[En los libros de Javier Tomeo abundan los encierros y la incomunicación. En el año Galdós, el novelista canario parece un autor fantástico y Tomeo se ha convertido en un escritor realista. Este cuento, que salió por primera vez en un libro de homenaje al autor de Amado monstruo, juega con elementos de su imaginario.]
Para empezar, nunca me pareció que tratara bien a Beatriz. No me gustó su forma de presentármela, con un orgullo zafio que no era propio de personas de nuestra condición. De vez en cuando, le daba un pellizco en el culo o una palmada soez delante de mí. Últimamente me parecía que estaba desmejorada: con una mirada melancólica, mal vestida y el pelo sucio. Todo eso no habría justificado mis acciones. Pero no me arrepiento: hacer caso omiso de lo que ocurrió en ese momento habría significado pasar por alto la teoría neoplatónica del amor, a la que, como a tantas otras cosas, Fernando y yo habíamos dedicado años de estudio.
Por supuesto, es posible –aunque poco probable– que yo me hubiera equivocado o que hubiese leído mal los signos de la realidad, y que lo que tomé por una mirada de amor recíproco gracias a la cual nuestras almas quedaban respectivamente impresas en los ojos del otro fuera simplemente un malentendido. Quizá ella estaba pensando en otra cosa, a lo mejor la luz de la tarde que entraba por la ventana y caía sobre el sofá era engañosa o quizá sencillamente Beatriz quería sembrar la discordia entre mi viejo amigo y yo, como hacen a menudo las criaturas de su sexo.
Cuando Fernando, aquejado de mal de próstata, se levantó para ir al baño por segunda vez, me quité las gafas y la miré fijamente. No hicieron falta palabras.
Podría haberme equivocado, pero el desarrollo posterior de los acontecimientos no ha hecho más que demostrar que estaba en lo cierto. ¿Por qué, si no, estamos sometidos a esta estrechísima vigilancia? Solo una cosa inquieta más a los hombres que el amor de los demás: es el amor de los seres que pertenecen a especies diferentes.
Por eso nos vigilan. Por los huecos de las persianas bajadas veo a menudo dos coches de la policía, aparcados en la esquina de enfrente. Los agentes disimulan, entran en el bar, se quedan charlando al sol. Otros días no los veo y entonces es más preocupante: ¿quiénes, entre todas las personas que pasan por la calle, serán nuestros vigilantes? ¿Habrá alguien que no nos esté observando?
La vecina del patio de luces se pasaba horas tendida en la terraza, supuestamente tomando el sol. Quizá pensaron que, solo porque estuviera desnuda, la lujuria me nublaría el entendimiento y no descubriría sus intenciones. Se han debido de dar cuenta de que el sistema no era tan bueno: detecté inmediatamente su truco barato y, además, la señora nos perdía de vista durante muchas horas. Ahora tiene exactamente doce jaulas de pájaros en el balcón, para tenernos observados día y noche. Yo nunca había visto un búho en una jaula.
Cuando Fernando volvió del sofá, me levanté y le rompí en la cabeza el cenicero que obtuvo cuando ganó el Campeonato de Entomología Comparada. (Como recogió en ese momento la prensa especializada, aunque yo quedé en segunda posición, no había duda de que mis conocimientos eran superiores y merecía la victoria. No obstante, nunca permití que esa flagrante injusticia enturbiase nuestra amistad.)
Fernando se desplomó a mis pies. El rostro de Beatriz mostró una mezcla de temor y alivio que nunca podré olvidar. Le di la mano, le puse mi gabardina, salimos a la calle, paré un taxi y vinimos a este piso. Los días que siguieron fueron los más felices de mi vida.
Pero no siempre es fácil olvidar a nuestros enemigos, a la gente que nos está buscando. Entre ellos, y solo por citar los que he podido detectar a simple vista, están los fabricantes de Beatriz, los servicios de inteligencia de varios países, algunas sectas religiosas y diversos grupos de presión de izquierda y derecha. Llevamos varias semanas en el piso. Yo salgo de vez en cuando, para dar una impresión de normalidad. Pero siempre me quedo junto al portal: no quiero que nadie aproveche mi ausencia para entrar en casa.
Afortunadamente, llevaba tiempo preparado para una eventualidad de este tipo. Beatriz no necesita comida y yo tengo suficiente para resistir algunos años. A veces, entro un momento en la portería y hago alguna pregunta aparentemente inocente sobre la actualidad. Hace tiempo que desconecté todos los aparatos eléctricos y electrónicos, para evitar que nos detecten. Los periódicos digitales no han informado de la muerte de Fernando y no han dicho nada de la desaparición de Beatriz. Eso, indudablemente, es la prueba más clara de la intensidad de la búsqueda.
No es eso lo que me preocupa. Aunque tampoco es la vida que yo quería para los dos. Esperaba pasar mis últimos años con ella, tomando daiquiris bajo las palmeras, explicándole las particularidades de la organización social de las termitas, las teorías de George Berkeley o la idea del tiempo que tendría una langosta si una langosta tuviera idea del tiempo. Pero, en los últimos tiempos, me parece que la mirada de Beatriz ha cambiado. Ya no veo ese deslumbramiento inicial. Al contrario, detecto tristeza y una cierta amargura.
El martes pasado, cuando el portero, que quizá empiece a sospechar algo, llamó al timbre con una excusa muy poco verosímil relacionada con un problema de fontanería, noté que ella, entre las sombras, intentaba llamar su atención. Hace un rato, cuando salía desnudo de la ducha, me ha parecido que me miraba con cierta repugnancia. Ahora, mientras avanzo por el pasillo, oigo un sollozo al otro lado de la puerta de nuestro dormitorio. Espero que todo acabe bien.
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).