Hadrian
Ambition even vast finds its limit.
But love goes undefined, a threshold crossed
As often as the passage serves to deepen
Hushed petitioners who falter toward
A torch-lit audience with the oracle.
Barricades that dammed back Caledonia
And its warriors also bridled the Empire,
Rome in its Silver Age a hub less driven
To centrifugal expansion via paved
Routes designed to spin out cohorts of shields
By the bronze, obedient ten thousand.
Standardized blocks constructed Caesar’s rough-cut
Nec plus ultra, his full stop in stone.
A calculated number of leagues south,
Great Juno drifted into indolence.
The drowsy scepter slipping from her grasp
Clattered on tile and rolled toward the feet
Of a supple Ganymede from Greece
Who decanted an unstinting Hellenism
For the imperial eagle that had taloned
Him aloft. Dawns when light spilled over
Their tousled couch and lip met softer lip,
Northern troops with matted hair and bodies
Daubed black or red or white with crisscross signs
Glared at the horizon’s show of offensive
Ramparts and raised a forest of roaring spears.
Blue chieftain eyes locked on the stoop of a hawk,
Hailed it, and exulted: “Rome will fall!”
But not yet. Hadrian bowed anointed curls
To his calyx of Falernian and drank
Their future, unaware the gods predestined
An Egyptian river whose warm genius would
Enfold and waft away the drowned cupbearer,
A mutable ephebe all seven hills
And loyal provinces agreed to mourn.
Less a ruin now than breached and broken
Stonework, their eclogue is subscribed in full,
Bearded and beardless actor a dialogue
In the flickering amphitheatre
Where incident and passion, distilled as fable,
Manage not to drown in history.
They approach, take hands, embrace, and breathe a name.
When Caesar steps from loosened Tyrian robes
And youth lets fall its chlamys, not even empire
Outweighs the body’s marble capital.
Cold centuries of sentries pace the wall,
Leaving it at last to midnight’s legions,
The diamond surveillance of the northern stars.
Alfred Corn
Adriano
La ambición, aunque vasta, encuentra su límite.
Mas indefinido es el amor, umbral que se atraviesa
tantas veces como el pasaje sirve para enseriar
a mudos suplicantes que caminan precarios a
una audiencia oracular, de antorcha iluminada.
Las barricadas que contenían a Caledonia
y sus guerreros también ceñían el Imperio,
la Roma Argéntea un centro ya menos proclive
a la expansión centrífuga vía pavimentadas
rutas, diseñadas para lanzar cohortes de escudos
en broncíneas, obedientes decenas de miles.
Bloques homogéneos construyeron el áspero
nec plus ultra de César, su pétreo punto final.
A una suma calculada de leguas hacia el sur,
la gran Juno se rendía a la indolencia.
El cetro adormilado resbaló de su puño,
golpeó las losas y rodó hacia los pies
del suave Ganímedes de Grecia
que decantaba un pródigo helenismo
para el águila imperial que lo había alzado
con sus garras. Al alba, la luz se derramaba
sobre su lecho rebujado y un labio tocaba tierno labio;
del norte los soldados, greñudos y marcados
en sus cuerpos de signos negros, rojos, blancos,
admiraban a lo lejos la escena de baluartes
ofensivos y levantaban un bosque de rugientes lanzas.
Un caudillo fijó su vista garza en la abatida de un halcón
y reverenciándolo exclamó: “¡Roma caerá!”
Mas no aún. Adriano inclinó rizos ungidos
ante su cáliz de falerno y brindó
por su futuro, ignorando el designio de los dioses:
el tibio genio de un río egipcio
con su abrazo arrastraría al copero ahogado,
mutable efebo a quien, unánimes, las siete colinas
y las provincias leales convinieron llorar.
Ya menos ruinosa que la cantería rota
y quebrantada, su égloga de lleno se suscribe:
de barbado e imberbe actor un diálogo
en el anfiteatro titilante
donde incidente y pasión, destilados cual fábula,
consiguen no ahogarse en la historia.
