La fórmula está tan manida que es difícil no caer en la tentación de aventurarse a intentarlo. Después de todo, ¿qué tan difícil puede ser? A esto debe añadírsele la fascinación morbosa por la muerte: todos volteamos la cabeza al pasar junto a un atropellado. A pesar de todo, es complicado conjurar el misterio, mantener el interés hasta el final… si lo sabrán tantos autores, ahora que el noir y la novela policiaca se han popularizado en México.
No es fácil hablar de los muertos porque su condición tiende a polarizar las opiniones: al finado se le ama o se le detesta. Rara vez se escucha decir de alguien recién fallecido que fue una persona promedio, cuya muerte ni afecta ni beneficia. Menos aún al tratarse de escritores de prestigio, cuyo encumbramiento es automático. De pronto, todo lo escrito por el muerto es incuestionable. Los escritores se tornan estatuas para rendirles homenaje. Pero las estatuas también tienen fisuras.
Tras la publicación de Linda 67, Historia de un crimen, a mediados de los noventa, Fernando del Paso declaró que no volvería a escribir otra novela policiaca porque no podía darse el lujo de escribir un libro malo. Hizo lo correcto porque, si bien no es un libro malo, hay que reconocer que no está a la altura del resto de su obra, ni de los mejores exponentes del género: es apenas un divertimento.
Llegué a este título con recelo pues, aunque el año pasado se lanzó la reedición del FCE, me parecía sospechoso que rara vez se le mencione al hablar de Del Paso. Mi desconfianza fue tristemente justificada: encontré una historia plagada de lugares comunes (a veces salpicada de cursilería), la ejecución más básica de la novela negra. ¿Por qué alguien como Fernando del Paso, reconocido por su audaz uso del lenguaje, escogería un género que exige al escritor apegarse a una serie de normas estrictas? O bien, ¿por qué no retorcer dichas normas para apropiarse del género?, me preguntaba mientras avanzaba en la lectura del volumen. ¿Dónde estaba Del Paso? Ése era el misterio a resolver.
Las pistas eran tan pocas, pero a la vez tan evidentes, que al principio las pasé por alto: David Sorensen, el protagonista (quien desde el principio nos anuncia que él mismo asesinó a Linda, su esposa, a causa del gran odio que le tenía) es publicista, hijo de un exdiplomático mexicano. Dave, además, es un sibarita preocupado por el buen gusto al vestir. Por supuesto que no me atrevería a insinuar que se trata de un autorretrato de del Paso, pero de que le prestó personalidad, no cabe duda. La historia sobre cómo Sorensen planea, ejecuta y es apresado por un asesinato es mero pretexto para que Del Paso rinda tributo a varias de sus grandes pasiones: la ciudad de San Francisco, la ropa de diseñador, la gastronomía. Linda 67 es una oda a la alegría y plenitud que brinda el lujo, que del mismo modo conlleva la maldición de las cosas materiales: la posibilidad de perderlas.
Más allá de eso no hay nada: las motivaciones de los protagonistas, así como sus diálogos, son elementales. En cambio, las largas descripciones del mapa de San Francisco, así como los numerosos listados de marcas y estilos de ropa, platillos y tipos de flores parecieran pasar de meras palabras a evocaciones con las que Del Paso se engolosinaba al escribir. Al leerla, a menudo tuve la sensación de estar paseando por la memoria del autor, más que adentrarme en la historia.
Hacia el final encontré un par más de evidencias de la hipótesis que fui formulando: un vertiginoso capítulo en el que el tiempo real y el tiempo en la mente de Sorensen dialogan directamente, y otro en forma de monólogo en voz del extorsionador que echa por tierra el plan de Dave, hasta entonces perfecto. Ahí se asomaba don Fernando, incontenible, incapaz de amarrarse a una línea narrativa simple sin hacer nudos en la estructura. El final cumple: la tirria de su suegro y los propios errores de Dave lo hunden. Apenas en ese momento hay un asomo de angustia en el protagonista que, a ojos vistas, es un sociópata. No hay crimen perfecto, esto ya se sabe.
Y entonces, si la novela no se presta a sesudas interpretaciones, ni brilla por un manejo excelso de sus recursos, ¿a qué viene? Mi hipótesis es que este obedece a un impulso esencial: las ganas de contar. Don Fernando escribió Linda 67 varias décadas después de haberse consolidado como un grande de la literatura mexicana. Es decir, escribió un libro en un género todavía en aquellos días denostado, porque quiso y porque pudo: él mismo le confesó a Christopher Domínguez que todo comenzó como un reto de Álvaro Mutis: su apuesta consciente fue la experiencia de practicar un género que disfrutaba leer. y porque pudo.
A menudo se nos olvida que la literatura, antes de dedicarse a dilucidar sobre el ser y la nada, surgió como una manera de llenar las noches en vela, de contemplar lo cotidiano y jugar con el misterio. Del Paso, quien se caracterizó por su actitud lúdica en el lenguaje y en el vestir, me recordó con este libro el goce primordial de escribir y leer sobre lo que se nos dé la gana, por el placer de recrear los que nos revolotea en la cabeza o el estómago. No creo que haga daño reconocer las pequeñas grietas en ese majestuoso monumento que fue Fernando del Paso, un autor que incluso haciendo cosas menores era grande.
(Durango, 1984), es autora de la novela Ecos (FETA, 2017) y de la colección de cuentos Corazones negros (An Alfa Beta, 2019). Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción 2017. Actualmente es becaria del FONCA Jóvenes Creadores en la categoría de Cuento. Fue promotora cultural de literatura del Instituto de Cultura del Estado de Durango, donde también estuvo encargada del programa editorial.