Antón Castro

Manuel Vilas: “Elegir la literatura es elegir el fracaso porque compites con la vida”

El autor de ‘Ordesa’ y Premio Nadal con ‘Nosotros’ publica en Destino ‘El mejor libro del mundo’, una novela sobre la escritura y la familia, la vulnerabilidad y el dinero, y los fantasmas de la literatura, entre otros asuntos.
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“Siento un amor ya antiguo por la literatura. Son tantos años, desde los catorce, amando la literatura, enloquecido por la literatura, viviendo, intentando vivir todo. He empezado leyendo a Pío Baroja desde muy pronto. He estado leyendo siempre. Como a otros muchos me tocó esta especie de virus maravilloso de estar siempre en la literatura, pensando en la literatura, riéndonos desde la literatura, enamorándonos desde la literatura, viviéndolo todo, pensando en que lo que estoy viviendo también pasaba en tal novela, en tal poema, y me he pasado toda la vida literaturizando mi propia existencia. En esto, creo, al final, somos bastantes disfuncionales. El mejor libro del mundo lo empiezo a escribir cuando de repente me veo con sesenta años”, dice Manuel Vilas, finalista del Premio Planeta con Alegría (2019), ganador del Nadal con Nosotros (2023), autor de la exitosa novela familiar y de la memoria, Ordesa, que acaba de publicar una novela en cuatro tiempos, El mejor libro del mundo (Destino, 2024). Un libro que es un poco de todo: crónica personal, familiar y de la escritura misma; una cita con sus maestros; una tercera parte más creativa o de ficción propiamente, y un diario.

¿Por qué, qué necesidad tuvo de escribir El mejor libro del mundo, que no deja de ser una idealización, algo en el fondo imposible porque quizá no exista tal libro?

Yo cumplí el 19 de julio del 2022, precisamente en Panticosa (Huesca), los sesenta años. Entonces sufro una crisis completa, porque me había llevado muy bien con el número cinco. Con el número cinco yo había sabido convivir muy bien. Creo que el número cinco es un gran número, y los que lo tengan, que estén felices con él… Si tienen otro menor, mejor. Pero, explico, a los cincuenta años, a los cincuenta y uno o cincuenta y dos, un hombre o una mujer ya sabe qué es lo importante en la vida. Y además tiene futuro. Los dos ya saben que las cosas que le hicieron sufrir en el pasado eran una auténtica chorrada. Esto ya lo saben. Saben que lo que sufrió cuando tenía veinticinco años por no sé qué, con cincuenta años era una absoluta tontería. Lo que sufrió con treinta años también. Eso lo aprendes con cincuenta, cincuenta y uno, cincuenta y dos. 

Ya. ¿Cuál es el drama de los sesenta?

Cuando tienes esas edades, o menos, sabes que tienes futuro. El problema con la llegada del seis es que el futuro se achica. A mí los números me han gustado siempre, y eso que yo no soy de matemáticas, pero los números me han gustado siempre porque tienen una precisión endiablada. Y el número seis introducía en mi vida una certeza matemática irremediable, inapelable, que es que tenía más pasado que futuro. Entonces, ¿qué hace un escritor cuando le cae encima una china como esta? Pues eso, escribir un libro.

¿Siempre se iba a titular así?

No. El libro se iba a titular, al principio, Sesenta años con ustedes. Yo pensé:  “¿Qué ha sido mi vida? Pues mi vida ha sido sesenta años con hombres y mujeres que han sido mis contemporáneos, viviendo con mi familia, con amigos, con la gente en general.” Y ese fue el primer título. Luego ya el libro fue creciendo hacia otros sitios. Tuve una conversación importante.

¿Sobre qué y con quién?

