Bajo el impulso de Deng Xiaoping, China empezó a partir de 1978 su conversión a la economía de mercado. El éxito, treinta años después, es impresionante, pero un crecimiento sostenido anual de dos dígitos no implica la reducción de las desigualdades, tampoco el respeto al medio ambiente y los derechos humanos. Por el contrario, China se ha vuelto uno de los países más desiguales del mundo y devastadores de la naturaleza. En octubre de 2007, el XVII Congreso del Partido Comunista Chino decidió promover una “sociedad de armonía”, un “desarrollo científico”, bajo la dirección de Hu Jintao. Hermosas palabras que disimulan mal una voluntad férrea de mantener el control del país por medio del aparato del partido. Precisamente cuando se reunía el Congreso se mandaron más tropas al poniente, para reforzar a los quinientos mil soldados ya presentes en Sinkiang (Xinjiang) y el Tibet.
Desde el otoño de 2007 el gobierno chino ha lanzado una decidida campaña de represión por los cuatro vientos para prevenir potenciales protestas a la hora de los Juegos Olímpicos de Pekín, que empiezan el 8 de agosto de 2008, fecha fatídica y teóricamente de buen agüero: nada de un movimiento estudiantil que pueda terminar trágicamente en la plaza de las Tres Culturas o de Tiananmén (1968, 2 de octubre; 1989, 4 de junio: México y Pekín). Por eso el gobierno acosa a sus disidentes, encarcela periodistas, multiplica las violaciones a los derechos humanos, mantiene una formidable ofensiva contra internet y logra la autocensura de Google, Yahoo y Microsoft sobre temas como Sinkiang, Taiwán y el Tibet. Sin embargo, la revuelta tibetana en marzo de 2008 sorprendió a Pekín y al mundo y puso en aprietos a los gobiernos democráticos, incapaces de enfrentar el descontento de un gigante económico, rival y socio incontornable.
Como desde el 10 de marzo el gobierno chino libra una guerra de información en el mundo entero sobre los acontecimientos tibetanos, hay que relatar brevemente lo que ha pasado:
Marzo es, desde 1959, un mes especial para los tibetanos, y más aún el día 10, porque el 10 de marzo de 1959 estalló en Lhasa una gran revuelta contra la dominación china, que fue reprimida con violencia extrema y lanzó al exilio al joven Dalái Lama y a otras sesenta mil personas. Entre las ruinas de Lhasa murieron diez mil personas y otras 87,000 en el país. El 10 de marzo de 1989 las manifestaciones fueron disueltas a balazos bajo la autoridad del joven Hu Jintao, entonces responsable de la Región Autónoma del Tibet (RAT), como preludio a la gran matanza de estudiantes chinos, el 4 de junio del mismo año, en Pekín.
El 10 de marzo de 2008 unos trescientos monjes budistas se manifestaron pacíficamente en Lhasa. El mismo día el Dalái Lama en exilio denunció las “violaciones enormes e inimaginables de los derechos del hombre”; siguieron tres días de manifestaciones cada día más concurridas hasta que el “viernes negro” del 14 estalló un violento motín antichino con saqueos e incendios, controlado pero con un costo de diez (cifra oficial) a noventa (cifra no oficial) muertos. Luego la agitación ganó las otras ciudades de la RAT, pero también las cuatro zonas autónomas tibetanas incorporadas a las provincias chinas limítrofes.
El Dalái Lama, después de denunciar el “genocidio cultural” y el “gobierno del terror” y de pedir una investigación internacional (16 de marzo), suplicó la suspensión del “movimiento popular” y amenazó con renunciar a sus funciones de jefe del gobierno tibetano en exilio (en la India) si no renunciaban los tibetanos a la acción violenta (18 de marzo). El mismo día el primer ministro chino, Wen Jiabao, declaró que “el Dalái Lama y su camarilla […] quieren sabotear los Juegos Olímpicos […] él es un chacal disfrazado de monje”. Luego Pekín tuvo que reconocer que la revuelta se había extendido más allá de la RAT y, un mes después, aceptó el diálogo ofrecido por el Dalái Lama. El 4 de mayo se dio un primer encuentro en la ciudad de Shenzhen, en el sur de China; el 12 de mayo el macrosismo de la provincia de Sichuan (con fuerte presencia tibetana) provocó que el mundo se olvidara del Tibet.
