Un día un río de Jaime Reyes

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Lo consumió la aurora
Jaime Reyes, Un día un río, Aldus, México, 1999, 100 pp.

En Isla de raíz amarga, insomne raíz, un título "todo él mejor" según se dijo el año de su aparición, 1976, Jaime Reyes inventa un lenguaje que rehúye cualquier noción preconcebida sobre lo poético y se atiene a la urgencia de los hechos: crónica excepcional de una época, este libro refiere las cotidianas hazañas de los hombres y las mujeres que en la República del perpetuo despojo ejercen la lealtad a la resistencia. En versos que a menudo brillan como máximas ardientes, el poeta consigue delinear autorretratos que son semblanzas generacionales: "Soy de los que no tienen paciencia y esperan".
     La Oración del Ogro confirma a Jaime Reyes como un poeta refractario a toda retórica: sin aferrarse a sus hallazgos, deja atrás ese ritmo febril que en su libro anterior le permitió movilizar imágenes de una enorme violencia, para concentrarse en la invención de un lenguaje capaz de pactar con las voces de la tribu. El título desplaza el eco remoto de un texto excepcional del siglo xv, La oración sobre la dignidad del hombre, en el que Pico della Mirandola descubre al ser humano como un huésped incómodo en el cosmos definido y armónico de la ciudad renacentista.
     La oración de Reyes conjura presencias que destrozan toda normalidad. Arranca con un poema que es al mismo tiempo una dedicatoria, "A José Revueltas", y en las páginas que siguen traza un recorrido que va de tumbo en tumbo por algunos paisajes utópicos de los años sesenta y setenta. El heroísmo de los personajes que habitan estos primeros poemas parece brotar de una idea que nos lleva de regreso al pensador florentino: el hombre no es el centro del cosmos, sino excentricidad del cosmos, criatura en la que el orden de la creación pierde la cabeza; carece de lugar tanto como de identidad, y precisamente por eso puede asentarse en cualquier sitio y ser cualquier personaje que se proponga. En el orden preciso de todo lo creado, el ser humano ha llegado tarde al reparto de posesiones: no hay lugar ni rostro que le pertenezcan, tiene toda la traza del proletario.
     Hasta ahí las semejanzas. Para el hombre digno de Pico no hay más que un sistema y un centro donde redimir sus carencias; para el olfato de Jaime Reyes, entrenado en las vicisitudes de un siglo caótico, no hay sistemas ni centros donde sus héroes puedan encaminar su poiesis, su hacer. Los obstinados personajes que fascinan a Reyes (y que como los sueños nunca dejan de representar a quien los sueña) entienden de antemano que "a nadie podrán vencer"; sin embargo, puesto que no tienen nada que perder, se saben victoriosos de antemano; su verdadera vocación es vivir apegados a sus fidelidades amorosas y libertarias.
     En las primeras páginas de este libro publicado en 1984, a ocho años de su isla sonámbula, Jaime Reyes hace un recuento de sus querencias y sus decepciones revolucionarias. En las páginas restantes apuesta por una poesía que incorpore la voz de los desposeídos, aquellos que arrullan esperas que ninguno cumplirá. El último verso no deja lugar a dudas: "La comunidad es demandante". Antes que poesía testimonial, ejercicio de un habla poética que recoge de la manera más viva los sueños y las decepciones del prójimo. "Valientes ellos con las armas", "El campo destruido" y "La ciudad destruida", los tres poemas que integran este segundo momento de La oración del Ogro, se anuncian como transcripciones literales. En un poema anterior, el que le da título al libro, el ogro emblemático reza por emerger humano del río de la ira y el dolor. La plegaria parece surtir efecto en las transcripciones poéticamente editadas por Jaime Reyes. En ellas la aflicción y la rabia parecen surgir de un residuo verbal: nos hablan desde el silencio que pauta las voces de los atropellados y las mujeres violadas; asoman en los relatos de los campesinos de "El desengaño"; se agitan en las desoladas crónicas de unos indígenas chiapanecos y de un grupo de habitantes de la Ciudad de México desalojados en nombre de una vialidad eternamente prioritaria.
     Adolfo Castañón da cuenta de la humildad y el fervor con los que el poeta/amanuense ordenó toda esta materia verbal para ayudarla a decir lo innominado, lo que literalmente no tiene nombre. Traducir, editar, aislar voces, reunirlas, zarandear al lenguaje, volver al habla común para purificar la lengua: todas estas funciones del poeta cristalizan en la impecable poesía noticiera construida por Jaime Reyes en La oración del Ogro, el último libro que publicó en vida.
     En Un día un río el poeta pone en juego todo el saber acumulado como intérprete de una realidad caudalosa y tornadiza, para adentrarse en ese universo impracticable que es la Ciudad de México, escenario propicio para "la explosión de los mundos desconocidos, donde todo se contempla a través de cicatrices y hendeduras", como apunta Carlos Monsiváis en el prólogo a este libro póstumo. Los poemas de Jaime Reyes confirman plenamente estas palabras de Monsiváis: "Alguien barre sueños en la mesa./ Piedra de un río arrojada un día./ Las dichas son las palabras./ Las cosas dichas pero al revés./ En la cama que es oscura pero espejo./ En las paredes que son el aire./ Raimientos que son estrellas./ Voces que no existen pero vuelan.// Desde esta ventana mirar es una cascada./ Ahí aparecen estudiantes, colegiales, juncos./ Pero cuando estoy contigo, te digo/ en vez de besos un vuelo de pechos, pájaros, envés".
     Hilvanado con ausencias, ironías, quebrantamientos y silencios, ese lenguaje oscila entre el placer del extravío y el rigor de la aproximación. Jaime Reyes deja que la ciudad crezca en el mirar como en el lecho de un río y nos la entrega en toda su confusa materialidad, poblada de seres familiares y amorfos. En un habla poética que alterna con maestría oscuridad y transparencia, fluidez y desvarío, Reyes expresa la imposibilidad de suspender la duración de una ciudad que crece y se deshace hasta perder todo contorno.
     Aquí no hay señas perdurables, todo es provisional, cada edificio es una ruina instantánea, no hay un momento para la nostalgia. Jaime Reyes, que en sus primeros libros se propuso abarcar cada rincón del escenario urbano, descubre ahora que la megalópolis se opone a las categorías convencionales de la mirada; entonces decide internarse en el bosque urbano como quien sondea las orillas accidentadas de una ribera. En la ciudad cercada por la violencia, el flanneur debe ceder su sitio al desmedrado peatón que charquea sobre el fango en Tlatelolco y San Cosme, para luego explorar en su interior la pasión de mirar —una pasión que lo consume y que ya no se atreve a salir. Para este curioso amenazado, el interior y la intemperie son extensiones simultáneas.
     En la Ciudad de México el miedo a perder la calle sólo puede compararse con el temor de que la intemperie lo perfore todo. Para oponerse al determinismo urbano, Jaime Reyes abre los ojos y las ventanas al rutinario desfile de lo inconcebible: el amor que se come a la gente en las noches de fiesta de las vecindades; los ácidos acróbatas de limones en las esquinas del subempleo; el alegórico Batman justiciero que cuelga de un poste en un cruce de Insurgentes y Reforma; los Garcías que a nadie pelan en sus escaños de las cámaras; las gracias de Hortensia, que avivan el recuerdo de que la noche se hizo para divertirse (y el día también).
     En medio del desbarajuste ciudadano, frente al diario espectáculo de la ausencia de porvenir, en la región donde aguantar se ha vuelto la única utopía sustentable, Jaime Reyes persevera, a menudo sin éxito, en los también acosados rituales del amor y la fraternidad. De un desencuentro y una pérdida extrae, por ejemplo, esta ternura vallejiana que sabe eludir las emociones sublimes:

