Charles Bukowski (Andernach, Alemania, 1920-Los Ángeles, Estados Unidos, 1994) no fue un gran poeta. No tenía demasiada formación; escribía a patadas y a menudo borracho; era soez y descuidado, repetitivo y vulgar; sus poemas se parecen siempre mucho unos a otros: en su obra apenas hay evolución ni sorpresa, y, desde luego, ninguna sutileza; y su elogiada falta de retórica no es tal, sino otra retórica, fundada en exabruptos y elipsis, en escatología y sexo, en una estudiada improvisación y una imperativa astringencia. El propio Bukowski dijo muchas veces, en sus cartas y entrevistas, que le gustaba muy poco de lo que había escrito, que muchos de sus poemas eran malos y que ya se había olvidado de la mayoría. Sin embargo, logró convertirse en poeta, y muy celebrado (John Martin, su editor, lo consideraba “el nuevo Whitman”), a fuerza de querer serlo: por tracción animal, por ciega e indestructible obcecación de escribir, quizá porque sentía, con una intensidad insoportable, que la escritura era la única justificación posible de una existencia que siempre le resultó hostil e incomprensible, y a la que estuvo cerca de renunciar voluntariamente en Atlanta, en 1943, y en Los Ángeles, en 1961. Escribió uno o varios poemas (o relatos) casi todos los días de su vida, incluso entre los años 1945 y 1955, el periodo de sequía creativa más largo que había padecido nunca, según decía, y que bautizó como sus “diez años de borrachera” (aunque no hay que hacer demasiado caso de sus declaraciones: estaban siempre subordinadas al personaje que Bukowski había hecho de sí mismo). E inundó las revistas literarias de su país –todas: tanto las alternativas o underground, que vivieron su edad de oro con la revolución del mimeógrafo entre el final de la Segunda Guerra Mundial y los años setenta del siglo pasado, si es que puede hablarse de “oro” en el caso de unas publicaciones constitutivamente impecunes, como las más respetables y académicas, como Kenyon Review, Poetry: A magazine of verse o Beloit Poetry Journal, entre otras– con los poemas que pergeñaba sin descanso, a máquina, turbiamente iluminado por el alcohol, con un cigarrillo en los labios y el sonido de fondo de la música clásica que no dejaba de escuchar por la radio. Los mandaba por correo, sin hacer copias (e incluso sin poner remite), y se olvidaba de ellos. La mayoría eran rechazados. Algunas revistas los juzgaban tan abominables (por beodos, desmañados o indecentes, o por todo a la vez) que ni se molestaban en responder al envío; otras lo zanjaban con la consabida nota de rechazo: Bukowski las coleccionaba en una carpeta que no dejaba de engordar, y hasta acabó escribiendo piezas en las que se mofaba de ellas. Si le devolvían los poemas, se los enviaba a otra revista, tan hampante o más que la primera: eso importaba poco. Su rarísima, sobrehumana perseverancia logró que sus poemas crudos, groseros, reveladores de una sensibilidad zarandeada por las ásperas convenciones puritanas de una sociedad estadounidense febril de posguerra y capitalismo, y sacudidos, a veces, por una conmoción existencial que abría a los pies del lector un abismo de sobrecogimiento, fueran calando entre los lectores y críticos, y condujo a Bukowski, a finales de los sesenta, a lo que siempre había deseado: el reconocimiento y la aceptación literarios. Cuando John Martin, uno que como muchos otros se había sentido cautivado por su poesía y que hasta entonces se había dedicado a vender muebles, decidió crear una editorial en 1970, Black Sparrow Press, para publicar la obra de Bukowski y pagarle un sueldo vitalicio de cien dólares al mes, tanto si escribía como si no, la suficiencia económica, de la que el autor de Cartero no había disfrutado nunca, se sumó al reconocimiento público y le permitió cumplir otro de sus sueños: dedicarse solo a la literatura (sin tener que trabajar en Correos, donde llevaba penando diez años y de donde estaba a punto de ser despedido tanto por su absentismo como, peor aún, por publicar columnas obscenas en la prensa).
