El último refugio de la intimidad lectora: el baño

Muchos lectores han destacado la importancia del cuarto de baño como el último reducto al cual escapar para poder leer, e incluso también para escribir. Deberíamos valorar más su carácter íntimo y silencioso: quién sabe si, al igual que en muchos otros ámbitos, no lo perderemos también en el futuro.
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“El movimiento de los intestinos fue, para los antiguos, objeto de especial consideración”, apuntan Alejandro Dolina y Carlos Trillo en un artículo de hace casi medio siglo. “Nadie se avergonzaba de hablar de un asunto tan público y notorio”, explican, debido a que “la vida montaraz y la ausencia de retretes en kilómetros y kilómetros le restaban privacidad al acto que estamos considerando”.

“Pero después las cosas cambiaron”, sigue diciendo el texto, publicado originalmente en la revista Satiricón, de Buenos Aires, y recogido luego, en 1974, en un librito titulado Lo corrieron de atrás. Antología humorística de la cultura anal. “Sobrevinieron el confort, las obras sanitarias, el pudor, la higiene y otros tantos flagelos. Entonces el hombre cerró la puerta y se ruborizó cada vez que le tocaban el tema”.

Poco después, también Georges Perec escribió sobre la naturalidad que rodeaba a estas actividades en el pasado. “Luis XIV daba audiencia en su silla retrete. Era algo muy corriente en la época. Nuestras sociedades se han vuelto mucho más discretas”, señalaba en un artículo titulado “Leer: bosquejo sociofisiológico”, incluido en su libro Pensar/Clasificar, de 1985. “Sin embargo —añadía Perec—, el retrete sigue siendo un lugar privilegiado para la lectura”.

Y es que, al cerrar la puerta, el ser humano ganó, de pronto, casi sin darse cuenta, también otra cosa: intimidad, la garantía al menos por un rato de una soledad absoluta, una habitación propia. Si uno se pasa unos veinte minutos al día moviendo el vientre, al cabo de un año habrá destinado a esa actividad algo más de 120 horas. Más de cinco días sentado en el trono. Recuerden este dato la próxima vez que alguien les diga que no lee porque no tiene tiempo.

 

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“Entre el vientre que se alivia y el texto —dice también Perec en su mencionado texto— se instaura una relación profunda, algo así como una intensa disponibilidad, una receptividad amplificada, una felicidad de lectura: un encuentro de lo visceral y lo sensible”. Un encuentro que, según el autor de La vida instrucciones de uso, nadie expresó mejor que Joyce en el célebre capítulo 4 del Ulises, en el que Leopold Bloom lee el diario mientras descarga sus intestinos.

Mucha gente siente esa intensa disponibilidad, esa felicidad de la lectura en el baño. Las entrevistas a escritores que publica el blog de la editorial y librería Eterna Cadencia, de Buenos Aires, suelen incluir la pregunta: ¿qué libro es ideal para leer en el baño? Da lugar a respuestas muy interesantes. Como la de Martín Kohan, por ejemplo: “En épocas de mi vida de cohabitación intensa, fingía descomposturas para encerrarme en el baño a leer. Pero no alguna clase de libro ideal, sino el libro que estuviera leyendo cada vez. Como el baño me resulta ideal para leer (baja dosis de interrupción, refuerzo acústico, intimidad) ahí puedo leer cualquier cosa”.

O la de Juan José Becerra: “La arquitectura debería desarrollar las tremendas posibilidades que tiene el baño como último reducto de la intimidad residencial. Hay que darle el empuje ergonométrico que le falta, considerar su carácter de sala de estar y admitir que es el único lugar de la casa al cual las hostilidades que sufre la lectura en todos los ambientes no son capaces de llegar”.

El cuarto de baño como refugio. Henry Miller contó en Los libros en mi vida, un volumen de 1952 dedicado a su relación con la lectura, su antiguo hábito de buscar intimidad lectora en el excusado. “Siendo joven, en busca de un lugar seguro donde devorar los clásicos prohibidos, a veces acudía a refugiarme en el cuarto de baño”. Y enumera algunos de los autores y títulos que leyó en ese reducto privado: desde Balzac, Hegel y Nietzsche hasta la Biblia y la Divida Comedia.

