Toda discusión entre críticos públicos y académicos es parte de los flagelos que se dan cada determinado tiempo sobre el lugar cultural que ocupa cada uno. Tras esas inevitables discusiones que, como debe ser, siguen sin resolverse, ¿puede pensarse en un ejercicio crítico más allá de esas posturas? Sí, cuando pensamos en un crítico ubicado entre el Urrutia Lacroix de Nocturno de Chile y su re-creador Bolaño. Ese es A. O. Scott, el crítico de cine de cabecera del New York Times, caracterizado por la amplitud de su sensatez, franqueza, humor y discernimiento; y sus inmutables alusiones y referencias literarias. Intérpretes como él combinan ingenio y entusiasmo evangelizador con ambición crítica para dar profundidad a su tarea, ayudando así a redefinir los términos de su profesión. Uno no se siente muy cómodo leyendo a esta clase de críticos porque casi ninguno transmite una empatía inesperada y otros, en cambio, se adhieren al hermetismo que suele estar presente en cierta crítica académica. En críticos públicos como Scott siempre parece posible la naturalidad, espontaneidad o apertura al diálogo, postura necesaria cuando la crítica es precisamente eso: diálogo, por etéreo que pueda convertirse.
Así, en un reportaje sobre Patti Smith, Scott utiliza para describirla las fotos que ella realizó de una silla de Bolaño, una cuchara de Rimbaud, unas zapatillas de Robert Mapplethorpe, una máscara mortuoria de William Blake. En literatura es directo: para él La maravillosa vida breve de Óscar Wao, de Junot Díaz, es “una crónica familiar multigeneracional de inmigrantes que hace pininos en el realismo mágico tropical, el feminismo punk-rock, la pirotecnia pos-posmoderna y suficiente multiculturalismo polimorfo como para inflar un sílabo de Introducción a los Estudios Culturales”. Otra muestra, extrapolada de la reseña de un documental: su sutil análisis de las implicaciones actuales de las ideas de Hannah Arendt, y de cómo pensar es una forma de acción. No importa de qué arte escriba, discute cómo se narra, por qué, cuál es la trascendencia de la obra y qué precursores tiene.
El cruce de ideas entre críticos es productivo si pueden darse estos empalmes. No se trata solo de que los críticos públicos y los académicos se dirijan a públicos diferentes sino de campos de permeabilidad literarios, de cómo las formas críticas se anquilosan en formatos universitarios y periodísticos. Por eso hay que bajar a la academia de su pedestal, y hacer que la crítica pública no sea tan impulsiva.
Con Better living through criticism (2016) Scott supera varios atascos y si la crítica que lo ha reseñado fuera consecuente celebraría la multidisciplinariedad de este libro, porque no hay actualmente una crítica de la crítica cuyas revelaciones sean tan pertinentes en un momento en que todo el mundo se cree crítico. Scott analiza la historia de la crítica sin pontificar, abriendo y cerrando su libro con unos diálogos consigo mismo sobre qué es y acerca de su “fin” y señalando que el oxígeno de la crítica académica fue la controversia.
Una cosa es verdad: Scott no pone explícitamente un alto al parloteo crítico exasperante, sin sentido, pretencioso, vano, corporativo y que deja contentos a todos, pero el hecho de no seguir esas tendencias dice mucho más sobre su posición de lo que se jactan los críticos literarios de su país. Para él la crítica no es amable: “Criticar es encontrar fallas, acentuar lo negativo, arruinar la fiesta y rehusarse a escatimar las sensibilidades delicadas.” Ojalá los críticos fueran más severos consigo mismos y con sus maestros, y no irradiaran aquel sentimiento cortazariano “de no estar del todo” cuando leen a quienes no están de acuerdo con ellos.
Alquile una minoría, un sitio web satírico estadounidense, juega con los temores de la cultura políticamente correcta que ahora reina. La crítica que defienden muchos académicos actuales parece cumplir también ese cometido. ¿Qué han añadido, por ejemplo, los estudios culturales a las teorías de la lectura que les interesan a los académicos? Nada que supere el gueto que han creado o que no se haya fijado entre los años setenta y ochenta. Según Michael Wood queda la práctica, y de ella los críticos públicos tienen más de un libro que sirva de ejemplo, mientras demasiados académicos actuales crean crítica sin crítica: arman tensiones interpretativas que solo bordean las prohibiciones de la corrección política y no llegan a interpretar un libro en concreto porque ni siquiera superan la reflexión preliminar.
Los críticos, formales o no, tienden a deslizarse a cierta zona de comodidad, pasando buena parte de su vida en círculos profesionales, con gente de estatus similar. Se requiere mucha voluntad para distanciarse de esa zona y lanzarse a una menos cómoda: la de criticar a la vez que se defiende lo que uno hace. Como arguye Javier Cercas en El punto ciego –en donde recuerda que la crítica a veces ignora los laberintos de la edificación novelística por querer saber demasiado de los recursos–, todo buen crítico es un buen escritor. Esa condición, y la creencia de que la crítica sobrevivirá a cualquier crisis, son los giros contundentes de Scott, y el hecho es que todo crítico tiene alguna responsabilidad para reparar la segmentación que aflige a su ocupación. ~
(Guayaquil, Ecuador) es crítico literario. Su estudio Los peajes de la crítica latinoamericana aparecerá próximamente.