Cuando empecé a escribir el libro, estuve comiendo con Juanjo Millás, que es muy amigo mío. El único que puede responder a preguntas sin respuesta, ¿no? Juanjo Millás y yo solemos mantener conversaciones metafísicas. Estábamos hablando de alguien que se había muerto. Yo le decía a Juanjo: “Pues se ha muerto con sesenta y pocos”. Y entonces Juanjo me dice: “¡Ay, Manuel! De los sesenta a los setenta caen como moscas”. Se lo juro. Imagínese a Juanjo Millás, con la seriedad de Juanjo Millás, diciendo que de los sesenta a los setenta caen como moscas.

Ja, ja, ja. Parece humor negro, muy propio de él, tan ingenioso siempre. 

Y yo dije, tengo que escribir un libro. Y tengo que escribir un libro, además, sin filtros. Yo creo que llega un momento en la vida… 

¿No da la sensación que eso lo dice casi con un poco de postureo? Está espléndido, más delgado que nunca, viaja todo el rato, da charlas como nunca. Desde fuera parece que lleva una vida exitosa, muy gozosa, muy placentera, que no le falta de nada. 

Pero es la doble vida del escritor. Hace poco conversé para el suplemento Babelia con Marta Sanz hablando de la vulnerabilidad. Y mucha gente me dijo: “Pero ¿vosotros qué vais a ser vulnerables? ¿De qué os quejáis? Si os va estupendamente. Os editan primeras editoriales. Estáis todo el día con vuestros libros, vais dando la vara, estáis en todas partes, etcétera. Si os va muy bien”. Pero esa es la vida que yo quería contar, la cara B del escritor, que es una enorme vulnerabilidad. No tiene que ver con el éxito. Un escritor puede tener mucho éxito y ser absolutamente vulnerable. Yo soy vulnerable. Primero, mi literatura fracasa siempre porque lucha, compite con la vida. Es imposible ganarle a la vida. Cualquier escritor convencido de su labor sabe que ha elegido el fracaso. Elegir la literatura es elegir el fracaso porque compites con la vida. Al menos el tipo de escritor que yo soy.

¿Qué escritor es Manuel Vilas?

Yo soy un escritor al servicio de la vida. A mí no me interesa la literatura como un ente intelectual. A mí me interesan las emociones y la escritura como algo emocional. No como si fuese filosofía, inteligencia o teoría de lo que sea. O como un arte abstracto. Esa es la primera vulnerabilidad: que la vida te gana. Un amanecer es siempre mejor que una página tuya. Siempre. Siempre. Una comida maravillosa es mejor que una página tuya. El beso de alguien que te quiere es mejor que una página tuya. No puedes contra eso. Esto es así. No puedes si lo sabes y luchas.

Bueno, quizá eso le pase a la mayoría de los escritores, incluso a los que no tienen éxito como usted o Marta Sanz.

A ver. Yo querría ser, invadir la vida con la literatura. Y no puedes. Y le ha pasado a todos en la historia de la literatura. Por eso hago un recuento de un montón de escritores a los que les pasa lo mismo. Yo soy rehén de mis lectores. Esto los escritores no lo confiesan nunca. No lo dicen nunca jamás. A ver, la imagen pública del escritor, y es una imagen estupenda, es la de una persona notable de la sociedad. Una persona auténtica, responsable, digna de elogio y modelo y ejemplo. Una imagen elevada del escritor como conciencia crítica de una sociedad. Y es así. Y gracias a eso ganamos todos. Y avanza el mundo. Pero cuando un escritor publica un libro, ¿qué hace?

Usted lo cuenta no sé si con humor, parodia o con dramatismo.

Pues va de librería a librería a ver si está su libro expuesto.

¿Eso le sucede de veras? 

Claro que sí. Un señor o una señora que se dedica a quehaceres más o menos elevados como tratar la condición humana, desvelar el misterio de la vida, de la existencia, crear novelas con tramas que puedan permitir al lector ver el misterio de la vida, de repente cae en una trivialidad tan enorme como ir de librería a librería. A mí esto me pasa. Sí. 

¿Le pasa ahora?