Los Juegos Olímpicos son para Pekín y el pueblo chino la consagración del renacimiento de China como potencia mundial después de un eclipse de ciento cincuenta años. Por eso el surgimiento de la cuestión tibetana es tan ofensivo como inoportuno, y las declaraciones de Steven Spielberg, Bernard Kouchner o Sharon Stone son consideradas como agresiones inadmisibles. Ningún gobierno pensó seriamente en boicotear los Juegos Olímpicos, pero es interesante repasar la lista de los gobiernos que se solidarizaron con Pekín: Hugo Chávez afirmó que Estados Unidos fue responsable de la “provocación que realizaron los incendiarios de Lhasa”; Rusia y Bielorrusia, las ex repúblicas soviéticas de Asia Central (menos Turkmenistán), Pakistán, Sierra Leona, Benín y Nepal expresaron su apoyo a China; la Secretaría de Relaciones Exteriores de Siria declaró que “Siria condena los acontecimientos y el entorno que lo ha organizado y se declara a favor de la posición de China”. Fue contundente la reacción de La Habana: “Cuba condena a los separatistas tibetanos.”
La versión de Pekín, presente en internet en todos los idiomas, habla de “un verdadero levantamiento […] extremadamente brutal y de naturaleza étnica y racista […] los hospitales y las escuelas no fueron exonerados”; “¡Manifestantes, no, criminales!”; “El objetivo de estos levantamientos era provocar al gobierno chino: No se trata de una explosión de enfado popular que acabó mal, sino de acontecimientos planificados por cinco organizaciones extremistas y separatistas. Como la Liga de la Juventud Tibetana”; “Recibieron un entrenamiento intensivo de tres días en la ciudad india de Dharamsala donde se encontraba el Dalái Lama […] financiado por la CIA […] Los dos manuales utilizados en dicha formación ya fueron empleados anteriormente en Serbia y Ucrania, donde jóvenes de extrema derecha, dirigidos y formados por la CIA, siguieron estos cursos para preparar la famosa ‘revolución naranja’”; “En su cuaderno de reivindicaciones, podemos constatar que su meta es el retorno del Dalái Lama al Tibet […] el retorno de la teocracia. Es lo mismo que si los fundamentalistas católicos reclamasen la restauración del orden feudal de la Edad Media en Europa devolviendo al Papa ‘su lugar legítimo’ a la cabeza del poder temporal” (tibetanuprising.org/2008/03/11/background/).
Las mismas fuentes denuncian el empeño en “tratar de conseguir el desmembramiento de China” para que “no sólo el Tibet sino también las Regiones Autónomas de Xinjiang y Mongolia interior se separen de China”; y catalogan a la organización Reporteros Sin Fronteras como una “fábrica de mentiras contra China […] dirigida y cofinanciada por la CIA, en estrechas relaciones con la mafia de Miami”. “El Dalái Lama y su camarilla también reciben grandes sumas de dinero” americano y europeo.
¿Qué sabemos del Tibet?
Más sorprendentes son las afirmaciones del ex canciller alemán Helmut Schmidt, quien escribió el 15 de mayo en Die Zeit: “El Dalái Lama también ha cometido errores. En sus libros presenta los territorios de Gansu, Qindgai, Yunnan y Sichuan habitados por pequeñas minorías tibetanas, como partes integrantes del Tibet. Es un argumento provocador que no necesitábamos.” Schmidt leyó mal: el Dalái Lama no habla de esas cuatro provincias chinas sino de las cuatro “zonas autónomas tibetanas” que Pekín incorporó a dichas provincias para fragmentar el conjunto tibetano. Luego concluyó con admirable ingenuidad: “en el fondo, el debate está claro. Por una parte, China debería reconocer la autonomía religiosa1 de los tibetanos y acoger al Dalái Lama como su jefe espiritual. Por la otra, el Dalái Lama y todas las sectas lamaístas deberían reconocer la legalidad del gobierno chino y de su ordenamiento jurídico en el Tibet”. Schmidt parece ignorar qué es lo que hace el Dalái Lama desde 1988, algo que le vale crecientes críticas entre las nuevas generaciones tibetanas.
