silvia molloy

Sylvia Molloy, con un libro en la mano

Cada uno de los libros de la escritora argentina, fallecida el pasado 14 de julio, fue una clase magistral. A través de ellos nos enseñó a leer de otro modo.
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Una de las voces más notables de la literatura y la crítica latinoamericanas se ha ido. Sylvia Molloy falleció en Nueva York, ciudad en la que residía desde hacía muchísimos años. Cada uno de sus libros fue una clase magistral de lectura: analizó con fineza el modo en que Francia comprendió a lo largo del siglo XX la literatura hispanoamericana (La diffusion de la littérature hispano-américaine en France au XXe siècle, 1972, su tesis doctoral); propuso una interpretación novedosa de Borges bajo el prisma del Barthes de S/Z (Las letras de Borges, 1979); ofreció magníficas lecturas del género autobiográfico hispanoamericano (Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica, 1996, celebrado y admirable ensayo publicado primero en inglés en 1991); leyó con sutileza la visibilidad que adquirieron los cuerpos, a fines del siglo XIX, y la vinculó a las estrategias que buscaban nombrar aquello silenciado hasta ese entonces (Poses de fin de siglo, 2012, selección de ensayos publicados con anterioridad). Finalmente, entre otros, cabe mencionar Hispanisms and Homosexualities (1998), libro que coeditó y en el que retomó uno de sus temas clave: el vínculo entre literatura y homosexualidades. Molloy nos enseñó a leer de otro modo.

Todos sus ensayos se alimentaron de la ficción. Acaso, como ella misma reconoció, esa fue una enseñanza que recibió de Borges: crítica y ficción no eran géneros distintos, sino ejercicios de escritura que Sylvia Molloy practicó simultáneamente. Por eso, en su primera ficción, En breve cárcel (1981), publicada fuera de la Argentina debido a la censura impuesta por la dictadura militar –y que años más tarde Ricardo Piglia recuperaría como una gema para la Serie del Recienvenido dirigida por él–, leemos el interés persistente por la “autoficción” junto con la temática homoerótica escrita por mujeres. Sin duda, esa primera novela consiguió sacar del silencio la temática homoerótica, abordada hasta ese momento de manera solapada –“oblicua”, diría Molloy– por la literatura, y la colocó en las discusiones de la crítica latinoamericana. También las ficciones posteriores –El común olvido (2002), Varia imaginación (2003), Desarticulaciones (2010), Vivir entre lenguas (2016)– dialogaron con sus propias inquietudes críticas que, por cierto, también abordó desde la enseñanza universitaria (fue profesora en las universidades de Princeton, Yale y en la New York University en la que fundó la “Maestría de Escritura Creativa” en castellano).

Unos y otros, los títulos de ensayos y de ficciones antes mencionados, evocan otro recorrido: el de la lengua. Educada en una familia bilingüe (francés e inglés) –un escenario que recuerda el ambiente de la revista Sur dirigida por Victoria Ocampo y en el que la joven Sylvia Molloy, a través de varias colaboraciones, dio sus primeros pasos literarios a comienzos de los años 1960–, la autora hizo de esta experiencia lingüística un interrogante literario. Si el inglés, que venía de la rama paterna irlandesa, estuvo siempre presente desde su más temprana infancia –decía no recordar claramente, con un poco de picardía, en qué lengua, castellano o inglés, había leído su primer libro–, el francés, en cambio, corrió otra suerte. Su madre, a pesar de ser descendiente de franceses, no lo hablaba. Molloy decidió que debía aprenderlo y, un poco más tarde, precisamente gracias al francés, descubrió otras ventajas de la literatura. Entre los recuerdos de Varia imaginación describió cómo, en las clases de literatura francesa y a través de los parlamentos de Racine, encontró un vehículo para “sus amores no correspondidos”; o bien cómo fue que, a través de Gide (escritor que más tarde descartaría), adivinó una sexualidad que ella sospechaba ser la suya, sin todavía tener la certeza.

En todo caso, tal vez habría que leer estos recuerdos como brotes de ficciones literarias, en las que el francés –lengua que recuperó como un eslabón perdido– fue la lengua secreta, la de los amores clandestinos; el inglés, la lengua paterna elegida para escribir, entre otros temas, acerca del género autobiografía (¿acaso haya gesto más autobiográfico que esta elección?); finalmente, el castellano que privilegió para sus ficciones. Y, sobre todo, habría que comprender hasta qué punto su vida estuvo signada por la literatura porque ella, la literatura, le permitió a Sylvia Molloy dar un nombre a sus sentimientos.

Sus últimos libros –una vez más, tanto los ensayos como la ficción– dan cuenta de la creciente inclinación hacia la forma breve y el trabajo a partir de fragmentos, “pormenores lacónicos de larga proyección”, en palabras de Borges, otra herencia más que ella mencionó. En sus primeros intentos, como explicó en más de una oportunidad, empezó a escribir fragmentos –sin saber bien hacia dónde iba, casi como un “acto de deriva”–, notas que más tarde integró en la ficción En breve cárcel.

La escritura fragmentaria significaba también para Molloy recuperar palabras de otra época, por ejemplo, algunos términos que aluden a la sastrería y a la costura que escuchaba en las conversaciones entre su madre y su tía. Eran palabras de la infancia que reprodujo como un “desorden costurero” (Varia imaginación). O bien, recordar el español que hablaba con María Luisa Bastos, ML en Desarticulaciones, y notar que se trataba de un español “hecho de expresiones en desuso”, de citas.

Molloy fue, justamente, una gran maestra y defensora de la cita como indicio autobiográfico y fuente de ficción. En “Degustación de la letra”, de su libro Citas de lectura, leemos: “Desde chica, y aun cuando fuera, como solían decir, mañera para comer, me gustaba leer libros de cocina. Me divertía imaginar las mezclas, los cambios de color y de textura, las transformaciones a través del calor y del frío. […]. Desprovistos de toda realidad, los ingredientes aparecían en los libros de cocina nimbados por un aura atractiva y algo louche.” La cita, como un ingrediente de la ficción. Pero también, si todo “texto es una conversación” –así escribió al comienzo de Poses de fin de siglo–, todo libro nos convoca, nos da una cita. No cabe duda que, con un libro en la mano, Sylvia Molloy renovará siempre nuestra cita con la lectura.

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(Lovaina, Bélgica, 1977) es traductora y doctora en estudios hispanoamericanos por la Université Paris 8. Actualmente se desempeña como investigadora del Conicet. (Argentina)


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