Sí, sí, sí. Salió el libro y ya me lo dijo mi editor Emili Rosales: “Manolo, ya puedes ir a ver tus libros que están en todos los sitios”. Y fuimos con Ana Merino, mi mujer, poeta, novelista e ilustradora, fuimos de librería a librería y en la FNAC no estaba. Además, en esto conviene ir acompañado de alguien porque, claro, más o menos los libreros ya se huelen quién eres, te tienen fichado. Te ven ahí el retrato. En las librerías pequeñas te tienen fichado, pero en las cadenas no te tienen tan fichado. Entonces, en una librería pequeña tú no le vas a decir al librero: “Oiga, ¿por qué no tienen mi libro?”. En una cadena, preguntas, sí.

Cuenta esa anécdota, no sé si exagerándola un poco, a través de la figura de Javier Marías en la librería La Buena Vida, ¿no?

Así me la contaron, sí. Cuando Jesús Trueba en La Buena Vida, una tarde charlando en su estupenda librería, hablando precisamente de las disfuncionalidades de los escritores, me cuenta que Javier Marías se presentó una vez en su tienda y fue directamente a la M de Marías a ver si estaban todos sus libros y le hizo observar que faltaba uno, y se fue. Yo le dije a Jesús: “Por favor, si es mentira, dímelo porque necesito saberlo, porque esto es importante para mí, porque estoy escribiendo sobre esto”. Me confesó que fue tal cual lo cuento. 

Pero, Manolo…

Yo digo en el libro, yo digo, yo pienso, ¿a quién no le pasará ya? Pues a Vargas Llosa ya no le pasará. Llegará un momento en que no sucederá, claro que sí. Cuando seas nonagenario ya será imposible ir con el tacatá a ver si están tus libros en las librerías. 

Su libro, entre otras cosas, arranca contando la época en que usted se sentía invisible, que se sentía desdichado porque le faltaban lectores, por no tener repercusión… Pero en este momento, cuando lleva alrededor de 30 libros y está en todas partes y en muchas bocas, casi parece algo patológico.

Yo quería que el libro fuese comedia. Exacto, eso está claro. Yo quería, sí, redactar una comedia, sin ocultar las adversidades y las profundidades de la vida que el capítulo tres, que se titula ‘Tríptico de la orfandad’, es un descenso a los abismos de mi alma y de mi origen familiar y de mi origen social y de mis padres, que están siempre presentes… Una novela autobiográfica mía sin la presencia de mis padres es inviable. Pero ahora me he ido…

Ja, ja, ja. Bueno, tampoco se ha ido tanto. Sus padres están todo el rato en el libro de diferentes modos.

Pero yo, por ejemplo, estoy en la Feria del Libro de Madrid y de repente no viene nadie. Estoy cinco minutos sin que venga nadie y me voy a suicidar con el cinturón. Un cinturón Levis potente, y sí me voy a colgar del árbol de aquí al lado. Y de repente viene alguien. Y yo pienso que ese que viene me lo manda mi padre. 

¿Eso piensa? Bueno, hay una anécdota maravillosa que nos tiene que contar y que impresiona mucho en el libro: cuando de repente su padre descubre que está leyendo a Charles Baudelaire.

Fue así. Eso es una cosa fascinante. Yo pensé en mi padre. Mi padre que era viajante de comercio, hijo de comerciante. Mi madre era hija de campesinos. Pero, ¿cómo demonios? Mi padre debía decir: “¿Qué hemos hecho nosotros para que nos salga un poeta?” Yo qué sé, te puede salir un ingeniero, un médico, no sé, un taxista, un banquero. Pero, ¿cómo demonios te puede salir un poeta?”. Yo pensaba en la perplejidad de mi padre. Tuve una conversación con mi padre y creo que no la he soñado, que es verdad, y la cuento aquí. Sí. Yo tenía 16 años o así, mi padre me vio leer a Baudelaire y me dijo: “Es un poeta, es un gran poeta, pero es un poeta peligroso”. Peligroso. Al oír esto me quedé pasmado porque yo creo que jamás mi padre había leído a Baudelaire. Entonces, tengo la sensación de que Baudelaire se metió en su cabeza y le dijo: “Dile esto a tu hijo”. O sea, la literatura es la fascinación y la imaginación es ilimitada, ¿no? Y un poco el libro entero celebra eso, desde luego.

