A mediados de agosto cogí un catarro que no solté hasta finales de septiembre. Los mocos se agolparon en todas partes, ahí donde pudieron, imagino, y me quedé sorda de un oído, del derecho. Lo sé porque hice pruebas: me ponía los cascos y me dejaba puesto solo el auricular de esa orejilla y nada de nada, si me concentraba mucho oía un rumorcillo lejano. Eso junto a un problema de ajuste con mi conexión en la radio, hacía que escuchara lo que decían desde el estudio como si estuvieran debajo del agua encerrados en una jaula de metacrilato. Así que cuando hablaban allí, me quedaba muy quieta, como si toda mi energía estuviera centrada en tratar de escuchar. Como cuando no encuentro las llaves en el bolso y las busco con los ojos cerrados, para que mis neuronas reciban información solo del tacto. Pensaba que hacer eso era una gilipollez hasta que vi que la matrona que atendió el parto de mi hija pequeña –que no bajaba, no bajaba y llevaba fatal las contracciones– también lo hacía: se colocaba los guantes y cerraba los ojos antes de palpar la cabeza de mi bebé y corroborar que estaba bien colocada.
La cosa es que yo estaba sorda y mis hijos, hartos de repetirme las cosas. Me sentía un poco aislada y quizá fuera eso y el catarro y las defensas aún bajas y la resaca del verano, el caso es que no anduve muy fina en el arranque de curso. Mi vecino, nuestro Spiros, lo notó: vienes con mala vibra, me decía. Y yo le contaba a su novia que no sabía lo que me pasaba, que no me apetecía nada nada y que estaba mal. Hablé con mi novio, que también tenía lo suyo conmigo. Hablé con mi hermana, qué paciencia la pobre. Hablé con mi madre, que me recomendó hacerme análisis: hay que descartar algo orgánico, me dijo, porque una depresión reactiva tiene un motivo… Así que empecé a preguntar a amigas un poco más mayores, algunas cuestionando su vida, otras sintiéndose un fraude. “He estado cinco años con una depresión, lo que pasa es que soy funcional y no se me nota”, me dijo una. Otra, más joven que yo, compartió sus dudas conmigo: quizá esté deprimida, porque me da todo igual. Todo es todo. No me apetece nada. No sé…
Decidí hacerme los análisis. Para eso tenía que ir al centro de salud y darme de alta como desplazada, solicitar médico –elegí a la mejor amiga de mi vecina, temiendo que el día que fuera a la consulta me pasara como a una amiga que fue porque le dolía la rodilla y acabó derivada a salud mental porque empezó a llorar y no podía parar– y esperar. Acudí a la cita emocionada, pensando que me miraría y con eso bastaría para sanarme. Es verdad que estaba bastante mejor. Para empezar había dejado de ser un saco de mocos. Había recuperado mi oído. Había hablado con mi novio. Me había relajado con lo de apuntarme a cualquier cosa que generara endorfinas de manera natural: yoga, ir a correr, más yoga, un podcast de meditación que abandoné pronto porque la voz de la chica era demasiado sexy.
Era la tercera vez que acudía al centro de salud en el último mes: primero fui a acompañar a una madre a una revisión de su bebé –iba también su hijo de dos años, no tenía dónde dejarlo; los dos estuvimos jugando mientras a su hermano lo veían enfermeras y pediatras–. Ella se había quedado sin coche después de la separación abrupta de su marido, ella se había quedado con los niños, y él con el coche. Yo sufría porque tenía que estar de vuelta enseguida, para la conexión de la radio, y ella estaba un poco ajena a mi prisa. Había estado otra noche en que a mi hija mayor se le hinchó el ojo como si fuera un pez globo y nos asustamos un poco. El médico ni se levantó de la silla; no te preocupes, me dijo mi madre, es que es muy evidente. Era alergia. A qué, no se sabe.
Me impresionó lo bien maquillada que iba la médica amiga de mi vecina. No me preguntó mucho sobre mi vida o mis hábitos, y en parte lo agradecí: pensé que si le decía que era autónoma, trabajaba desde casa, tenía tres hijos, etc., etc., me diría que eso era lo que me pasaba. Me dijo que tenía los ojos muy rojos. Son las lentillas. Quítatelas, van fatal. Ya, ya… Luego le dije que era la vecina de su amiga y ella me preguntó si era la de al lado. Yo insistí en que no, la de enfrente, de ninguna manera podía tomarme por la de al lado: pegados a mis vecinos viven un padre y un hijo, el muchacho tiene un comportamiento errático; pegados a esos, vive la familia que estuvo de obras todo el curso pasado. ¡Soy de los buenos!, le quise decir. Me pidió la analítica y me miró un poco rara. Si no me puedo poner las lentillas no puedo ir a correr, pensaba mientras iba hacia el coche.