Ilustración: Manuel Vargas

El texto que camina: El profesor del deseo, de Philip Roth

En la vigésimo tercera –y penúltima– entrega de la serie, un libro que ejemplifica el modo en que Philip Roth fundió persona y obra, vida y literatura, realidad y ficción, autobiografía y novela.
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Lee aquí otras entregas de Memorias de un leedor.

La noche del 22 de mayo de 2018, con el sueño espantado por los mosquitos, encendí mi teléfono para repasar los periódicos –hace veinte años hubiera tomado un libro, por cierto– y comprobar que el mundo no se había caído desde la última vez que los revisara, o sea, hacía apenas unas horas. Entonces vi la noticia en The New York Times: Philip Roth acababa de morir en Manhattan.

Tenía –tengo– por Roth una admiración que normalmente siento por escritores de otros siglos o generalmente muertos, y siempre me pareció un poco increíble ser su contemporáneo, la pueril idea de que, al mismo tiempo que yo llevaba a cabo mi ordinaria vida cotidiana, Philip Roth estuviera en algún lugar haciendo algo. Llegué relativamente tarde a su obra y es una prueba más de que un autor leído en la edad adulta y ya con muchas páginas recorridas puede igualmente suponer un gran impacto. En realidad, yo había leído en mis veintes Mi vida como hombre, pero, aunque me gustó, no di continuidad a la lectura del resto de su obra. Recordaba también, en 2006, las mesas de novedades de las librerías norteamericanas tapizadas de Everyman, uno de sus últimos libros y pequeña obra maestra.

Roth ha sido adaptado al cine, en general con poca fortuna, pero debo a una de esas regulares adaptaciones su redescubrimiento. Un fin de semana, en 2009, entré a ver por casualidad Elegía de Isabel Coixet, adaptación de El animal moribundo, con las actuaciones de Ben Kingsley y Penélope Cruz. Aunque el film sentimentaliza y traiciona el espíritu de la novela, de cualquier forma me gustó y me remitió a esta. Cuando la leí, supe que estaba enganchado a un nuevo autor.

La novela es la tercera y última entrega de la saga de David Kepesh, uno de los alter ego de Philip Roth (la primera es El pecho y la segunda El profesor del deseo). En ella, Kepesh, crítico literario y profesor casanova, rememora una de sus últimas aventuras con la joven Consuela, hija de inmigrantes cubanos. Acostumbrado a este tipo de affaires, Kepesh suele mantener la distancia y no involucrarse demasiado, pero ahora, a las puertas de la vejez, Consuela le hace perder el equilibrio y adentrarse en los infiernos de la pasión y los celos. Como de costumbre, Roth hace un análisis detenido del poder de eros y, característica de sus últimas obras, del deseo en el umbral de la vejez y la muerte. Conseguí el resto de la saga y entonces leí El profesor del deseo (Random House Mondadori, México, 2008). Esta no es, seguramente, la mejor novela de Roth (mejores son, por ejemplo, La lección de anatomía, Contravida y El teatro de Sabbath), pero fue una de las primeras que leí y de las que me tocó más de cerca, y es por eso que la he elegido.

El profesor del deseo es la Bildungsroman de Kepesh. En ella asistimos al proceso de formación del hedonista irredento –“libertino entre los eruditos, erudito entre los libertinos”, como gusta definirse–, pero que aún no acaba de hacerse a la idea, como parece haberlo hecho en El animal moribundo, de que nunca sentará cabeza y que sus relaciones serán siempre pasajeras, y que se las ve negras por esto. Philip Roth poseía un conocimiento escalofriantemente exacto de cómo funciona el deseo masculino: su mutabilidad, su inexorable hartazgo, su permanente búsqueda de nuevos estímulos.

Kepesh es, ante todo, un profesor de literatura, vocación no menos rara, cuando es verdadera, que la del genuino escritor. Sin embargo, dista de ser un profesor convencional y concibe un proyecto inaudito de involucrarse íntima, personalmente con su clase. Tras sobrevivir a una violenta crisis sentimental y erótica, Kepesh se dispone a dar un curso universitario en Nueva York. Ha decidido que la temática gire en torno al deseo y para ello hará que sus alumnos lean novelas como Madame Bovary o La muerte en Venecia. Sin embargo, no solo hará eso, sino que, además, relatará a sus estudiantes, con lujo de detalles, la crisis por la que ha atravesado, exhibiéndose frente a ellos por completo. De viaje en Praga (adonde ha ido a seguir las huellas de Kafka) antes de iniciar el curso, una noche en el hotel prepara el discurso que pronunciará en la primera clase y que constituye, de hecho, toda una poética de la enseñanza. Cuando lo leí, me dieron ganas de enmarcarlo. Me permito citar extensamente el final:

Me encanta enseñar literatura. Pocas veces me siento tan feliz y contento como cuando estoy aquí con mis páginas de anotaciones y mis textos llenos de marcas y con personas como ustedes. En mi opinión, no hay nada en la vida que pueda compararse a un aula. A veces, en mitad de un intercambio verbal –digamos, por ejemplo, cuando alguno de ustedes acaba de penetrar, con una sola frase, hasta lo más profundo de un libro–, me viene el impulso de exclamar: ‘¡Queridos amigos, graben esto a fuego en sus memorias!’. Porque una vez que salgan de aquí, raro será que alguien les hable o los escuche del modo en que ahora se hablan y se escuchan entre ustedes, incluyéndome a mí, en esta pequeña habitación luminosa y yerma. Ni es tampoco muy probable que encuentre fácilmente en algún otro sitio la oportunidad de expresarse sin embarazo sobre lo que más importaba a hombres en tan buena sintonía con la lucha por la vida como Tolstoi, Mann o Flaubert. Dudo de que se hagan ustedes una idea de hasta qué punto resulta emocionante oírles hablar, muy en serio y muy sensatamente, sobre la soledad, la enfermedad, la añoranza, el quebranto, el sufrimiento, el desengaño, la esperanza, la pasión, el amor, el terror, la corrupción, las calamidades y la muerte… Por expresarlo del mejor modo posible: lo que la iglesia es para el verdadero creyente, lo es la clase para mí. Hay quienes se postran de rodillas el domingo… Yo me presento tres veces por semana, con la corbata alrededor del cuello y el reloj encima de la mesa, a enseñarles a ustedes los grandes relatos. Mis queridos alumnos, he cabalgado a lomos de una gran emoción este año. También de eso hablaremos. Entretanto, si es posible, tolérenme ustedes esta actitud tan amplia y tan capaz. De hecho, lo único que quiero es presentarles mis credenciales para enseñar Literatura 341. Parte de estas revelaciones les parecerán a ustedes de mal gusto, indiscretas, poco profesionales, pero, así y todo, me gustaría, con el permiso de todos ustedes, proceder a continuación a ofrecerles un relato abierto de mi vida anterior como ser humano. Soy un auténtico devoto de la narrativa, y les aseguro a ustedes que a su debido tiempo les contaré todo lo que sobre ella sé, pero, en realidad, nada en mi interior vive tanto como mi vida.

La primera vez que leí estas palabras casi me voy de espaldas: esto es ser un profesor –me dije–, esto es realmente enseñar literatura. Ponerte a contar a tus alumnos tu vida privada es probablemente un exceso, pero creo entender perfectamente lo que Roth, que dio clases muchos años, quiso decir. Cuando enseñas literatura, todo se vuelve personal, íntimo, y, si no es así, lo estás haciendo mal. Entendería que si tu materia es contabilidad o derecho fiscal seas capaz de trazar una línea clara entre tu actividad docente y tu vida, que termines de dar tu clase, salgas del aula, te olvides un poco de números e impuestos y te pongas a vivir, pero si enseñas artes o humanidades esto no es posible. No hay vida, por un lado, y enseñanza, por otro, pues enseñas la sustancia de la que estás hecho. Enseñar literatura no debe ser nunca una mera cuestión académica, profesional o laboral, sino vital. Enseñar literatura debe ser, ante todo, mostrar cómo esta ilumina la vida y nos la hace comprender mejor y más lúcidamente.

Así como Kepesh está involucrado hasta la última fibra de su cuerpo en la enseñanza, Roth lo está en su escritura. Quizá lo más admirable sea cómo –a través del juego de identidades de sus personajes, todos escritores: Nathan Zuckermann, David Kepesh, “Philip Roth”– fundió por completo persona y obra, vida y literatura, realidad y ficción, autobiografía y novela. Como Borges o Nabokov, Roth es un autor eminentemente literario y su tema de fondo es, quizá, la relación entre el escritor y su obra; en él, la literatura se mira al espejo y se interroga a sí misma.

Muchas veces me he preguntado quién sería Philip Roth realmente detrás de todas esas máscaras (a Pessoa, sobra decirlo, le habría encantado). Tal vez la mejor definición la haya dado Zuckermann en el epílogo a Los hechos. Autobiografía de un novelista, en el que el personaje interpela a su creador: “creo que has escrito metamorfosis de ti mismo tantas veces, que ya no tienes idea de quién eres o fuiste alguna vez. Por ahora, lo que eres es un texto que camina”. “A walking text”, un ser hecho de palabras. ¿Qué mejor definición para un escritor?

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(Xalapa, 1976) es crítico literario.


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