Manolo, ¿desde cuándo habla usted con fantasmas? 

Hablo habitualmente, esto es un don…

Habla con muchos: el de Lou Reed, el de Hermann Broch, el de Elvis… 

Mi madre procede del Somontano de Huesca y yo creo que ahí se dio también un poco lo que Luis Buñuel cuenta de Calanda y Teruel en ‘Mi último suspiro’: dice que no hubo transición entre la Edad Media y el siglo XX. Es como la memoria de Luis Buñuel, que está muy presente en la novela. En el Somontano de Huesca yo creo que pasó lo mismo que en Teruel. No hubo transición, pasamos de la Edad Media al siglo XX.

¿A dónde quiere ir a parar?

Que había toda una cultura de relación con los muertos. Mi madre hablaba mucho de los muertos, pero no les prestaba atención porque no los consideraba interesantes. Los consideraba gente aburrida, porque no tenían conversación ni nada, no eran interesantes. Y esa idea de los que estuvieron antes, yo la heredo de mi madre, porque mi madre pensaba mucho en sus muertos. Y eso es atávico, es primitivo. Yo pienso en mi familia, en los muertos de mi familia, pero también pienso en los muertos culturales, artísticos que formaron mi sensibilidad y que me ayudaron a vivir. El segundo capítulo, que se titula ‘Fantasmas enamorados’, está dedicado a músicos, escritores, filósofos, yo qué sé… Pintores, gente de toda calaña, que en algún momento de mi vida me sirvieron, me ayudaron, me dieron esperanza, me dieron fe.

Uno de ellos, y no deja de resultar un poco curioso, es Ernst Jünger.

Lo que yo hago no es contar las grandezas de su obra, porque eso ya lo han hecho otros. No sé, si yo hablo, por ejemplo, de Ernest Jünger, que es un personaje que a mí me interesa mucho y que me ayudó mucho, no se me ocurre contar y analizar la obra de Jünger, sino la fascinación de alguien que vivió 102 años, alguien que estrechó la mano de Adolfo Hitler, que vio por la televisión a Los Beatles, que conoció el cine revolucionario alemán de los años 80, que vio la caída del muro de Berlín, que vivió la Primera Guerra Mundial, y que lo contó como escritor. Que vio algo que a mí me apasiona.

Bueno, es el perfil más largo del libro, casi. 

Jünger no tiene perdón de Dios, yo no lo lo absuelvo ahí. El otro día, con el crítico y catedrático Jordi Gracia, tuve una discusión sobre este tema, porque él me decía que yo lo absolvía y yo no lo lo absuelvo.

Quizá un poco sí…

No. No. Al final digo: “Jünger era un nazi…”. Lo que pasa es que en la biografía de Jünger se ve que, cuando estuvo en el año 41 en París, ayudó a Cocteau, ayudó a Picasso, se jugó la vida. Entonces, eso fue además lo que le sirvió para que luego no tuviese problemas cuando acabó la guerra. Hay muchas gentes que atestiguaron que gracias a Jünger salvaron la vida, entre ellos grandes intelectuales. Y además, incluso saboteó a su propio ejército. Esa culpa no prescribe. La culpa del nazismo no prescribe. Pero, sin embargo, se da la fascinación de alguien que, habiendo vivido algo, habiendo sido protagonista de algo tan terrible e imperdonable como eso, no se matara. Lo normal hubiera sido pegarse un tiro, ¿no? Pegarse un tiro por no poder soportar esa culpa. Pero siguió vivo. Y a mí eso, como escritor, me produce enigma e interés.

