Ruinas de la inocencia

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Me fui a la playa con Vacación tras la ventana, el libro de versos más reciente de Montes de Oca. Llegué pasadas las diez, di un paseo largo por el malecón y hacia la medianoche entré en un merendero para ordenar, con imprudencia, un plato de pozole que me quitó el sueño. Al día siguiente me instalé desde primera hora bajo una sombrilla, cuaderno y pluma junto al libro, pero me entretuve mirando las olas y no tardé en quedarme dormido. Me despertó el encargado, que me cobró la silla y la sombrilla, me ofreció un coco y camarones, un paseo en lancha y un vuelo en paracaídas. Acepté el coco, rechacé lo demás, tomé el libro y me disponía a leer el próximo nacimiento del poeta cuando sonó la voz cascada de una cacatúa: “¿Qué lee, poemas?” La pregunta era retórica, un pretexto —desde luego inconsciente, así son las cacatúas— para lanzarse a hablar de los versos de García Lorca que le enseñaron en la escuela primaria y le tocó recitar ante el licenciado Alemán. Aproveché la ceremonia de fin de cursos para escabullirme y volver al hotel; dejé en el cuarto la Vacación tras la ventana, tomé una novela y salí a comer.
     Pero tampoco logré concentrarme en la novela. Pasaba mucha gente por la calle, no escaseaban las mujeres hermosas y se estaba tan bien en la terraza que no pude sino pensar en cuánta razón tenía el poeta en irse de vacaciones tras una ventana. Y entonces reparé en la semejanza del título de este libro con el primero de Montes de Oca, publicado hace exactamente cuarenta años, en 1959: Delante de la luz cantan los pájaros. Cuando apareció el libro, Octavio Paz escribió una reseña entusiasta en la que apuntaba: “Este título es casi una definición de la poesía de Montes de Oca”, para corregirse de inmediato: “Pero hago mal en llamarlo definición: más exacto sería decir: enunciación. Con esta frase el joven poeta enuncia —y aún: anuncia— su programa poético”.
     Hacía bien Paz en no hablar de definición. Hace años el propio Montes de Oca tuvo la ocurrencia memorable de decir que la suya era una “poética de andarse por las ramas”, y una y otra vez ha insistido en escapar cuando ya había alcanzado su definición mejor. Cada uno de los más de treinta títulos que ha dado a la imprenta son, al mismo tiempo, una nueva enunciación de su poética. Con frecuencia, además, esos títulos incluyen poemas que reflexionan sobre la naturaleza del ejercicio poético. Pero el lector que pretendiera sacar de ello una conclusión definitiva se quedaría tan asombrado como aquel que, tras lanzar una moneda, se encontrara no con el águila ni con el sol, no con la cara ni con la cruz, sino con nada.
     “Sombra soy de una moneda sin ninguna cara”, dice el primer verso de este libro. Salvo que se sostenga de canto, situación improbable en la zona sísmica que habita Montes de Oca, una moneda sólo tiene sombra mientras esté en el aire, cayendo o elevándose para caer. Pero ¿quién lanza una moneda sin cara, es decir sin signo de valor y que no puede por lo tanto decidir una apuesta? No importa: Montes de Oca no le echa la culpa a nadie, aunque sepa que siempre, como dijo en un libro anterior, “Si una piedra cae, le cae a Montes de Oca”. Tampoco le importa de qué lado cae la moneda, sino la sombra que da su vuelo y que a él le da el ser. Es decir, le da la voz.
     ¿Qué se compra con una moneda así? Nada, sino el brillo del sol, el movimiento de los ojos y la sombra de Montes de Oca. Ahora que ha pasado de moda hablar de una poesía adánica, digamos que estamos ante un poeta de la inocencia. Pero veamos otra vez esa moneda en el aire: el poeta de la inocencia es también un poeta de la caída. Su reino no es el primer día de la creación sino el primero de la destrucción. Montes de Oca apareció en escena en 1953 con una plaquette que contenía un solo, largo poema: Ruina de la infame Babilonia; 46 años después, el poema inicial de Vacación tras la ventana termina en unos versos que hablan de un “…nacimiento próximo,/ Que se acomoda entre ruinas/ Y es castillo que avanza y no cojea”. Y hacia la mitad del libro leemos en un poema llamado “Nacer de nuevo”: “No pienso lo que tú piensas./ ¿Por qué he de ser como un niño?/ Más bien querría ser un recién nacido […]/ Para que aparezcas desnuda con la pupila en ruinas”.
     No creo equivocarme si veo una clave definitoria en estos versos, y en particular en las palabras “para que“. Las ruinas entre las que alienta desde el principio la inspiración de este poeta no son las del moralista, las del historiador o las del político; no son obra de la técnica, de la usura o del interés. Son las ruinas del lenguaje devastado por la inocencia. Hay en ello, desde luego, un eco de Rilke y sus ángeles terribles. Pero hay también el reconocimiento de que una poética de andarse por las ramas no puede sino plantar sus raíces en lugar común. La moneda sin ninguna cara del poeta sólo es posible porque las monedas tienen dos caras. Del mismo modo, si antes no estuviéramos todos sin nada que decir, el espléndido segundo poema del libro no podría cambiar esa nada por una gota de agua, un “agua redonda” en que termina el río donde “la cara de Dios se lava el alma”.
     La imagen del torrente verbal es socorrida al hablar de la poesía de Montes de Oca, pero quizá convenga no dejarse llevar por la imagen del caudal que arrastra todo lo que encuentra a su paso y reparar en que el poeta va a ese anchuroso Ganges no para apoderarse de lo que ve pasar, sino para practicar una inmersión en las aguas bautismales. A diferencia del poeta adánico, que va nombrando las cosas recién nacidas, éste recibe de las ruinas la voz que le da nombre. ¿No es eso lo que dicen los versos iniciales del tercer poema, “Movimiento en tres tiempos”?: “En el centro del movimiento cero/ Un abismo me calma, bálsamo y tiniebla/ En que la ola brama y arrasa laberintos,/ Pule guijarros al sol, llamas con raíces”. En el centro del movimiento cero o, como dice T.S. Eliot, At the still point of the turning world. Estoy seguro de que no se trata de una coincidencia; el breve poema de Montes de Oca es un comentario oblicuo a ese pasaje de los Cuatro cuartetos, hecho al paso y definitivo como unos hombros que se alzan. Para el autor de los Four Quartets ese punto inmóvil, lugar de la danza, es el fin de la verdadera conciencia, mientras que Montes de Oca dice, versos más adelante: “No quiero conciencia sino resolana que también calcina:/ Los actos sin eco no son actos”. Como la Iglesia reprueba a los místicos que buscan la unión con Dios sin su mediación, el cura anglicano hubiera lanzado anatema sobre este inconsciente que se brinca la tapia para ver cómo “Todo cuanto vuela en el jardín/ Avanza paraíso adentro”. Elías Canetti, para quien el poeta tiene el papel de “guardián de las metamorfosis”, hubiera sido igualmente severo con este irresponsable que se niega a ser guardián de nada pero se entretiene viendo cómo
      
