El olvido literario sobreviene por razones varias; quizá la más perniciosa y constante de todas sea la asfixia que provocan, parafraseando a Gabriel Zaid, los demasiados libros. La multitud sofoca a las pequeñas joyas y los autores de culto cada vez quedan más lejos. Aunque no sea nada nuevo y la historia de los raros se escriba de este modo, siempre es bueno actualizar el panorama de memorables al borde del olvido.
Hoy inicia una serie de posts en los que un escritor, una vez por semana, destaca la obra de algún autor imprescindible, no necesariamente excéntrico, simplemente poco visto.
– La redacción
Las manzanas son un enigma
Amparo Dávila es una de las cuentistas más extrañas, originales e interesantes de la literatura mexicana del siglo XX. Paradójicamente, su obra no ha gozado de una difusión y un reconocimiento dignos de su estatura. Aunque le fue otorgado el Premio Villaurrutia en 1977, recibió un homenaje de Bellas Artes en el 2008 por sus 80 años de edad y el Fondo de Cultura Económica publicó sus Cuentos reunidos en 2009, sigue siendo una escritora de culto. Como suele suceder, ha tenido más eco en el extranjero, donde ha aparecido en aproximadamente cincuenta antologías en idiomas como el francés, el alemán, el italiano y el inglés. Afortunadamente, su obra sigue cautivando a nuevas generaciones de escritores mexicanos, y ha sido leída atentamente por autoras como Cristina Rivera Garza, Vivian Abenshushan y Bibiana Camacho, quienes la han convertido en tema de novelas o artículos.
Nacida y criada en Pinos, Zacatecas(1928), y trasladada posteriormente al Distrito Federal, en sus relatos confluye una mezcla de provincianismo y transgresión que le confiere a su obra un tono profundamente inquietante. Ella misma explica en una entrevista que puede consultarse en YouTube, que creció en su pueblo natal mirando las caravanas fúnebres que iban hasta Pinos para enterrar a sus difuntos, ya que era el único cementerio cercano. Ya fuera en una carreta o sobre el lomo de una mula, los muertos desfilaban como “un espectáculo”. Desde la biblioteca de su padre, la pequeña Amparo se entretenía, literalmente, “viendo pasar la muerte”. También echaba mano, por supuesto, de los libros que la rodeaban. Entre ellos, la Divina Comedia de Dante, lectura que la horrorizó porque el libro venía acompañado de los dibujos de Doré.
Pero no es la provincia ni la urbe lo que sobresale en sus cuentos, sino las trabajadas atmósferas y la creación de los personajes, siempre atrapados en un destino funesto al que no pueden –o no quieren– eludir. “No hay escapatoria posible al huir de nosotros mismos”, dice uno de los protagonistas de “El patio cuadrado”. Esa fatalidad permea sus relatos, es una gotera implacable que cae sobre sus personajes, desquiciándolos y orillándolos al abismo, a esa frontera donde realidad y fantasía son una misma y asfixiante pesadilla.
Enclavados en la literatura fantástica y de terror, los cuentos de Amparo Dávila están habitados por personas comunes y corrientes, que se ven enfrentadas a amenazas externas (presencias ominosas, íncubos, doppelgangers, espectros) o a su propia e incomprensible locura. Ya sean solitarios alienados como el protagonista de “Fragmento de un diario”, cuyo objetivo es perfeccionar su escala de dolor, o miembros de una familia tradicional y abnegada, como los que se entregan a su destino de cuidar a un hijo-ogro en “Óscar”, sus criaturas deambulan por una cotidianidad extraordinariamente reconstruida y palpable. Esto permite que la oscuridad y las calamidades irrumpan en las historias con una fuerza sobrecogedora y más “natural” que “sobrenatural”.
Amparo Dávila narra desde una época muy concreta, y eso le confiere a sus relatos una sensación de estar detenidos en el tiempo que, lejos de restarles efectividad, los potencia al hacer sentir al lector que ha traspasado a una dimensión paralela, donde puede verse a sí mismo viviendo en otra vida. En sus relatos se bordan pañuelos, se teme a la tuberculosis, se espera a los tranvías, se usan guantes, gabardinas y sombreros, hay gobelinos y pianos de cuarto de cola, se sirven cremas y licores, y se pagan centavos. “Aquí todo es recuerdo, hasta el aire”, dice uno de los protagonistas de “La quinta de las celosías”, uno de sus mejores textos.
Una de las cualidades más notables de la narrativa de Amparo Dávila es el estilo. Sus relatos están dotados de una prosa afilada y precisa, no existe una frase de más, están trabajados con la paciencia de una escritora que nunca tuvo prisa, y que solamente publicó cuatro compilaciones: Tiempo destrozado (1959), Música concreta (1964), Árboles petrificados (1977), y Con los ojos abiertos (incluido en el mencionado Cuentos reunidos). Ella misma comenta que las fatalidades de la vida –como si se tratara de uno de sus propios personajes– le impidieron escribir más o corregir más aprisa sus textos. Lo cierto es que desde sus relatos tempranos escribió con audacia y visión, cultivando una manera singular de entender la vida y la literatura, una donde los caminos rectos e iluminados carecían de su interés.
Lo que más se le agradece, es que siempre evadió las obviedades. Sus terrores no pueden catalogarse con facilidad, porque nunca está claro de dónde proceden. El ejemplo más significativo está en su pequeña obra maestra: “Alta cocina”, un cuento de apenas página y media en el que la protagonista recuerda un platillo de su niñez, que preparaban en su casa a base de un extraño ingrediente que crecía en la temporada de lluvias, que poseía unos ojillos redondos y negros, y que no dejaba de chillar en su lenta agonía en el caldero. Uno no llega a saber exactamente qué es aquello que cocinaban, lo que acrecienta lo escalofriante de la historia.
Hay un principio básico para todo narrador de lo paranormal: para poder escribir sobre ello, tienes que creer en ello. Amparo Dávila cuenta que de niña era visitada por el fantasma de un hombre que había sido dueño de la finca en la que habitaba con sus padres. Un señor con una pata de palo que la hacía sonar cuando se acercaba a ella… La biografía personal entrelazada con la obra literaria. El territorio que crean aquellos a los que la realidad les parece insuficiente. Lo expresa inmejorablemente uno de los personajes de “Música concreta”: “A veces uno sin querer, sin darse cuenta, mezcla la realidad y la fantasía y las funde, se deja atrapar en su maraña y se abandona a lo absurdo, es como irse de viaje hacia una ciudad que nunca ha existido”. Hacia allá nos empujan las historias de Amparo Dávila. La ciudad no tiene nombre, pero en ella hay árboles, penumbra y un viento helado. Y una única certeza: en ese lugar hasta las manzanas son un enigma.
Su libro más reciente es el volumen de relatos de terror Mar Negro (Almadía).