Foto: La Nacion/GDA via ZUMA Press

Las peripecias de Luis Chitarroni

El legado de Luis Chitarroni, quien murió la semana pasada en Buenos Aires, excede a la obra breve y contundente que conforman sus propios libros: su labor como editor ejerce una influencia que abarca a varias generaciones de lectores argentinos.
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Narrador, poeta, editor, ensayista, crítico, lector asombroso, erudito, traductor ocasional, tallerista, maestro, generoso, elegante, gentil. Con esas y otras muchas palabras, el mundo literario argentino recordó y homenajeó en estos días a Luis Chitarroni –miembro de esa selecta estirpe que hermana a los escritores un poco secretos, un poco míticos desde muy jóvenes, en cierto modo presentes en todos los intersticios de la literatura de su tiempo–, quien murió la semana pasada en Buenos Aires, la ciudad donde vivió toda su vida y en la que había nacido hacía 64 años.

Dueño de un estilo difícil (en sus textos hay “frases que ni siquiera se pueden pensar; solo se pueden escribir”, anota Matías Serra Bradford) pero siempre atento en el trato cara a cara para “adecuarse, sin falsa modestia y con absoluta precisión y maestría, al nivel intelectual de su interlocutor” (como destaca Daniel Guebel), Chitarroni publicó novelas, cuentos, reseñas y ensayos, dictó cursos, talleres y conferencias, pasó miles de horas conversando –desde su rol de editor– con escritores consagrados y aprendices, con traductores, con agentes, con otros editores, escribió incontables textos de contraportadas, y de ese modo dejó su huella en el dédalo de caminos que componen el mapa invisible de varias generaciones de lectores.

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Luis Chitarroni (nacido el 15 de diciembre de 1958) empezó a trabajar en la editorial Sudamericana en 1986, cuando tenía veintiocho años, y no solo editó a autores de la talla de Ricardo Piglia, César Aira, Fogwill, Ana María Shua, Luis Gusmán y Osvaldo Lamborghini, sino que además publicó las primeras obras de Sergio Chejfec, el ya citado Guebel, Sergio Bizzio, Charlie Feiling, María Negroni, Gustavo Ferreyra y muchos otros de los más destacados autores de esa generación, que también era la suya, y que hoy integran el canon de la literatura local.

También en los años ochenta empezó a escribir una columna en una mítica revista cultural llamada Babel. Varios de los autores –por entonces muy jóvenes– mencionados en el párrafo anterior también participaban de esa revista, y todos ellos conformaron el grupo de los “babélicos”, enfrentados estéticamente a los “planetarios” –conocidos así porque los publicaba la editorial Planeta–, entre cuyos miembros estaban Juan Forn, Rodrigo Fresán y Guillermo Martínez. El primer libro de Chitarroni fue una selección de sus textos en Babel: se tituló Siluetas y apareció en 1992.

Cinco años después publicó su primera novela, El carapálida. Sus siguientes libros llegarían ya en el nuevo siglo; quizás el más importante de todos fue su segunda y última novela, titulada Peripecias del no. Diario de una novela inconclusa (2007). En la tradición de Macedonio Fernández, Chitarroni teje en este libro –en palabras de Vicente Luis Mora– “un elaborado juego de alcances y renuncias que persigue la recuperación de ese borrador mítico e irrecuperable que, en la mitología de cualquier novelista, guardaba las esencias de la novela que deseaban escribir, pero de la cual fueron distanciándose con su escritura”.

Luego llegaron los ensayos –agudos, lúcidos, punzantes– de Mil tazas de té (2008), Breve historia argentina de la literatura latinoamericana (a partir de Borges) (2019) y Pasado mañana (2020), y el volumen de cuentos La noche politeísta (2019). Y eso fue todo. Su obra como autor es breve, precisa, contundente. Desde 2021, era miembro de la Academia Argentina de Letras.

En 2006, Chitarroni fue el fundador, junto a Natalia Meta y Diego D’Onofrio, de La Bestia Equilátera, uno de los sellos que forman parte del boom de editoriales independientes que –pese a las interminables crisis– dan vida a la literatura argentina de las últimas dos décadas. También a través del catálogo de La Bestia Equilátera (casi noventa títulos de autores como Muriel Spark, Kurt Vonnegut, Elizabeth Taylor y David Markson, además de argentinos ya mencionados como Feiling, Negroni y Guebel) Chitarroni ejerció, y seguirá ejerciendo, una influencia insoslayable en el horizonte de lecturas de las actuales generaciones.

