Stefano Mancuso y Alessandra Viola
Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal
Traducción de Davir Paradea López
Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2015, 144 pp.
No creo que saber que nuestro planeta no está en el centro de nuestro sistema planetario, y que este se halla en un extremo de la Vía Láctea; que no somos un ser único creado aparte o totalmente excepcional, sino que compartimos con los primates mayores un ascendente común, y así hasta el origen del mundo pluricelular; que la conciencia no lo rije todo sino que apenas es una parte de una actividad cerebral mayor, inconsciente; en fin, que somos parte de este inconcebible universo, nos empobrezca o humille. Todo lo contrario: nos permite acceder a una realidad total, que no es ajena a nosotros mismos sino que está dentro y fuera de nosotros, y nos incita a una conciencia y experiencia distintas sin las cuales nuestras vidas siempre estarán impregnadas por la enajenación y el extravío. Saberlo no es una respuesta a todo, pero nos sitúa en un lugar más real que puede desencadenar acciones constructivas y vinculativas revolucionarias. Un saber constituido por nuevas preguntas y nuevas respuestas. No es que hayamos vivido ajenos al mundo vegetal, solo hay que atender a las viejas culturas indias y chinas, o a muchos aspectos de la griega clásica o del mundo africano; pero, sobre todo, desde el judeocristianismo, la naturaleza en general y el mundo vegetal de manera acentuada, quedaron relegados a funciones inferiores. La vegetación se ha entendido por sus parecidos con los animales y no por sus diferencias. Por otro lado, pensemos que el reino vegetal supone el 99,5 % de la biomasa del planeta, sin la cual nosotros (y con nosotros el resto del mundo animal) no somos nada. Al revés, sin embargo, no ocurriría lo mismo, aunque sí desaparecerían algunas especies. Debemos reconsiderar el mundo vegetal, origen y mantenimiento de la oxigenación, fuente primera de la cadena trófica, y algo más.
Stefano Mancuso y Alessandra Viola han escrito un libro riguroso y fascinante. No todo rigor provoca en nuestra sensibilidad esa exaltación hecha de admiración y atracción. A los lectores de Linneo, pero sobre todo de algunos libros de Charles Darwin, que como se sabe fue un gran estudioso del mundo vegetal, y de botánicos modernos, muchas cosas no sorprenderán, pero a pesar de la genialidad de Darwin, la ciencia entonces no pudo ayudarle a descubrir aspectos que solo la genética, la química y las tecnologías de los últimos años han podido demostrar o descubrir. No obstante, hay que recordar que Darwin escribió el primer tratado sobre fisiología vegetal en lengua inglesa.
Mancuso no duda en afirmar que las plantas poseen, además de nuestros sentidos, quince más. Obviamente, no se pongan ustedes a buscar los ojos a un alcornoque, porque esos sentidos no son los nuestros, pero sí obtienen, de otra forma, resultados semejantes. Los lectores del recientemente fallecido Oliver Sacks podrán recordar algunas de las maneras que los seres humanos tenemos para sustituir nuestros sentidos, apoyados en la plasticidad del cerebro. En el caso de las plantas, el cerebro no está situado en una parte sino que es, en alguna medida, la totalidad del organismo. Una inteligencia en red.