A usted le interesa esa gente que, de alguna manera, se mueve en el polo de la autodestrucción todo el tiempo. Y a veces de la inmoralidad: pienso en William Burroughs, en Arthur Rimbaud, en Jack Kerouac…

Son escritores por los que mi generación sentía veneración. Yo no sé ahora los escritores jóvenes de veintitantos años por quiénes entran en la literatura. Nosotros empezamos en la leyenda de la literatura. Y teníamos nuestros grandes legendarios. Rimbaud, por ejemplo. O Jack Kerouac. Y pensábamos que se podía vivir la literatura, se podía llegar a ser un gran escritor y a la vez un gran vividor. Y este impulso nos llevó a la literatura, pero yo tengo la sensación de que no la he cumplido. Entonces, eso también lo reflejo en el libro. Digo que no fuimos la Generación Perdida ni fuimos la generación ‘beat’ y eso que la ‘beat’ parecía más asequible que la Generación Perdida. 

Entre las cosas innobles, que no sé si es innoble, aquí hay una pasión y una preocupación por el dinero. Habla muchísimo de dinero, dice que no quiere ser un muerto de hambre. 

Soy de pueblo. Mi madre de pequeño me dijo: “Haz todo lo posible por no ser un muerto de hambre”. Esto fue un mandato materno y toda mi vida ha estado dedicada a cumplir el mandato de mi madre de no convertirme en un muerto de hambre. La herencia, lo que tu padre y tu madre te dicen sobre todo de la generación de la que yo vengo, desde los años sesenta, se graba a fuego en tu memoria. No hay manera de quitártelo de encima. 

No sé si esto no es un poco teatral. Un exceso literario de los que tanto le gustan.

No. No. A veces muchos amigos míos me dicen: “Hombre, Vilas, cómprate una Coca-Cola que ya puedes pagarla. Cámbiate de zapatos”. O yo qué sé. Sin embargo, no puedo. Tengo la sensación de que voy a acabar pidiendo en una esquina. Siempre que veo gente pidiendo en la esquina de repente tengo la sensación de decirle: “Hazme un hueco. Este sitio es bueno, hazme un hueco”. 

Sin embargo, hablando de su padre, cuenta una cosa muy bonita: dice que no va a ningún sarao sin llevar un traje.

Es así. Eso es porque yo lo aprendí de mi padre. Mi padre iba de punta en blanco a trabajar. Era viajante de comercio, iba elegantísimo y yo pensé que si vas vestido de punta en blanco te pagan. Yo no puedo ir a una conferencia a una charla o un club de lectura vestido de manera casual como muchos contemporáneos míos o colegas míos más jóvenes porque pienso que no me van a tomar en serio. Y esto es herencia paterna. 

Como estamos en el centenario de Kafka, vamos a hablar un poco de él. ¿Por qué le ha marcado siempre tanto?

El año que viene publicaré un pequeño ensayito sobre Kafka. Yo no soy un lector de Kafka, y lo he dicho ya, soy su enamorado. Kafka produce enamoramiento. O sea, no es un escritor normal. Usted puede admirar a un escritor: a Flaubert, a Charles Dickens, a quien quiera. A Borges. Son escritores absolutamente maravillosos y admirables. Pero es que el problema de Kafka es que te enamoras de él. No sé qué demonios hay en su literatura. Es un misterio. De hecho, es el escritor que más bibliografía genera en el mundo entero. Es el escritor más traducido en el mundo entero después del Quijote de Cervantes. Todo escritor del siglo XX, posterior a Kafka, ha escrito sobre Kafka. Continuamente, cada año se escriben tesis y tesis doctorales sobre Kafka. Y no terminarán nunca porque los enigmas que hay en la obra de Kafka son interminables e infinitos. Y te atrapan. 

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es escritor y responsable del suplemento Artes & Letras de Heraldo de Aragón. Entre sus libros recientes están Golpes de mar (Ediciones del Viento, 2017) y Cariñena (Pregunta, 2018)


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