De esta inverosímil tenacidad trata, sobre todo, Bukowski. Rey del underground, que hace un retrato minuciosísimo de su relación de tres décadas con las revistas alternativas de Estados Unidos, en las que Bukowski encontró el medio adecuado para encauzar su incontenible creatividad y satisfacer su necesidad de difusión, y que a la postre fueron, como subraya Abel Debritto, fundamentales para su éxito posterior. Debritto destaca también la independencia de Bukowski: pese a sus provocaciones juveniles –acudía a las clases del Los Angeles City College a principios de los cuarenta con un brazalete con una esvástica– y a que luego se le considerase algo así como un escritor libertario, Bukowski siempre se declaró apolítico: no compartió las reivindicaciones sociales de la generación beat, la más crítica con el sistema, ni ejerció de escritor contestatario, y, ciertamente, en su poesía no hay casi ninguna referencia a los numerosos conflictos políticos y sociales de la segunda mitad del siglo XX. Como dijo en no pocas ocasiones, toda aquella mierda no le interesaba. La obra de Bukowski solo trata de Bukowski: de él, de sus encuentros (y sus peleas) con mujeres, de sus borracheras y de sus apuestas en el hipódromo. Tampoco asumió ningún compromiso estético con nadie que no fuese él mismo. Y tanto le daba publicar en una revista de los Black Mountain como en otra pornográfica (como hizo a menudo en los setenta). Se encontraba más cómodo en las revistas alternativas, menos estiradas y puntillosas, pero no desdeñaba –y hasta elogiaba– a las más reputadas del país.
Bukowski. Rey del underground traza, al hilo del relato de las peripecias de Bukowski, un panorama muy documentado del mundo de la edición en los Estados Unidos de la Guerra Fría y de las siempre problemáticas relaciones de los escritores con los editores, los críticos y los demás autores. Debritto, que ha traducido muy bien a Bukowski, se revela como un investigador animado por un tesón equiparable al del poeta angelino. Pertrechado con una vasta y hasta hoy desconocida información, que ha obtenido del examen de la correspondencia y numerosos documentos inéditos del archivo personal de Bukowski, se mete hasta la cocina de la edición alternativa y desvela muchos de sus trucos y miserias. En su afán por remachar lo descubierto, incurre en algunas repeticiones: que las revistas underground fueron decisivas para el triunfo de Bukowski; o que el escritor no se desanimaba con los rechazos; o que quería publicar a toda costa, sin importarle el sesgo o los defectos del medio en que lo hiciera. Un cierto pulimiento habría podido evitar estas insistencias innecesarias. Su trabajo, no obstante, es luminoso y está bien urdido. Pinta con respeto, pero también con sentido crítico, a un autor al que admira. Así, no oculta sus declaraciones extemporáneas, que fueron muchas, ni sus comportamientos reprobables (en las tres ocasiones en que Bukowski fue editor de revistas, para desquitarse de las muchas veces en que había sido rechazado, se ensañaba con los poetas que le enviaban poemas: sus notas de rechazo eran feroces, y hasta llegó a devolver los poemas con anotaciones insultantes o bañados en cerveza o huevo; y en una de esas revistas, Harlequin, rechazó material que su mujer ya había aceptado para vengarse de los editores que habían descartado su obra en el pasado), pero tampoco su vulnerabilidad y, al mismo tiempo, su entereza, una entereza que le hizo mantenerse en pie, aferrado a la literatura, hasta que, rozando los cincuenta años, consiguió acceder al esquivo, largamente perseguido y tan ansiado éxito –en su caso, planetario–, del que solo acabó privándolo, en 1994, una leucemia mielógena. ~
(Barcelona, 1962) es poeta, traductor y crítico literario. En 2011 publicó el libro de poemas El desierto verde (El Gato Gris).