Mancuso nos muestra que hay algas, como el paramecio, capaces de identificar el alimento y desplazarse para devorarlo, que pueden nadar con ayuda de unos pequeñísimos flagelos, o que las células vegetales son más complejas que las animales. Lo principal es que la fisiología vegetal tiene principios distintos a la animal: no ha concentrado sus funciones vitales en unos pocos órganos. Al ser organismos sedentarios (sésiles), y teniendo en cuenta a los depredadores, las plantas han evolucionado componiéndose de partes divisibles. Su sensibilidad es difusa. Por otro lado, aunque sedentarias, no están exentas de movimiento; eso lo sabemos desde hace mucho, aunque nos hemos negado a aceptarlo y a saber qué significa, solo porque ocurre a una lentitud pasmosa. Sin embargo, cualquiera puede observar en las plantas de su casa lo que se denomina fototropismo: el movimiento de una planta hacia la búsqueda de una fuente luminosa, de la cual puede reconocer la calidad en función de la longitud de ondas de sus rayos. Se sabe que ciertas plantas hibernan (“reposo vegetativo”) ante una situación climática adversa, como lo hacen los osos, por ejemplo; utilizan los olores “para recabar información sobre el entorno y para comunicarse entre ellas y con los insectos, con los que a veces colaboran o utilizan con habilidad. Usan ciertas moléculas para comunicarse, como el jasmonato de metilo, que indica que la planta tiene problemas, y curiosamente es una información usada por especies distintas. Las plantas (y aquí entra el gusto) pueden percibir “minúsculos gradientes químicos presentes en el terreno”. Y qué decir de las plantas carnívoras (se conocen unas seiscientas especies), capaces de artimañas y capacidades digestivas asombrosas. Las hay que tienen tacto: no un reflejo condicionado, sino un comportamiento voluntario o al menos que solo se activa cuando siente que se la toca de verdad, no cuando se moja por el agua o el viento la presiona. Las raíces, por ejemplo, palpan obstáculos con los extremos, con los ápices radicales; estos son de una importancia enorme porque “cada ápice es un auténtico centro de elaboración de datos”, y no trabaja solo, sino en red y coordinado con varios millones de ápices, junto a los cuales constituye el aparato radical de la planta. ¿Y cómo oyen? Se sabe que, entre otros efectos, ciertas frecuencias de sonidos bajas favorecen la germinación de las semillas y otras funciones, mientras que frecuencias más altas producen un efecto inhibidor. Además, pueden medir con precisión el grado de humedad existente a cierta distancia y actuar en consecuencia.
Las plantas también poseen sistema vascular, pero sin una bomba central que les sirve para transportar material de un punto a otro. El ser humano no puede dirigir ningún mensaje directamente desde un brazo a una pierna, porque antes ha de elaborarse en el cerebro, pero una planta puede comunicarse desde las raíces a las hojas, y viceversa, porque su inteligencia está distribuida por la totalidad del organismo. No podemos dejar de frotarnos los ojos al leer, con sus pruebas pertinentes, que las plantas reconocen sus parentelas y actúan de manera distinta con las que no lo son; colaboran con las de su especie, es decir: son menos competitivas cuando hay semejanza genética, algo que sabemos del mundo animal, pero ¿quién lo habría dicho de las coníferas? Hay altruismo, pues, o si quieren: una generosidad interesada.
Las plantas, su presencia, contribuyen de forma positiva (no se sabe aún bien cómo pero es observable) “en nuestro estado de ánimo y nuestra concentración, en el aprendizaje y en el bienestar general”. Sin embargo, nos parecen más un decorado o algo que podemos utilizar que un mundo realmente vivo y en el que nos va la vida su preservación. A. Trewavas (citado por Mancuso) define bien la complejidad de la que hablamos: “Los biólogos sugieren que la inteligencia supone una percepción sensorial detallada, capacidad para elaborar información, aprendizaje, memoria, elección, optimización a la hora de obtener recursos con el mínimo derroche de energía, autorreconocimiento y capacidad para hacer previsiones basadas en modelos predictivos […] Algunas pruebas indican que ciertas especies de plantas presentan todas estas capacidades conductuales, pero que lo hacen a través de la plasticidad fenotípica y no mediante el movimiento.”
Los datos y sugerencias de este pequeño pero gran libro son enormes. Quiero acabar esta sugerencia de lectura, por lo que supone en la reconsideración de lo que llamamos “inteligencia”, con una de sus propuestas científicas más revolucionarias y necesarias para salvar a nuestro planeta. Se trata de una idea en la que ya se investiga, relacionada con la simbiosis: la posibilidad de trasladar la asociación simbiótica entre plantas y azotobacterias de las leguminosas “a todas las plantas cultivadas [porque] cambiaría para siempre el campo de la agricultura”, desechando los fertilizantes nitrogenados, y por lo tanto la contaminación de las montañas, ríos y mares. “¡La comunicación vegetal –concluye Mancuso– nos ayudaría a erradicar el hambre en el mundo!”, además de a descontaminarlo.
Mientras tanto, nuestros gobiernos insisten en no incrementar, de manera urgente y prioritaria, el gasto en investigación y desarrollo. Nuestro conocimiento del mundo vegetal ha cambiado radicalmente desde el siglo XIX, pero necesitamos un aprendizaje escolar y universitario, social, que alíe, a los datos, una nueva filosofía de nuestra relación con la naturaleza, y por lo tanto de la relación con nosotros mismos. ~
(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)