Miss Kinski

Al Sur en coche (y III)

Sanlúcar de Barrameda-Cádiz-Madrid
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Desayunamos en el chiringuito después de bañarnos en Montijo, donde si no llevas sandalias cangrejeras te pinchas y resbalas en las piedras musgosas. Con el traje de baño húmedo nos fuimos al mercado de Sanlúcar, donde encontramos las calles llenas como no habíamos visto en meses. Compramos langostinos y carabineros y subimos la Cuesta de Belén con una parada para asomarnos al jardín del ayuntamiento.

Nada más llegar al Barrio Alto, a la izquierda está el palacio ducal de Medina Sidonia, que hicieron Oviedo, Fontana y Vandelvira, y que conserva uno de los archivos históricos más importantes del mundo, y justo al lado está la iglesia de Nuestra Señora de la O, antiguamente conectada con el palacio, y todavía un poco más arriba están las bodegas, que se han colocado en el Barrio Alto desde hace generaciones debido al aire que corre y que es más salubre en ese barrio pobre que en las calles de abajo, y ese aire le viene bien al vino.

Hicimos una parada en una bodega de vinos naturales. Yo había anunciado “hoy no voy a beber”, y mis amigos se rieron porque íbamos a una bodega y qué se puede hacer ahí si no es beber. Muchas más cosas se podían hacer porque había distracciones por todas partes, no solo botellas de cristal donde se veía el vino hacerse a sí mismo como galaxias en expansión de color ámbar, sino también multitud de libros y de discos y rincones misteriosos, pero luego subimos a una terraza ganada a un edificio desmoronado y ahí al sol qué hicimos si no beber aquel vino ancestral que fue la gloria de Gádir la fenicia.

Más tarde comimos sentados en el poyete de una plaza y cuando llegamos a casa en la bolsa de los langostinos habían aparecido tres jureles, así que los hervimos mientras nos sentábamos a jugar al dominó bajo un hibisco, con unas fichas para niños que no tenían puntos negros sino animales, pero a pesar del aire infantil y hasta festivo nuestros contrincantes nos advirtieron varias veces que no se podía hablar mientras jugábamos, y nos dieron todo tipo de instrucciones y B los acusó de “profesores”.

─¿No hay gorrión?

─Sí queda gorrión, lo que pasa es que tengo que fregarlos ─sonrió de medio lado─. Y no tengo ganas.

El gorrión es una medida de manzanilla que se sirve en los bares de Sanlúcar. Por qué se llama así, no me lo han dicho, pero la bulliciosa bandada nos iba cantando en el estómago y nos arrastraba por un mundo aéreo y amplio, aleteando de un lado al otro y flotando cuando había una corriente de aire en la que podíamos quedarnos un rato.

Para clarificar el vino de Jerez se usan claras de huevo. El excedente de yemas ha producido unos tocinillos de cielo que son tan famosos como los de Grado, en Asturias, o los de Villoldo, en Palencia. Sin embargo, y a pesar de lo que pueda parecer cuando se miran desde lejos, Sanlúcar no es Jerez, así que cuando dijimos que queríamos comprar tocinillos nos miraron con cara de guasa. Incurrí en el mismo error cuando pedí que me rellenasen de fino el gorrión, lo que provocó que la muñeca quedase de golpe congelada y la botella suspendida en el aire, hasta que dijese bien manzanilla y no fino y rompiese el hechizo. “Y tienes suerte de que sea yo el que te ha oído.”

Un amigo pintor nos llevó una noche a dar un paseo por el Barrio Alto. Se paraba entusiasmado cuando en una fachada había un desconchón (más tarde entendí, al ver sus cuadros de estratos superpuestos, el entusiasmo que provocaban en él los desconchones). Debajo del revoco blanco aparecía la piedra porosa y dorada que vimos días después y más de cerca en la catedral de Cádiz. Los marineros traían enfermedades y las casas se encalaban cada vez que había una epidemia. “¡En realidad estos pueblos no eran blancos!” Más tarde he leído que se llama piedra ostionera, porque aún puedes distinguir las conchas de las que está compuesta, y es como dejar que se vayan fosilizando mientras tú vives dentro.

