Un arte peregrino

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Uno de los rasgos que siempre me sorprendiรณ de Garcรญa Mรกrquez fue el de su capacidad de condensar, en apenas un plumazo, audacias absolutas. Ya sea aseverando que en literatura “no hay mรกs argumentos que el amor, la locura y la muerte” o al sostener que “la novela es como el matrimonio: se le puede ir arreglando todos los dรญas” uno intuye, al margen de su evidente capacidad de hacer slogans –yo sin kleenex, no puedo vivir– el caudaloso rumor de una sabidurรญa empรญrica proveniente de una fuente inagotable: las historias de boca a boca.

Lo primero que irrumpe al leer casi cualquiera de sus cuentos es la determinaciรณn de tomar al lector por las narices, obligรกndolo a escindirse del ambiente para abstraerse en la lectura. Y no hablรณ al tanteo sino con conocimiento de causa. Hรกgase la prueba. Intente leer un cuento de Garcรญa Mรกrquez y el de cualquier otro. Ni siquiera Calvino –ya no digamos Borges– consigue instaurar ese silencio primigenio y necesario que requiere toda historia que se dispone a ser escuchada.

Desde luego, se trata de un efecto calculado, que en no pocas ocasiones, es lo mรกs distintivo y hasta valioso del relato (intentรฉ releer para este comentario Ojos de perro azul –libro que me maravillรณ en mis mocedades– y no pude terminar un solo cuento). No es un recurso menor. Como cualquier lector de relatos puede comprobar, una de las dificultades esenciales para saber si el cuento cuaja o no cuaja es enganchar al lector desde la primera lรญnea. Un paso en falso y todo habrรก sido en vano. O para decirlo con el hijo prรณdigo de Aracataca, “el cuento es como el amor: si no sirviรณ, no se puede arreglar”.

Los relatos contenidos en Doce cuentos peregrinos comparten no solo cierta atmรณsfera tropical, sino tambiรฉn el hecho de ocurrir en ciudades europeas, bajo el formato de una suerte de instantรกneas y memorias propias de un exiliado latinoamericano. Asรญ los textos ocurran en Roma, Barcelona, Nรกpoles o Ginebra, todos tienen el susurro inconfundible y embriagante del caribe. Este rasgo de la literatura de Garcรญa Mรกrquez –que a una ensayista como Beatriz Sarlo le parece “una marca de frutas tropicales de probeta”– a mi me resulta encantador: hay que haber sentido el folclor del pueblo colombiano para testimoniar que, en tanto escritor, fue un consumado antropรณlogo profano. Por esos sus pรกginas, sin alcanzar nunca la chabacanerรญa de Jorge Amado, saben a brisa, mulatas y ron.

Los cuentos son desiguales, pero todos se leen con provecho. Algunos, como “La Santa”, “Espantos de agosto” y “Maria dos Prazeres”, cual algarazo de marzo, humectan al lector. Otros, como “Buen viaje, seรฑor presidente”, son sutiles, pero perfilan el tono del libro: “la palabra mestizaje significa mezclar las lรกgrimas con la sangre que corre. ¿Quรฉ se puede esperar de semejante brebaje?"

En un cuento como “El aviรณn de la bella durmiente” es posible palpar la angustia y el terrible dolor que experimenta todo viajero heterosexual acostumbrado a los aviones: la incapacidad de poseer hasta la mรฉdula –cuando sucede el milagro– a la hermosa pasajera de al lado (el cuento, por cierto, recuerda un bello soneto de Gerardo Diego).

Los textos en los que intervienen niรฑos infames son los que me resultan mรกs entraรฑables, como en el caso de “La luz es como el agua” y sobre todo en “El verano de la feliz de la seรฑora Forbes”, donde el crimen es orquestado por dos pequeรฑos asesinos.

Pero es hasta cuando se lee “El rastro de tu sangre en la nieve” cuando se calibra al mรกs grande y luminoso Garcรญa Mรกrquez: una historia sencilla y tristรญsima en donde queda patente la belleza inmaculada de la muerte, irremediable. Y es que la fortaleza de sus narraciones radica en sus historias de amor, que son, como en las historias de boleros, las canciones de una pรฉrdida.

Creo que uno de las razones por la que a una parte de la comunidad letrada no les gusta Garcรญa Mรกrquez –al margen de las acusaciones como las de Pasolini y la de aquellos  que sin mรกs lo consideran un viejo cursi– es porque se trata de un autor que intenta por todos los medios jamรกs aburrir al lector. Y lo consigue (cuรกn grande es su pecado).

Instaurados en un presente narrativo que ha asumido –desde el Rรญo Bravo hasta el de la Plata– la tarea de aburrir con ahรญnco a los lectores, es una dicha recordar que algunos viejos se tomaron el tiempo de escuchar los rรญos, la noche y la lengua de sus abuelas.

 

 

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