Se acercan, unen sus manos, se abrazan y exhalan un nombre.
Cuando César abandona su holgada toga tiria
y el joven deja caer su clámide, ni el imperio
pesa más que el marmóreo capitel del cuerpo.
Frías centurias de centinelas recorren el muro
dejándolo al fin a las legiones nocturnas,
la custodia diamantina de las estrellas boreales.
Alfred Corn, “Hadrian”, traducido al español por Mario Murgia.
***
Piers Gaveston
El filo diestro que mi cuello aguarda
no es sino el inesperado aviso
de que esta noche he de temblar
no de miedo ni de amor,
sino de frío.
Convertí por él el mar
en un suspiro
y en versos cadenciosos
los dolores del exilio.
A esta tierra regresé
no por favores a los míos,
mas por virtud de él,
de su viril abrazo
y de su abrigo.
Torné con el alma verde mar,
remojada del mar mismo,
como minúsculo Leandro
hecho monumento, sin embargo,
en el recuerdo del licor ferviente
que mi lengua cazadora
ávida acechaba en la espesura
de su vientre y de sus junglas.
Si me atrevo y miro,
¿qué hay debajo?
En mi tumba se adivina
la negrura tibia
que en su cuerpo me acogía.
Recuerda, Pedro, que el sepulcro
no es su boca y que su boca
no es tu vida.
Serán en su futuro
un estertor sin nombre,
la caricia viciosa del maldito,
un sacrificio indigno del tablado
y el hierro blanco que le arranque
desde dentro
las entrañas y los gritos.
Serás, Gaveston, en la muerte,
la razón nocturna de su semen,
la humedad perenne de su reino,
la traición de todos sus amantes,
su silencio puro y su infinito.
Mario Murgia
Piers Gaveston
The adroit axe-blade that my neck awaits
is but the unexpected alert
that tonight I will tremble
not with fear or love
but with cold.
For him I transformed the sea
into a sigh,
for him the pain of exile
into lilting verses.
I returned to this country
not to have favors done for me and mine,
but for his own virtues,
for his manly embrace
and for the shelter it offered.
I came back with my soul green as the sea,
drenched in the sea itself,
like a miniature Leander
transformed into as a monument and still
recalling the fiery liquor
that my hunter’s tongue
avidly ambushed there in the thickets
and hardwoods of his belly.
If I dare look down
and ask what lies below
in my grave, I will discover
the warm darkness
that welcomed me into his body.
Remember, Piers, that the grave
is not his mouth and that his mouth
is not your life.
In future days, for him, they will be
a rattle without a name,
the lewd caress of the damned,
a sacrifice unsuitable for the stage
and the white-hot steel that rips
from deep inside him
his entrails and his screams.
Once dead, you, Gaveston, will be
the nocturnal prompt for his semen,
the perpetual irrigation of his reign,
the hidden betrayal of all his lovers,
his unbroken silence—and his infinity.
Mario Murgia, “Piers Gaveston”, traducido al inglés por Alfred Corn.
(Bainbridge, Georgia, 1943). Ha publicado once poemarios, siendo Unions (2014) el más reciente. También es autor de dos novelas y tres colecciones de ensayo. Ha recibido numerosos premios por su poesía, entre los cuales se encuentran el de la Academia paras las Artes y la Literatura de los Estados Unidos, así como el de la Academia de Poetas Norteamericanos. Forma parte de la Georgia Writers’ Hall of Fame desde 2017. Corn también ha sido profesor en las universidades de Yale, Columbia, Cincinnati y UCLA. Alfred Corn se distingue por traducir del griego clásico, el latín, el francés, el alemán, el italiano, el ruso, el chino y el español. La prestigiosa editorial Norton publicará en 2021 su traducción al inglés de las Elegías de Duino, de Rainer Maria Rilke.