     La flor vuela con su aroma
     La mariposa se ha detenido
     Con un alfiler de polen
      
Los dos tendrían toda la razón, desde luego. Montes de Oca, que lo sabe,escribe el poema “Vuelo doble” dedicado a sus impugnadores:
      
     Bajo raíces
     Viven pájaros:
     Vuelan, nada les estorba,
     Siguen de frente,
     Como el aire
     En la arena subterránea
     Cuando un súbito castillo
     Se quita las almenas
     Y saluda su viaje.
     ¡Qué victoria indecible de lo absurdo!
     Lo racional también es absurdo
     Sólo que no es tan hermoso
     Ni tampoco tiene sentido.
      
Una mala respuesta, me parece. Los últimos cuatro versos no hacían falta. Dicen lo que ya implicaban las imágenes de los versos iniciales, pero reduciéndolo a lenguaje conceptual que no es el suyo.
     Todos los escritores se construyen un personaje público, cuya personalidad no necesariamente corresponde a la que postulan sus obras o a la de la persona que las escribe. Borges nos hace creer que leyó todos los libros, cuando su erudición era limitada. Rulfo se creó la imagen de un personaje hosco, arisco, melancólico, pero se reía más de lo que uno supondría. A Sabines le gustaba representar al poeta desgarrado y tocado por la gracia, que escribía de un tirón, pero en cada una de sus líneas hay la evidencia de un trabajo minucioso. Montes de Oca representa el papel del poeta natural, arrebatado por la inspiración. No suele escribir ensayos o notas, no participa en polémicas y todos sus comentaristas han señalado una y otra vez las caídas, distracciones, debilidades, incoherencias, desmesuras, repeticiones, faltas de gusto de que está llena su obra, pero él ha seguido impertérrito escribiendo como siempre, haciéndose el loco, el bufón, el tonto, el inocente, y recibiendo los palos de la crítica como un destino ineludible. Hace bien, pero no nos dejemos engañar. Quien lea los pocos prólogos que ha escrito, recorra su antología de traducciones poéticas, El surco y la brasa, o sencillamente reconozca las alusiones, los guiños, los comentarios oblicuos de sus versos, sabrá que este inspirado que en el aire las compone es también un empeñoso minero verbal, un lector acucioso de nubes como de libros, una aguda conciencia crítica.
     Pero Montes de Oca sabe más. Para empezar, que las caídas son la prueba del vuelo y que lo suyo no es podar sino ir de rama en rama. Así, con la moneda siempre en el aire, ha sido fiel a su impulso inicial de un modo admirable. Desde los versos iniciales de su primer libro nos mostró las “piedras de su esqueleto/ jamás soldadas”. ¿Qué otra manera tiene de sobrevivir a tanto golpe y porrazo un funámbulo capaz de caerse incluso mientras mira por la ventana, sentado en un sillón? –

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