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La escritora y crítica Elsa Drucaroff escribió que “en La Bestia Equilátera, Luis Chitarroni puede publicar una novela tensa y veloz que un desprestigiado guionista de Hollywood escribió a mitad del siglo XX o –al revés– una perla exquisita que solo aprecia el gusto sofisticado. Y Luis elogia ambos libros con argumentos claros y entusiasmo genuino”. Y dio luego un testimonio mucho más íntimo, más personal:

Quienes tratamos a Luis Chitarroni conocimos su increíble impuntualidad, sus cuelgues para responder correos y, antes de que los mails existieran, las decenas de llamados telefónicos que había que hacerle para lograr contactarlo. Ni siquiera atendía cuando llamábamos a su casa […] Y pese a eso, era imposible enojarse. Porque un día finalmente aparecía y se sentaba con una copa de vino o un café y conversábamos horas como si nos hubiéramos visto ayer. Y cuando el encuentro terminaba era tanta la riqueza de lo que había ocurrido, que no exagero si digo que el mundo se había vuelto diferente.

Flavia Costa lo recuerda de cuando allá por 1990 participó de un taller literario con Chitarroni en un espacio dependiente de la Universidad de Buenos Aires: “Nunca antes, pero sobre todo nunca después, vi un lector tan tan tan atento a todo, a cada línea de lo que escribían los participantes […] Luis retenía de memoria frases enteras de cada uno de los textos que se leían en el taller y las comentaba con delicadeza, con esa misma inteligencia deslumbrante que nos apabulló siempre y con una generosidad que con los años se hizo, en cualquier ámbito, cada vez más escasa. Lo recuerdo como una de la imágenes más vívidas de la felicidad”.

Su amigo Luis Gusmán lo evoca como “el humor, el desparpajo, la memoria. Podía saber de autores, de animales, o seres mitológicos, de conjuntos de rock o de películas”. Hugo Beccacece, hace algunos años, escribió sobre él: “Muchos sospechamos que vive en mundos paralelos, porque si no, ¿de dónde sacó tiempo para haber leído todo lo que leyó, escuchado todo lo que escuchó (música clásica de todos los siglos, rock, bolero, tango, bailanta, jazz), sin hablar de tiras televisivas que se remontan a Andrea del Boca (niña) y de películas anteriores al cine? En su escritura despliega una excepcional conjunción de saber, maestría en el lenguaje y belleza emocionada”.

Carlos Gamerro, por su parte, le escribe: “Fuiste uno de los primeros lectores de Las islas, y su genial y cálido presentador, el primero en hacerme sentir no que podía llegar a ser un buen escritor, sino que ya lo era; me abrías las puertas de tu despacho, cuando yo era un ilustre desconocido, y me dabas horas de tu tiempo, para charlar de igual a igual”.

Viajero de Babel”, “caballero andante de la literatura”, lo llama Silvia Hopenhayn, quien además enfatiza lo ecléctico de sus búsquedas: “La buena literatura para Chitarroni podía hallarse en los clásicos o en un diálogo callejero”. “Luis Chitarroni era el más brillante de nosotros –apunta por su parte Daniel Guebel–. Sabía, porque lo decía, que cada palabra carga con el peso del mundo”. “Sabía cosas que nunca existieron”, agrega por su parte Serra Bradford.

Y así siguen y se multiplican los testimonios y recuerdos de quienes lo conocieron y lo quisieron. Quedan sus libros, el consuelo y la bendición que agradecemos cada vez que muere un escritor admirado; y cuando se trata de un escritor no tan conocido –como lo era Chitarroni para mal y para bien– su obra se convierte en un tesoro por descubrir para legiones de nuevos lectores.

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En su reseña sobre Peripecias del no –la novela acabada de Chitarroni que se presenta a sí misma como novela inconclusa– Vicente Luis Mora afirma que hay elementos que forman parte de ella de manera “hipotextual o subterránea, textual pero no legible”. Y destaca: “Que algunas cosas no puedan leerse no significa que no sean parte de la novela, lo cual me parece un hallazgo”. De algún modo, así funciona toda la literatura de Chitarroni: como un artefacto que no se puede tomar y usar y nada más, como cualquier reloj o electrodoméstico al uso, sino que requiere que lo desarmemos para observar sus engranajes y mecanismos internos, y solo entonces, de esa manera, disfrutarlo.

La palabra peripecia, por cierto, la volvió a usar el autor para referirse a la vida entera, en el prólogo a una antología que él mismo editó en 2009, titulada La muerte de los filósofos en manos de los escritores: “En términos de relato consecuente, morir implica, acaso con desgano, una sola peripecia anterior, que se denomina en tercera conjugación del infinitivo con un verbo de rima consonante: vivir. Que se derrama y se derrocha y se despilfarra en un pleonasmo o una redundancia”.

“Espero de todo corazón que, como imaginaba Virginia Woolf, los lectores podamos ir al cielo con nuestros libros. Muchos de los tuyos serán libros que existen gracias a vos”, le escribió Gamerro a Chitarroni tras conocerse la noticia de su muerte, el pasado miércoles 17 de mayo. Quién sabe cuántos lectores, el día que se vayan al cielo, se llevarán, si tienen suerte, alguna que otra peripecia de Chitarroni para entretener la eternidad. ~

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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