Pero ¿por qué asombrarnos de lo que piensa el buen Helmut Schmidt? Basta con leer la respetada Encyclopædia Britannica para ver que los tibetanos no pueden esperar apoyo político alguno. En la edición de 1956 había una entrada Tibet, en la letra T, con un artículo largo, sesudo, muy serio. En la última edición, la entrada Tibet (en negritas bajas), en la página 756 de Micropædia, dice: “in full TIBET AUTONOMOUS REGION, historic region and autonomous region of China that is often referred to as ‘the roof of the world’. For full treatment, see MACROPAEDIA: China”.
Vamos, pues, a CHINA, y luego bajamos hasta la página 206, con el encabezado, en letras altas, de WESTERN CHINA. La primera entrada en negritas bajas reza “Tibet Autonomous Region”. Allí aprendemos que “después de su incorporación [las cursivas son mías] a China, el Tibet conoció tenaces esfuerzos desarrollistas, interrumpidos por la tensión étnica entre Han (chinos) y tibetanos y por la resistencia tibetana a la imposición de valores marxistas. En los años 1980 una política de conciliación puso las relaciones entre Han y tibetanos sobre un pie de igualdad, y una nueva política de ‘puertas abiertas’ estimuló el turismo y el desarrollo económico”. Un repaso bastante ligero de la historia concluye (p. 212) que “en 1984 otras libertades económicas y religiosas fueron restauradas, y el desarrollo económico, alentado. El aumento del turismo y del comercio fronterizo ha orientado el Tibet hacia el camino de la modernización pacífica”. Amén.2
¿Existe una historia verdadera de los tibetanos? ¿Tiene sentido buscarla? Como historiador conozco los usos y abusos que se hace de los “argumentos históricos”, y no creo en su validez frente a la voluntad, frente al sentir de la gente. Uno puede demostrar que los irlandeses no tuvieron nunca, desde que su historia empieza a documentarse con la evangelización del siglo v, un Estado y que fueron parte integrante del Reino Unido durante cuatro siglos. Sin embargo, después de una dura lucha armada, nació una Irlanda Independiente, después de la Primera Guerra Mundial.3
En el largo pleito entre Alemania y Francia sobre Alsacia y la Lorena de lengua germánica los historiadores abastecieron con “pruebas” y “argumentos históricos” a sus respectivos gobiernos. Puedo faltar a la objetividad por pertenecer a una vieja familia alsaciana francófila, pero apelo a Karl Marx y, posiblemente, al “general” Friedrich Engels como autor de El papel de la violencia en la historia, donde dice que Alsacia y Lorena bien pueden ser germánicas por la sangre, la raza, el idioma; bien pueden haber pertenecido mil años al Sacro Imperio Romano Germánico, pero sus pueblos han demostrado, hasta con armas en la mano, su voluntad de ser franceses.
Entonces, ¿para qué buscar “argumentos” en la historia de trece siglos –desde la emergencia en el siglo vii de un verdadero y poderoso imperio tibetano, que no perduró– de relaciones entre el Tibet y el imperio chino? Lo que importa es la voluntad, el sentir de los tibetanos.
Un poco de historia
La historia pedestre, a ras de tierra, es molesta; no nos interesa porque el Tibet que nos fascina es una invención nuestra: “Techo del Mundo”, “Continente Perdido” o “Misterioso”, Shangri-La exótico, esotérico, sin historia ni política, mucho menos con política internacional. Por su lado, China manipula la historia –basta una ojeada al Museo del Tibet en Lhasa– para demostrar que todo el Tibet es China desde siempre. Su meta es volver a los tibetanos totalmente chinos, por cualquier medio, y explotar los recursos naturales y la posición estratégica de su territorio. El Tibet tiene aún grandes bosques, mientras China ya acabó con los suyos; muchos minerales y la tercera parte del potencial hidroeléctrico de toda la república china.
