferta y la demanda, sino también sobre la acumulación de capital primario, el fetichismo de la mercancía y la explotación.” Conocimientos que, muchos años después, aplicaría en libros como ¡Siempre el dinero!, rebosante de inteligencia e imaginación.
Enzensberger obsequia a sus lectores devotos un puñado de anécdotas. Retazos de su vida. No le interesa quedar bien o ajustar cuentas. Le interesa contar lo que vio sin dramatismos. Fue alumno de Heidegger y lo decepcionó: el Maestro no permitía diálogo alguno con su clase. Sobrevivió a la derrota alemana –hambre, enfermedades, humillaciones– de la mejor manera posible. No puedo escribir que fue afortunado porque sería reconocer que la buena o mala suerte existen. El azar no es bueno ni malo. Enzensberger nos cuenta su vida. Sin nostalgia. Sin venganzas. Sereno y contento de haber vivido la vida, esta extraña aventura. ~