Imagen: Biblioteca de la Facultad de Derecho y Ciencias del Trabajo Universidad de Sevilla, CC BY 2.0, via Wikimedia Commons

Guerra, guerra sin tregua

Los himnos nacionales llaman a morir con gloria en la lucha, y los primeros textos griegos enaltecen pelear en aras de la libertad. La guerra no es bella, pero sí, a veces, el relato de la guerra.
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El pacifismo es una virtud hasta que deja de serlo. Poner la otra mejilla es una prueba teórica de la solidez espiritual, pero difícilmente funciona en la realidad. “Amen a sus enemigos, hagan bien a los que los aborrecen; bendigan a quienes los maldicen, y oren por los que los calumnian. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite la capa, ni aun la túnica le niegues.” La fórmula justa para ser sometido y humillado. Habría que cuestionar hasta dónde la mejilla es solo la mejilla o si es metáfora que se extiende a otras partes del cuerpo, de hombre o de mujer. Aquí me alejo del cristianismo y me acerco a “mas si osare un extraño enemigo” y supongo que esta cita de Lucas no es a la que acude el himno colombiano cuando se dice comprender “las palabras del que murió en la cruz”.

Nuestros himnos nacionales nunca son un llamado a ofrecer mejillas o marchar dóciles al matadero, sino a morir con gloria en la lucha, a combatir en el campo de honor, a lanzarse a la guerra a morir, a estar siempre cebando el cañón, a aprestar el acero y el bridón o el hierro y el plomo fulmíneo, a convertir la tosca herramienta en arma, a jurar mil veces morir antes que ver humillado de la patria el augusto pendón, a clamar “la patria o la tumba”, “república o muerte”, “muera la opresión”.

Ya en los primeros textos griegos se enaltece la guerra en aras de la libertad, el honor de morir en la batalla, no enfermo y viejo en casa. La guerra de Troya fue escenario de esos hombres que están dispuestos a matar y morir por ciertos valores más personales que colectivos. En cambio las guerras contra los persas llevan una carga menos individual y más “nacional”. Está bien declarada la idea de defender la libertad. Podemos decir que los caídos en Maratón “murieron por la patria”; no así los aqueos caídos en Troya.

Leemos en Heródoto arengas como: “No hay duda, jonios, de que nuestro destino se halla sobre el filo de una navaja: nos jugamos ser libres o esclavos… si están dispuestos a afrontar ciertas penalidades, de momento la pasarán mal, pero conseguirán imponerse a sus adversarios y alcanzar la libertad”. O bien: “Calímaco, en tus manos está en estos instantes sumir a Atenas en la esclavitud o bien conservar su libertad y dejar, para toda la eternidad, un recuerdo de tu persona superior, incluso, al de Harmodio y Aristogitón.”

Hay mucho más estatura moral en el invadido que en el invasor. Por eso decimos “guerra, guerra sin tregua al que intente de la patria manchar los blasones”, y lo mismo contra quien profane con su planta nuestro suelo. Pero los himnos no suelen cantar: “Mas si antojásesenos el petróleo ajeno lucharemos con vigor” ni “Oh jardín del vecino, moriremos con tal de hacerlo nuestro”. Eppur, se hace lo que no se canta y la defensa brota porque hay un ataque.

De todos es conocida la arenga de Pericles, cuando habla de los hombres audaces, conocedores de su deber, que “daban su vida por la comunidad recibiendo a cambio cada uno de ellos el elogio que no envejece y la tumba más insigne, que no es aquella en la que yacen, sino aquella en la que su gloria sobrevive para siempre en el recuerdo… Estimando que la felicidad se basa en la libertad y la libertad en el coraje, no miren con inquietud los peligros de la guerra”.

Aquí se enaltece la guerra; pero cuando las cosas van mal, cambia el modo de verla. Tucídides nos dice páginas después: “Los atenienses habían cambiado de sentimientos; acusaban a Pericles de haberlos persuadido a hacer la guerra y de ser el responsable de que hubieran caído en aquellas desgracias, y anhelaban llegar a un acuerdo con los lacedemonios”.

Muy distintas emociones sobre la guerra quedan en el lector cuando termina de leer a Heródoto que tras leer a Tucídides. Si bien, pese a que el primero narra una historia con sabor a triunfo, y el segundo, lo contrario, Heródoto no deja de escribir: “Nadie es tan estúpido que prefiera la guerra a la paz, pues en ésta los hijos sepultan a los padres, mientras que, en aquella, son los padres quienes sepultan a los hijos”.

Suele llamársele antibélica a la literatura que muestra el lado crudo de la guerra. Otra vez los griegos lo hicieron antes que nadie con piezas como Las troyanas, Los persas o Lisístrata. A muchas novelas fascinantes se les colgó esta etiqueta. Ahí están algunas sobre la Primera Guerra Mundial, como Sin novedad en el frente, Bajo fuego y Hombres en guerra. Me cuesta trabajo aceptar el prefijo anti. En ellas vemos tragedia y heroísmo, cobardía y virilidad; el triunfo de la muerte, pero también el triunfo de la vida. Acaso a la que mejor le va el mote es a Johnny tomó su fusil, pero este texto de Dalton Trumbo se aleja de la literatura para echar por delante el discurso.

“¿De modo que todos esos chavales murieron pensando en la democracia y la libertad y el honor y la seguridad de la patria y para que vivan para siempre las estrellas y las franjas? … Murieron llorando como niños… Murieron añorando el rostro de un amigo”, escribe Trumbo y comienza a brincarse la puntuación. “Murieron sollozando por la voz de una madre un padre una mujer un hijo. Murieron con el corazón destrozado deseando mirar una vez más el lugar donde habían nacido por favor una última mirada. Murieron gimiendo y suspirando por la vida. Sabían qué era lo importante. Sabían que la vida lo era todo y murieron en medio de gritos y llantos. Murieron con una sola idea. La idea quiero vivir quiero vivir quiero vivir.”

Palabras ordinarias por sinceras, superficiales por ordinarias.

En cambio estuve ayer revisando mis notas y subrayados en los pasajes bélicos de Guerra y paz, Caballería roja , Doctor Zhivago y Vida y destino. Vasili Grossman escribe: “Pasó la noche. Entre la maleza quemada yacían los cuerpos de los caídos. Sin alegría, lúgubremente, el agua jadeaba en la orilla. La melancolía se adueñaba del corazón ante la visión de la tierra devastada, los esqueletos de las casas quemadas. Daba inicio un nuevo día, y la guerra estaba dispuesta a llenarlo con abundancia de humo, cascajos, hierro, vendas sucias ensangrentadas”.

La guerra no es bella, pero sí, a veces, el relato de la guerra.

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(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.


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