¿Qué dice la historia no comprometida? El Tibet es un país cuya superficie ha variado a lo largo de los siglos. Hoy existe un Tibet no chino en cinco partes: Ladakh y Sikkim, indios; Bhutan, semiindependiente; una provincia de Nepal llamada Mustang (último baluarte de la guerrilla tibetana en 1974); y el Baltistán de Pakistán. Si uno considera que Bhutan depende de la India, los tibetanos se han repartido cuatro estados, pero el Tibet no tiene identidad política nacional o internacional. No hay Tibet: hay seis millones de tibetanos, de los cuales 120 mil están en la India, como su Dalái Lama.
Por cierto: los Dalái Lama, con su doble autoridad religiosa y política, son figuras recientes en una historia milenaria. Tienen apenas cuatro siglos y nunca reinaron sobre más de la tercera parte del Gran Tibet; el resto dependía de reyes y príncipes, que duraron hasta 1950 en la parte que invadió entonces China y que fueron privados de sus títulos y funciones, por la India, en Sikkim y Ladakh. En cuanto a los Dalái Lama, sólo el “Quinto Grande” (1642-1682) y el decimotercero, Thubten Gyatso (1895-1933), ejercieron realmente un gran poder. El Quinto Grande coincidió con la instalación de la última dinastía imperial en China, la de los manchúes, emparentados con los mongoles, con los cuales el budismo tibetano mantenía estrechas relaciones desde el gran Kublai Khan (siglo XIII); y con la llegada a Lhasa de los jesuitas Johannes Grueber y Albert D’Orville, cuyas informaciones quedaron en la China illustrata (1667) de nuestro famoso Athanasius Kircher. Fue entonces cuando Lhasa aceptó su vasallaje en relación con el emperador manchú: Pekín no pretendió imponer su gobierno sino que dejó al Tibet en la misma situación que Vietnam, otro reino vasallo de jure e independiente de facto.
El cambio empezó en la segunda mitad del siglo XIX, cuando el Tibet y Afganistán se volvieron piezas en el tablero del “Gran Juego” que opuso a Rusia e Inglaterra, una Rusia que conquistaba toda Asia Central e imponía “tratados desiguales” a Pekín; una Inglaterra dueña de las Indias y que impuso en 1914 la llamada “línea McMahon”, que favorecía su Raj en detrimento de China.4 Los ingleses entraron a Kabul, antes de ser derrotados, y ocuparon brevemente Lhasa en 1903-1904, obligando al Dalái Lama a exiliarse en China. En reacción a la presión inglesa, Pekín ocupó Lhasa en 1910, obligando al Dalái Lama a exiliarse en la India.
La revolución china de 1911, el caos ulterior, la invasión japonesa y la guerra civil de 1945 a 1949 le dieron al Tibet una independencia real que el decimotercer Dalái Lama quiso aprovechar para modernizar el país y construir un ejército. Se topó con la resistencia de los grandes conventos conservadores, y antes de morir dejó una doble profecía que se cumplió asombrosamente: en 1932 anunció su muerte para 1933 y advirtió que “si el Tibet se descuida, le pasará lo que a Mongolia: anexión por China, destrucción de sus monasterios. En el futuro ese sistema será impuesto desde adentro o afuera sobre esa tierra. Si fallamos en defenderla, los santos lamas serán eliminados […] nuestro sistema político […] será una palabra hueca […] mi pueblo, sometido al miedo y a las desgracias, será incapaz de sufrir el día o la noche”.