También tuvimos la suerte de que nos invitaran a visitar el archivo de Medina Sidonia, que conserva seis millones de documentos y que acaba de empezar a digitalizarse. Los documentos ocupan una serie de salas conectadas, cubiertas de estanterías del suelo al techo, salvo por los huecos donde se abren las ventanas desde las que se ve la desembocadura del Guadalquivir. En cierto modo, la vista del flujo del río ─por el que, entre otras cosas, entraba el oro de América─ tiene mucho que ver con las cartas, los mapas, los grabados y los registros que se guardan en el archivo y que cuentan la historia de tanta gente célebre o anónima.

Y verlo todo a la vez, legajos y río, da una cierta imagen de lo que es el patrimonio, como riqueza común y superior que no se le debe escamotear a nadie, pero que alguien debe encargarse de cuidar. En este caso ese trabajo lo comenzó Luisa Isabel Álvarez de Toledo, XXI duquesa, que como depositaria de un tesoro decidió dedicar su vida no solo a que estos documentos no se perdieran, deteriorasen o dispersaran, sino a que estuviesen disponibles para el futuro, y esa entrega se ve en el aire sencillo, sobrio y a la vez alegre de las dependencias del archivo, que hay que seguir cuidando.

Después de ver el archivo nos asomamos a la terraza del palacio y vimos atardecer sobre los tejados de las casas, vimos las muchas bodegas que ya no funcionan, con las tejas caídas y las sillas de enea abandonadas en los patios junto a carteles polvorientos de ferias antiguas, y más allá el río plácido y como en el secreto de algo, y más allá aún el parque de Doñana.

Una tarde B y yo reunimos fuerzas y dijimos que nos largábamos a Grazalema y C nos contestó “no llegáis a Grazalema ni hartas de manzanilla”, y fue algo mágico porque esa frase hecha, pronunciada en la tierra de la uva palomino, se convirtió de repente en nueva y literal y verdadera, y como eso es lo que hace la buena poesía, nos fuimos a cambio a la ciudad del poeta Carlos Edmundo de Ory (“El sueño te habla siempre de manera exclusiva / como lo suele hacer a seres luminosos / Escúchalo en completo silencio y sin saliva / Saldrás del laberinto conociendo los fosos”), que es Cádiz.

En Cádiz cenamos en el peor sitio del mundo. La mayonesa parecía hidrogel y la caballa estaba seca. “Vale cenar mal, pero no les podemos decir a los profesores que nos hemos equivocado.” Así que cuando al día siguiente nos encontramos con ellos en el Baratillo y nos preguntaron dónde habíamos cenado, perdimos la mirada en el azul del cielo y les dijimos que en una terraza que hacía esquina, debajo de unos balcones.

No insistieron mucho porque el Baratillo es un mercadillo lleno de joyas y estaban deseando ponerse a regatear. Les vendieron las botas de fútbol del hijo del hermano de Cristiano Ronaldo y se quedaron tan contentos. En Cádiz comimos en el mejor sitio del mundo. La harina de la fritura parecía arena brillante, parecía polvo de piedra ostionera, y si hubiésemos comido mayonesa estoy segura de que la habría ligado el maestro albañil de Vandelvira. La bodega estaba en una terraza que hacía esquina, debajo de unos balcones.

Pero entonces me tuve que volver, o quizá me abrumó algo que sentí en Cádiz, que es que necesitaría mil viajes y mil días para empezar a conocer lo que empezaba a vislumbrar. Me gustaría haber prolongado el viaje y me gustaría seguir aún viajando, pero “mejor quedar deseando que aborreciendo”, como me dijo luego otro amigo más que aquí aparece. En fin, me acompañaron a la estación de tren y les di las gracias por haberme tratado como a una embajadora omeya, y al ir a despedirme de la pequeña perrita Kali, que nos había acompañado en todas aquellas aventuras metida en un bolso de rafia, le dije “Ay, Kali, todo el día con humanos disparatados”, y entonces B le acarició la cabeza y dijo “Hombre, pero si somos como ella, ¡puro amor!, ¡pura reyerta!”

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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