En la escuela porque no llegaste/ estuve esperando./ Delia perdió su paraguas./ Lo buscó por todas partes./ Ahora lo tiene otro./ Ahora me queda:/ ¿qué vas a hacer sin,/ sin mí dónde te vas a esconder?/ […] nada tengo, no,/ la cara cortada tengo;/ enamorado no sé, quizá miento/ tendido/ platicando;/ y no tengo casa,/ no he madurado con cochinillas a las canicas/ por la gente que en ella vive;/ desde cuándo/ no voy a la escuela todos los días durante la semana,/ pero hoy perdió paraguas su Delia.
Nos hacemos contra un paisaje fantasma, contra una ciudad proliferante que se extiende y se desbarata. El barroco citadino de Jaime Reyes es un vivo espejo de esa tendencia a la exageración y el desbordamiento tan característica de la Ciudad de México desde la primera Tenochtitlan. Con un lenguaje forjado como sobrante poético, Jaime Reyes construye un paisaje fragmentado, hecho de miseria y opulencia, de modernidad y parálisis del tiempo, de civilización e indigencia. Para soldar esos fragmentos fue necesario operar un cambio de gramática. Para oponerse a las imágenes de la ciudad desechable sería preciso fundar un nuevo pacto ciudadano. Metidos en una jaula que nos encierra y nos sepulta, ¿de quién podemos despedirnos?, pregunta Jaime Reyes. Y él mismo lanza una respuesta: "La fe, las canciones en el desierto". Ahí donde la rabia del rebelde y el incienso del devoto se consumen sin remedio, el agua vuelve a cantar sobre la arena. En la poesía respira esa ciudad posible que los capitalinos no hemos querido planear, metidos como estamos en el absurdo torbellino de los cambios. Con "un rumor de oleaje", este mudable río de Jaime Reyes propone una ciudad hecha de cantos y poemas, "prueba que son de que a éste lo consumió la aurora". En ellos nos alcanzan preguntas que nos exigen volvernos respuesta. –

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