Le tocó a un viejo regente conservador ejercer el poder durante la minoría del decimocuarto Dalái Lama, Tenzin Gyatso, nacido en 1935, actualmente en el exilio. En octubre de 1949 Mao triunfante proclamó que el primer deber chino era liberar a Taiwán de la camarilla de Chang y el Tibet, “los últimos bárbaros de la China occidental”. El Tibet buscó en vano ayuda; Estados Unidos e Inglaterra, la India y Nepal se lavaron las manos. Cuando en octubre de 1950, en el marco de la guerra de Corea, Mao envió su ejército al Tibet, el viejo regente se negó a armar a los khampas, excelentes guerreros del Tibet oriental; optó por la no violencia y recurrió a la ONU, que prefirió “posponer” la cuestión tibetana… hasta la fecha de hoy. El 23 de mayo de 1951 una delegación tibetana tuvo que aceptar en Pekín un acuerdo de diecisiete puntos sobre la “liberación pacífica del Tibet”. Mao prometía no cambiar nada, pero la Región Autónoma del Tibet (RAT) perdía los distritos de Amdo y Kham, transformados en “zonas autónomas tibetanas” e incorporadas a las provincias chinas vecinas.
En 1953 empezaron las reformas comunistas, en Amdo y Kham, contra la propiedad privada y la religión; en 1954, cuando la India reconocía la soberanía china sobre la región, surgió una guerrilla que iba a durar veinte años, con la ayuda esporádica de la CIA (entre 1957 y 1971, hasta el encuentro amistoso entre Richard Nixon y Mao).
Una represión feroz obligó los insurgentes a replegarse hacia la RAT. Por más que el joven Dalái Lama condenaba la lucha armada, los guerrilleros no tardaron en controlar el sur del Tibet. Cuando en marzo de 1959 corrió en Lhasa el rumor de que los chinos iban a secuestrar el Dalái Lama, el día 10 estalló un gran motín en la capital y se proclamó un gobierno de liberación nacional. El 16 el ejército chino atacó, la ciudad quedó en ruinas y el Dalái Lama huyó a la India. Según cifras oficiales chinas, 87,000 personas murieron en la represión consecuente. El levantamiento coincidía, además, con el desastroso Gran Salto Adelante impuesto por Mao a todo su imperio, y esa coincidencia causó en el Tibet una hambruna que se llevó a trescientas mil personas. La ofensiva contra la religión (había en el Tibet seiscientos mil monjes y monjas) se redobló con la Revolución Cultural a fines de los años 1960, de manera que entre 1959 y 1970 un millón de tibetanos perdieron la vida de una manera u otra.
A sangre y fuego, pero también de manera pacífica, con la construcción de carreteras, la llegada del teléfono, la radio, la televisión y los periódicos, el gobierno chino trabajó contra su propósito de hacer chinos a los tibetanos: preparó sin quererlo una nueva unidad tibetana que no descansa únicamente en la religión. Hace dos años el ferrocarril llegó a Lhasa, ciudad que tenía 35,000 habitantes en 1959 y raya en el medio millón ahora (con cincuenta por ciento de chinos, los cuales forman quince por ciento de la población de la RAT, y de treinta a cincuenta por ciento en las otras zonas tibetanas).
La “cuestión” tibetana
El Tibet es una colonia duramente tratada y explotada, pero jamás como ahora ha sido tan fuerte su identidad, tanto en la ciudad como en el campo. La gran campaña de “educación patriótica”, reactivada en 2007 contra el Dalái Lama y la religión para “adaptar las ideas tibetanas tradicionales, costumbres y creencias a la sociedad socialista”, contribuyó a la explosión de marzo de 2008.
Atacar al Dalái Lama bien puede ser como darse un balazo en la pierna. En 2000 el escritor chino Wang Lixiong escribió: “el Dalái Lama es la llave para resolver la cuestión del Tibet”. Desde 1988 el decimocuarto Dalái Lama renunció a la independencia y pide sólo una autonomía real. “Ya la tienen”, contestó Pekín en el lentísimo diálogo de sordos que ocurrió entre 2002 y 2005, teóricamente reanudado en mayo pasado. El gobierno chino parece creer que con la muerte del Dalái Lama (tiene 73 años) la cuestión tibetana dejará de existir. Olvida que Tenzin Gyatso siempre ha condenado el recurso a la violencia. No sólo aboga por la no violencia al estilo Gandhi, sino que en 1998 condenó, como una forma de violencia contra sí mismo, la huelga de hambre llevada hasta la muerte por un miembro del Tibetan Youth Congress. El Dalái Lama es cada día más criticado por las nuevas generaciones, que ya no creen en su “vía media” ni en el diálogo con el gobierno chino. Sigue siendo respetado como líder religioso, pero está acusado como líder político de ser, nolens volens, un instrumento de China. ¡El colmo! (Me perdonarán la comparación loca, pero se encuentra en la trágica situación de los arzobispos mexicanos Pascual Díaz y Leopoldo Ruiz y Flores cuando, en los años 1930, prohibían a los católicos mexicanos recurrir a la lucha armada. Ellos ganaron su apuesta cuando la persecución religiosa acabó; ¿ganará la suya el Dalái Lama?)
