Las islas espejos de qué

En ‘Historias fantásticas de islas verdaderas’ Ernesto Franco reúne islas que existen en los mapamundis, aunque muchas son inaccesibles o minúsculas, o están deshabitadas.
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En el hechizante recuento de islas de todo el mundo que acaba de publicar la editorial Gatopardo, que un poco más abajo diré cómo se titula, son dos los personajes que nos las dan a conocer. Uno es el práctico del puerto de Génova; el otro es su amigo, una especie de Doctor Watson a juzgar por cómo, haciéndose un poco el lento, le ofrece en bandeja al primero las oportunidades para que se luzca. Esta pareja de figuras es clásica en la historia de la literatura, pero como tengo mucho calor ahora solo me viene a la mente la formada por Sherlock Holmes y el doctor de marras. Ampliaré la lista en cuanto baje la temperatura. 

El libro del que hablo ahora se llama Historias fantásticas de islas verdaderas, y lo escribió en italiano Ernesto Franco, director editorial de Einaudi hasta su muerte, hace menos de un año. Al español lo ha traducido muy bien Natalia Zarco, y lleva un prólogo de Alberto Manguel. Eso por supuesto nos hace recordar el libro maravilloso o encantadora enciclopedia que escribió precisamente Manguel a medias con Gianni Guadalupi que es también una colección de lugares y que se llama Breve guía de lugares imaginarios. El título del de Franco parece replicar al de su prologuista: islas verdaderas / lugares imaginarios. Los lugares imaginarios de Guadalupi & Manguel son los que aparecen en los libros, desde la isla de los Lotófagos en la que recaló Ulises (“aquel que acepte compartir la comida de los lotófagos […] oirá una música desconocida y no sabrá que es su propio corazón latiendo en sus oídos”) hasta Drimonia (cuyos habitantes, como explica Lia Wainstein en su Viaje a Drimonia, dicen trunca, que literalmente quiere decir “si tal es la voluntad del grande y todopoderoso Oskutchawa, tal será la mía”, cuando quieren asentir, y narta, que literalmente quiere decir “como no sé si lloverá hoy o mañana, no puedo dar una respuesta”, cuando quieren negar), pasando por la Isla Musical (“muy renombrada por su extraña flora de instrumentos arcaicos que crecen en las plantaciones protegidas por cercas de bambú eolio [donde] los cielos también ejecutan música para deleite de los visitantes. Por las noches, Saturno cascabelea un sistro contra sus anillos”) descrita por Alfred Jarry en Gestas y opiniones del doctor −otro− Faustroll, patafísico.

Las islas en las que se detienen el Pilota y el narrador, que son los personajes del libro de Ernesto Franco, sí que existen en los mapamundis, aunque muchas son inaccesibles o minúsculas, o están deshabitadas. Aquí aparecen Filfla, Ferdinandea, Malta, Ons, las Orcadas, Tortuga, Lofoten, Rodas, Cuba, Alcatraz, Haití, la isla de Pascua, Lesbos, las Galápagos, Creta, Carloforte, islas de los Osos, Chipre o Ítaca. La Atlántida tiene también su capítulo, quizá porque las demás resultan también dudosas en algunos rasgos. La descripción de las islas se aborda mediante diálogos, interrumpidos por descripciones abocetadas, un poco como acotaciones teatrales, del lugar donde se encuentran. A mí me ha gustado el brumoso efecto de que, cada vez que estamos en un nuevo capítulo y el diálogo de los personajes se refiere a una nueva isla, no acabamos de saber si estamos en ella o si seguimos en aguas genovesas, e incluso a veces en una taberna de la ciudad, lo que va muy bien con el carácter un poco volátil que tiene lo insular, visto desde el continente. Este efecto de indefinición también nos habla de la potencia cinética que puede tener una evocación verdadera: quiere decir que, cuando estamos hablando acerca de un sitio, estamos en parte en él, y nos viene a advertir de que no nos fiemos tanto de los sentidos y de la convención mecánica.

Mientras el narrador le tira de la lengua, el Pilota, que tiene mucho de marinero mediterráneo legendario, remienda unas redes, apura un vinillo blanco o pesca una pota desde una barca. Lo cierto es que da ganas de ponerse a remendar redes, de apurar vinillos blancos o de salir a pescar potas. Incluso a veces entrega o recoge misteriosos paquetes (me ha parecido entender que de mercancías clandestinas), sin dejar de contar todo lo que sabe de cada isla. Los dos escenarios simultáneos, el del sitio donde está teniendo lugar la conversación y la isla que es el objeto de la misma, intercambian entonces algunos rasgos en lo que parece una ayuda para que también puedan hablar de sí mismos, a su vez como la arquetípica pareja en que cada miembro necesita al otro para que pueda expresarse su esencia escurridiza.

Todo es un pretexto para hablar de todo, de modo que al mencionar a estas islas sucesivas el autor está convocando también a una fila de personajes históricos o de ficción, y muchas historias que la humanidad no se cansa de contar. Los Caballeros de San Juan que pagaban con un halcón peregrino el alquiler anual de la isla de Malta, o por qué el rancho en Alcatraz era el menos asqueroso de todas las cárceles norteamericanas, o los treinta y nueve nombres de las islas Galápagos, o el submarino Royal Oak hundido por los torpederos nazis, o Safo tocando la lira, o la vikinga Ingeborg, que gracias a una inscripción sabemos que era “la más bella”… Todos aparecen en la divagación del Pilota, alentada por el narrador, sin querer representarse más que a sí mismas, sin empeñarse en ser metáforas de otra cosa.

También en este libro he aprendido un truco para distinguir los vientos que soplan en el Mediterráneo. 

Historias fantásticas de islas verdaderas
Ernesto Franco
Traducción de Natalia Zarco
Gatopardo Ediciones, 2025
171 páginas


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