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Dos poemas

Los poemas que publicamos forman parte del libro Había una luna grande en medio del mundo, que aparecerá próximamente en Libros Magenta.
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“¿Quién soy?”
Por enésima vez me interrogaste,
medio extraviada entre la multitud que iba y venía
con parlamentos medievales
vertidos en voz baja
(en declive los nombres eruditos, fuesen los pinceles instrumentos
o armada ésta de antorchas, escaleras y martillos,
las fisuras del patriarca indagara en mármol),
avemarías, evangelios desde entonces interdictos.
Sin duda apócrifos los argumentos,
de ilesa prontitud al proferirlos.

“¿Quién soy?”
Te repliqué desde el octavo sueño,
mi boca babeante y mi razón en el vigésimo quinto nivel de un rascacielos.
Para que volvieras en ti,
un instante calló la muchedumbre;
el vértigo sobre nosotros se volvió la nube radioactiva
que intentaba esculpir con un cuchillo.
En el teatro de sombras, la histérica aspirante de la luna
preguntó por ti mientras hendía su dentadura en una mano.
A ciegas, tan solo por oírme a oscuras,
anduve en ese instante alrededor de ti.
¿Alguna vez, en las películas, te detuviste a mirar
la pistola que, en la nuca de la víctima (sangrantes las uñas,
la respiración entrecortada, la camisa bandolera),
mayor hondura exigía en una fosa interminable?

La espalda, no; aléjala ipso facto.
Nunca coloques tu espalda frente a mí.
Aunque duermas, procura tus ojos en los míos.
La espalda es el preludio de las despedidas.
La espalda es una puerta que se prolonga en el espejo.
Desde el umbral, las voces con nombres a escoger,
la espalda está diciendo adiós, adiós al cuervo
que nunca concluye nevermore.

“No te conozco”, me dije en un murmullo. “No te conozco”.
Adrede carraspeé largo y en muchos decibeles,
según el procedimiento ordinario en estos casos.
Seguí en tu órbita a dos metros, a punto de mucho diazepam
embutirme antes de la sabida destreza con la que canta un gallo.
Tus ruegos, entonces mi espalda una virtuosa, continuaron.

“¿Quién soy?”
Resonaba todavía en mi cabeza cuando abrí los ojos,
pero no estaba ya entre la muchedumbre la holgazana.

 

* * *

 

Esperanza y temor cuando me asomo
al espejo donde nadar aleja de la orilla.

Lejos, como en el sueño al despedirse,
toda advertencia rezaga su figura:

si vas, sólo la espalda reconozco
por el vaivén sin lazo, estrecho o suelto,

apenas distinto cuando vienes:
otro vaivén concibes con el paso

que delata, o dilata, el tiempo
al deletrearlo la ligereza de mil signos.

Firmeza imploro al asomarme
por más que en ti sólo un espejo

me llama y aplaude, al abrazarme,
la gota de cristal, la transparencia

que agota al preguntar por la ola
vuelta el azogue faltante frente al rostro.

No soy el cuchillo que ocultas en la puerta
ni soy la sangre que corre hacia la calle.

Me aleja un instante de su cuerpo
para mirar lo extraño del volumen

que extraña también cuánto lo aleja
la noche conocida en su rechazo.

No son los ojos mientras ven esa fisura.
No son los labios propios al callarse.

Tú dices ausencia en el presente.
Yo sólo digo azogue cuando miras.

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(Oaxaca, 1957) es autor, entre otros títulos, de Pájaros breves en el techo. Actualmente dirige la revista Crítica.


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