Con todo y la represión tenaz, la resistencia tibetana perdura. Estudiantes, citadinos y campesinos engrosaron las magras filas de unos pocos monjes y el movimiento se extendió a todo el espacio del Tibet histórico, brincando las divisiones administrativas chinas. Uigures y kutrigures musulmanes del Sinkiang (periódicamente afectado por la guerrilla), mongoles de Mongolia interior paran la oreja. Disidentes e intelectuales chinos protestan para decir que no hay porvenir sin respeto de las minorías nacionales. Así el escritor Wang Lixiong y Xu Zhiyuan, coeditor de la revista Shenghuo (City Magazine); así más de trescientos intelectuales que firmaron el manifiesto publicado en The New York Review of Books del 15 de mayo de 2008.
Lo más preocupante para Pekín es la politización del campo tibetano, revelada con la participación de este en la agitación de marzo. China reconstituyó el gran Tibet histórico al borrar las divisiones culturales y lingüísticas entre los muchos Tibet. Además de la unidad religiosa, por primera vez existe una unificación política alrededor de una identidad moderna común.
Para el presidente Hu Jintao el asunto es serio. Entre 1988 y 1992 fue el jefe del Partido Comunista Chino en la RAT, de modo que le tocó enfrentar el movimiento de 1989. Algunos analistas piensan que sus adversarios pueden aprovechar la cuestión tibetana para debilitarlo y que eso explica su inmediata denuncia del “complot” y de “la mano americana”. Lo más probable es que siga con la política de “pan y palo”, desarrollo económico y represión, con la esperanza de que la desaparición del Dalái Lama resuelva el problema.
El hermano del Dalái Lama, Thubten Jigme Norbu, ha dicho que “la mayoría de los tibetanos sabe que la independencia del Tibet es un deseo realista en este momento de la Historia, cuando hemos visto a dictadores de todo tipo fracasar y a pueblos oprimidos tomar su legítimo lugar en la comunidad de las naciones”.
Hay que recordar lo que hace muchos años exclamó el pandit Nehru, en una conversación con el joven Dalái Lama: “Usted dice que quiere la independencia y al mismo tiempo dice que no quiere derramamiento de sangre. ¡Imposible!”
El sismo del 12 de mayo marginó al Tibet de las noticias, para alivio de muchos. Cuando los gobiernos democráticos tienen que tomar una postura en un conflicto entre una nación dominante y un pueblo dominado, primero toman en cuenta el peso específico de la nación imperial, sus propios intereses y, al final, los principios. Estados Unidos y la Unión Europea tardaron mucho pero finalmente atacaron a Serbia para defender, primero, a los bosnios y, después, a los kosovares. Enfrentar a Rusia para defender a los chechenios, o a China para defender a los tibetanos… ni pensarlo, ni siquiera un mínimo boicot a los Juegos Olímpicos. Si el Sudán petrolero puede hacer lo que quiere en Darfur…
El Tibet es una nación cuyo estatuto jurídico ha fluctuado y ha sido incierto a lo largo del tiempo, pero tiene una identidad fuerte, una voluntad de resistencia a la conquista afirmada desde 1949, año de la primera guerrilla en Kham y Amdo. La nación dominante declara: “El Tibet es China, y punto.” El colonizador chino manifiesta un gran desprecio, rayando en el racismo, hacia “los bárbaros del Oeste” (el Tibet y Sinkiang), lo que fortalece a los tibetanos en su resistencia. Hasta ahora un líder moderado ha condenado la violencia y buscado la negociación, pero la intransigencia de Pekín puede dar alas al radicalismo de nuevas generaciones impacientes y decepcionadas.
