¿Un título es comprehensivo, un oriente claro de lectores, o más bien una tarjeta de presentación que invita a cierta lectura preferida por el autor? Saña, el potente nombre del libro más reciente de Margo Glantz, pertenece a la segunda clase: funciona como adherente abierto para un volumen raro, compuesto por meditaciones breves tenuemente hilvanadas.
El volumen, un manual del usuario para la caprichosa cartografía intelectual de la autora, comienza con dos ejercicios de ironía sobre dos definiciones viriles del término “saña”: una reflexión de Alfonso el Sabio sobre la necesidad de despojarse de los ánimos vengativos para obtener la victoria militar y una divertida etimología ofrecida por el Tesoro de la lengua castellana, en que Sebastián de Covarrubias propuso que vendría del término latino sanna: “bufido o ronquido”. El volumen termina con Glantz ponderando una definición que pondría el acento en la persistencia de la rebeldía: “Una vez empezadas las cosas importantes jamás deberían permanecer inconclusas. Basta ensañarse para lograrlo.”
Saña funciona como un surtidor de estampas y meditaciones en tres vertientes bien marcadas, aunque no únicas: notas sobre temas familiares para los lectores de la obra de Glantz (las secreciones corporales, las marcas que deja la moda en el cuerpo femenino, el diario de Colón, el antisemitismo, la intolerancia de lo monstruoso y lo incompleto en el Antiguo Testamento); líneas narrativas emparentadas con diarios de viaje (la escatología hindú, el campo de concentración de Auschwitz, los museos de Nueva York, las antípodas australianas) y, por último, notas biográficas sobre artistas cuyos trabajos tuvieron algo de teratológico: los pintores británicos Spencer, Bacon y Freud, las carreras consecutivas de Domenico y Alessandro Scarlatti, la larga y despedazada vida burguesa de Arthur Rimbaud después de su migración al África.
El volumen es consecuente a un nivel formal con el trabajo de Glantz como ensayista, ocupada constantemente por el problema de la inscripción de mutilaciones –metafóricas o reales– en cuerpos literarios. Recuerdo dos títulos al vuelo que si no son considerados canónicos todavía, deberían serlo: “Santa” (1979), sobre el descuartizamiento simbólico del personaje novelesco de Federico Gamboa –la ciudad de México como un rastro universal–, y Borrones y borradores (1992), en el que se propone que las cicatrices en el cuerpo de los cronistas son la escritura primigenia de la que emanarían sus libros. Saña, entonces, podría ser leído como la puesta en narrativa extrema de un programa de teoría literaria, pero también como un ejercicio de extenuación de los temas políticos de Historia de una mujer que caminó por la vida con zapatos de diseñador (Anagrama, 2005) –del que incluso recicla tramos completos.
Si la narrativa de Glantz –como la de toda su generación– ha tendido siempre a la fragmentación, la confesión y la negación de la especificidad de los géneros literarios, en Saña hay un curioso guiño gráfico: no hay un solo par de comillas en más de doscientas páginas cuajadas de citas. El contenido del libro es un desafiante vaciado de mutilaciones, pero la disposición caligráfica de los textos que lo conforman representa un reclamo –contradictorio– de fluidez. La idea, con arraigo en el pensamiento posmodernista de los años ochenta y noventa, sería ejercer el derecho a adueñarse de las palabras de otros –y de las propias, de ahí el reciclaje– como un gesto político: la mujer, cuyo cuerpo ha sido sujeto constante de colonizaciones, se apropia de territorios literarios cortando y zurciendo mediante un uso persistente –ensañado– de la voz.
Tengo la impresión –sólo confirmable con un reposo necesariamente imposible para el género primordialmente periodístico de la reseña– de que las únicas pistas que no son falsas en Saña –los caminos que le dan coherencia y densidad al texto– vienen del juego de espejos entre lo que tiene de pornográfico el paisaje hindú y el rigor con que el Antiguo Testamento arremete contra lo incompleto y lo deforme. El gozo en la excrecencia y la pedacería contrapuesto al horror por lo distinto. Lo sucio y lo roto como pleno, fluido. De ahí la insistencia con los géneros anfibios y la saña para quebrar los relatos.
El de Margo Glantz no es el libro más refrescante de las mesas de novedades. Su atención a lo teórico sigue a cierta preceptiva en lugar de dejarse perseguir por ella –cómodo privilegio de un artista. Además el riguroso trabajo de estilo que hizo la autora sobre su escritura consistió, en buena parte, en negarla: su voz, clara y distinguida a lo largo de toda su producción crítica y narrativa, aquí aparece difuminada entre las voces de otros y un esfuerzo consciente por aplanar su propia peculiaridad. Lo anterior no le quita ni importancia ni significado: es una inscripción literaria en la trinchera. ~