Anoche estuvimos unos veinte minutos preparando la falda que tiene que llevar mi hijo mediano para carnaval –¡viva Carnestolendas!–. Primero tuve que cortar una bolsa de basura blanca en tiras –por la parte más larga, ese detalle era importante–. Una de las tiras sería la cinturilla y el resto de tiras irían atadas a esa tira-cinturilla. Odio recortar. Lo odio desde que empecé a hacerlo. Se lo dije a mi novio. Me lo dices siempre que coges unas tijeras, me dijo. Las tiras iban saliendo más ondas que tiras y mi hijo mediano, que no quería acostarse hasta ver la falda acabada, preguntaba si tenían que ser así. Respondí mal y seguí con mi tarea. El niño se acostó y su padre y yo nos quedamos atando las tiras. El tema del desfile de carnaval de este año es el río, así que cada curso se disfraza de algo relacionado: la pequeña va de gota de agua, el mediano de garza, garceta o garcilla –se puede decir con otras palabras, pero ahora no me acuerdo, me ha dicho esta mañana–, y la mayor aún no sabe si le ha tocado de gaviota o de flamenco. Siempre me sorprende que haya gaviotas en Zaragoza. Mientras hacíamos los nudos pensé en la paradoja de usar plástico, luego seguí atando las tiras con un eficaz sistema que había ideado para que le quedara en la mitad.
Por la tarde, mantuve una conversación que habría firmado Ionesco con mi hija pequeña de camino a la piscina: qué es un formidable –es el nombre del bar donde tomamos café y un vasito de leche–. Intento explicarle que no es una cosa sino algo que se dice de una cosa. Ella se enfada e insiste. Pero qué es formidable. Se le olvida un poco frente al escaparate de la tienda de disfraces.
Esa misma semana mi hija mayor pronunció unas aterradoras palabras: Mamá, yo de mayor quiero ser actriz.
Unas semanas atrás, se quemó uno de los diferenciales del cuadro de luces. Se fue la luz cuando estábamos haciendo la cena, saltó del cuadro y empezó a oler a quemado. Nos asustamos y abrimos las ventanas. Barreiros abrió el cuadro y enseguida dio con el mecanismo chamuscado, aún estaba caliente. Los niños se asustaron, como se asustan los niños: con la alegría y la curiosidad que les produce la sensación de estar viviendo algo extraordinario, una aventurilla. Una vez que su padre hizo un apaño para que volviera la luz, pudimos acabar la cena. Mi hija mayor me preguntó si lo podía contar al día siguiente en el colegio. Esperó a que le diera permiso y fue a por un cuaderno: esto tengo que escribirlo, dijo.
Se ha muerto Burt Bacharach, el compositor de, entre otras, “Raindrops keep falling on my head”. Sergio Algora llamó a su bar Bar Bacharach, y había unos Burt pintados en una de las paredes, también en el cartel del bar aparecía esa misma silueta. El bar cerró hace un par de años, sobrevivió a Algora más de una década, y al bar le ha sobrevivido Bacharach. Nunca le pregunté a Algora por qué su bar se llamaba Bacharach y no Reynolds o Lancaster, además de lo evidente: era compositor y Algora había tenido varios grupos (El niño gusano, Muy poca gente, La costa brava).
Burt Bacharach tiene un cameo en el libro de Bob Dylan Filosofía de la canción moderna, en la pieza dedicada a “Pump it” de Elvis Costello, escribe: “Si has llegado a escribir canciones con Burt Bacharach está claro que te la sudará lo que piensen los demás”.
Ahora escucho “I’ll never fall in love again” (Bacharach/Costello) y comprendo por qué el bar de Sergio Algora se llamaba Bacharach. Burt, tenías un bar en Zaragoza con tu nombre. Mucha gente se enteraría ayer de que además de un bar, había un compositor que se llama así. Que te lo explique Algora, ahora que estáis en el mismo sitio.