Roberto Bolaño —el Bolaño convertido en personaje de la flamante y bellísima novela Movimiento único, de Diego Gándara, pero un personaje fiel al Bolaño real— leía en el baño y en el tren. “No leía lo mismo, sin embargo, en el tren y en el baño”, detalla Gándara. “En el baño, por ejemplo, no leía narrativa sino libros de ensayos o libros raros, libros como Los sermones, de Jonathan Swift, o Las confesiones, de Rousseau […] También leía, me dijo, poesía, pero la poesía, en cualquier caso, la leía en todas partes: en el baño, en el tren, donde fuera urgente leerla”.

 

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Para Bolaño, el baño también funcionaba como un refugio para la escritura. “Soy la típica imagen del poeta latinoamericano —le dijo a Santiago Gamboa—: mi esposa con tisis arrullando a la bebé recién nacida que llora, mi hijo con problemas de adolescencia y yo encerrado en el baño intentando acabar un poema”.

El escritor chileno usó como material para sus novelas, de hecho, el caso más literal de un baño usado como refugio: el de Alcira Soust Scaffo, la poeta uruguaya que se hallaba en la Universidad Autónoma de México cuando, en 1968, el ejército ocupó sus instalaciones, y que permaneció doce días con sus noches escondida en el baño, bebiendo agua y comiendo papel higiénico. Soust Scaffo se convirtió en Auxilio Lacouture, el personaje que cuenta su experiencia en las páginas de Los detectives salvajes, de 1998, y Amuleto, publicada un año después.

 

“¿Cuántos versos me sabía de memoria? —recuerda su encierro Auxilio Lacouture—. Me puse a recitar, a murmurar los que recordaba y me hubiera gustado poder anotarlos, pero aunque llevaba un Bic no llevaba papel. Luego pensé: boba, pero si tienes el mejor papel del mundo a tu disposición. Así que corté papel higiénico y me puse a escribir”.

 

El baño, refugio extremo para la escritura. Y para la relectura, que no otra cosa es recitar y escribir versos guardados en la memoria.

 

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Una amiga fue de visita a la casa de una amiga suya y descubrió, en el baño, un libro de cuentos de Juan José Saer. Semanas o meses después volvió a visitarla y comprobó que el mismo ejemplar seguía allí. No le preguntó nada, pero dio por hecho que esa chica solo leía ese libro en el baño. La prosa de Saer —su cadencia, sus largas descripciones, su modo de acercarse al núcleo siempre por el camino más extenso— se parece muy poco a la de los típicos textos breves y ligeros que conforman las colecciones de “cuentos para leer en el baño” que idean las editoriales. Pero, si esa chica lee a Saer, y Bolaño a Swift y a Rousseau, y otros a tantos otros, se me ocurre que es porque cada lector va aprendiendo, con los años, cuáles son los libros o los autores que mejor se adaptan a su fisiología excretora.

 

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Vera Giaconi le dijo a Eterna Cadencia que en el baño no lee libros, ni diarios, ni revistas, sino “todas las etiquetas de envases y frascos y pomos y los prospectos o cajas de remedios y cremas que anden en la vuelta. La lectura en el baño está llena de advertencias, modos de uso, acciones terapéuticas, ingredientes, precauciones, datos de importadores y fabricantes, recomendaciones, etc.”.

Su respuesta me recordó a una publicación que circulaba por los pasillos de la facultad en mis épocas de estudiante: un par de pliegos fotocopiados que, si no recuerdo mal, llevaban el título de Letrinas, Literas y Literatura. Sus hacedores decían que era una revista para ser leída en el baño y que se conformaban con que sus textos resultaran más entretenidos que los de la etiqueta del champú.

Me gusta ver, en aquella aspiración irónica, una enseñanza real. En un mundillo de egos tan inflados y discursos tan pretenciosos como el de la literatura, tal vez conviene empezar por el principio: intentemos escribir cosas que al menos generen más interés que el manual de instrucciones de un lavarropas. Si luego podemos llegar un poco más lejos, mucho mejor. Quizás un día alguien lea nuestros textos en el baño.

 

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Hemos perdido el silencio en muchos ámbitos, y corremos el riesgo de perderlo también en el baño. Desde que existen los smartphones, no dejamos de estar conectados ni siquiera mientras nos despojamos de nuestros residuos más elementales. ¿Quién sabe qué pantallas, redes sociales y otras formas de invadir los intersticios de nuestra privacidad sanitaria traman hoy los cerebros de Silicon Valley? Deberíamos valorar más, me parece, el lugar del baño como último refugio de la intimidad lectora. Antes de que el confort, las obras sanitarias, el pudor y la higiene nos deparen nuevas y desagradables consecuencias.

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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