El Techo del Mundo está lejos de la Unión Europea y de Estados Unidos. China es un socio indispensable, una potencia mundial emergente. ¿Los derechos del hombre? Aun si existiera un “Occidente” unido y dispuesto a sacrificar sus intereses materiales a corto plazo, ¿cómo podría imponer a China el respeto a la voluntad de los tibetanos? ¿Algún día, a consecuencia de un gran enfrentamiento entre China y la India, eso se dará? ¡Dios nos libre de tal sinopsis! ¿Y un movimiento democrático en China capaz de lanzar un reformismo a la Gorbachov que culminara con la disolución sin violencia del imperio y con la independencia de muchas naciones? ¿Podemos considerar que las “Doce sugerencias para la situación tibetana” presentadas por Wang Lixiong y los trescientos anuncian esa primavera? Por lo pronto, la revuelta tibetana recuerda al mundo la verdadera naturaleza del régimen chino y disipa la ilusión occidental de que el actual “despotismo ilustrado” es una “dictadura respetable” que constituye el primer paso hacia una futura democratización. El Dalái Lama repite desde hace veinte años que el Tibet puede quedarse en el seno de China siempre y cuando una verdadera autonomía se gane la aceptación del pueblo tibetano. Este sigue siendo un deseo piadoso muy alejado de la realidad. Sin embargo, este hombre en el exilio es la única llave visible para alcanzar una solución pacífica. Si Pekín no acepta abrir esa puerta, seguirá en el corredor que puede desembocar en la tragedia: más revueltas, más represión y, una vez más, la prueba de que es (casi) imposible conciliar los derechos del hombre y la soberanía de los Estados. ~
__________________________
1. Subrayo, porque le concedemos al Tibet (algunos con admiración y fe) únicamente una existencia religiosa.
2. Ni una palabra sobre los veinte años de guerrilla tibetana (1954-1974), tampoco sobre los acontecimientos de marzo de 1989
3. Ídem para Ucrania en sus relaciones con Moscú, hasta una independiencia muy reciente (1991), que les cuesta trabajo a los rusos aceptar.
4. Lo que contribuyó a provoar la breve guerra chinoindia de 1962, ganada por China. El Raj designa el dominio británico sobre las Indias.
Bibliografía utilizada
Internet:
www.observechina.net
www.tibet.com (sitio oficial del gobierno tibetano en exilio)
www.tibet.ca (World Tibet Network News)
www.tibetoffice.org/sp/
www.tibet.org/index.html
www.time.com/tibet
www.time.com/dalailama
Revistas:
China Quarterly, Current History, Tibetan Studies
Libros:
Ardley, Jane, The Tibetan Independence Movement, Londres,
Routledge Curzon, 2002.
Dalai Lama, My Land and My People, Nueva York, McGraw
Hill, 1962.
Goldstein, Melvyn C., The Snow Lion and the Dragon:
China, Tibet and the Dalai Lama, Los Angeles, University
of California Press, 1997.
———————, A History of modern Tibet, Nueva York, St. Martin’s
Press, 2002-2008, 3 vols.
Iyer, Pico, The Open Road: The Global Journeyof the Fourteenth
Dalai Lama, Nueva York, Knopf, 2008.
Peissell, Michel, Tibet: The Secret Continent, Nueva York,
Thomas Dunne Books, 2003.
Tsarong, Dundul Namgyal, In the Service of His Country: The Biography of Dasang Damdul Tsarong, Commander General of
Tibet, Ani Trinlay Chodron (ed.), Nueva York, Snow Lion, 2000.
Schell, Orville, Virtual Tibet: Searching for Shangri-La from the
Himalayas to Hollywood, Nueva York, Metropolitan Books,
2000.