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Los personajes de Sergio Chejfec no se quedan quietos. Casi siempre están paseando, deslizándose sobre un territorio que les resulta extraño, no solo por lo desconocido sino también porque lo observan con un grado de detalle que torna raro hasta lo más habitual. La mirada se cuela por los intersticios del mundo y estos se tornan puentes, pasadizos, agujeros de gusano a través de los cuales se alcanzan otras dimensiones de la realidad. Una mirada que también es, desde luego, una voz que narra. Con un tono siempre reflexivo, atildado, medroso, dubitativo a la vez que hipnótico, atrapante.
Para nosotros, lectores, ahora que Chejfec ha muerto –a causa de un cáncer de páncreas fulminante, el sábado 2 de abril, en Nueva York, donde vivía desde hace más de tres lustros–, su obra es ese territorio un poco extraño, inclasificable, por el cual podemos pasear, perdernos y encontrarnos y volvernos a perder, con la convicción de que en sus pormenores, en los recovecos de sus páginas, nos aguarda la lucidez.
Esa obra comienza en 1990, con un título que de algún modo define su poética: Lenta biografía, y se compone de más de una veintena de libros, entre novelas, cuentos, poesía y ensayo. Y ha edificado una de las voces más sólidas de la literatura argentina de las últimas décadas, siempre desde el perfil bajo, desde una personalidad en un sentido tan elusiva como su estilo. “Un escritor que concibe su literatura en voz baja”, como se definió él mismo en alguna ocasión.
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Puestos a simplificar mucho, podríamos decir que la literatura de ficción se divide en dos grandes grupos. De un lado, una narrativa que podríamos llamar “de acción”, con una trama definida que avanza a partir de las peripecias de sus personajes. Del otro, los textos más “reflexivos”, que se centran sobre todo en los pensamientos y las ideas del narrador o los protagonistas del relato. Sergio Chejfec es un fiel representante de este último paradigma.
Lo entrevisté en 2008, cuando visitó Madrid para presentar Mis dos mundos, que acababa de ser editada por Candaya. Era su décima novela, pero la primera que se publicaba fuera de la Argentina. Alguien de la editorial interrumpió nuestra charla para alcanzarle un teléfono móvil. Desde el otro lado de la línea, un periodista de la agencia EFE quería saber “de qué se trataba” ese nuevo libro. Tal vez la respuesta del autor lo haya decepcionado un poco:
Son las reflexiones de un caminante que, visitando una ciudad del sur de Brasil, se da cuenta de que faltan muy pocos días para su cumpleaños y, entrando en un gran parque a medias olvidado y a medias abandonado por el urbanismo, se pone a reflexionar sobre el significado de las cosas. Como el narrador es un escritor, termina cuestionándose su vocación, digamos, su personalidad y su naturaleza de escritor. De manera que la novela no tiene una intriga, ni una estructura de un comienzo, un desarrollo y un final, sino que es sobre todo reflexiva, como una cavilación.
Cuando le pregunté por esa suerte de dicotomía entre “acción” y “reflexión”, aclaró que hay muchos libros construidos sobre una premisa “más convencional en términos de desarrollo dramático” que le parecían “excelentes, maravillosos”. Pero de inmediato dejó establecido que él se encolumnaba en el equipo contrario:
Creo que la literatura, si sirve para algo, es para complejizar lo existente. Entonces yo no me podría plantear una literatura que busque simplificarlo, a través de ofrecer una acción terminada, completamente legible y que se pueda yuxtaponer sobre la realidad. Mis textos no avanzan en función de una intriga verificable que después se puede ir acumulando en su grado de dramatismo. Pero sí ocurren muchas cosas en ellos, tantas cosas como en cualquier otra novela. Nada más que las cosas que ocurren pertenecen a otros paradigmas. No al paradigma de la acción acumulada, sino al de la acción ampliada o expandida.
“No me interesa —apuntó en otra ocasión— una literatura que sea fiel a los recuerdos y que le brinde tributo al hecho de recordar. Me interesa como experiencia del pensamiento”.
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Sergio Chejfec nació en Buenos Aires en 1956. Se consideraba una especie de “escritor tardío”, porque no se crio rodeado de libros, sino que para él, decía, la literatura había sido “una adquisición que dependió de un acto de la voluntad”. En su libro de ensayos Últimas noticias de la escritura, de 2015, revela que en sus inicios ocupó tardes enteras en copiar, con letra manuscrita, en un cuaderno de formato escolar, relatos de Kafka. “Creía que algo de la literatura de ese autor se impregnaría en mí gracias a la transcripción”. “Me formé bastante solo –contó en una entrevista–. Fui encontrando mi propia forma de escribir gracias a un lento trabajo de ensayo y error”.
Casi al mismo tiempo en que se publicaba su primera novela, en 1990, se fue a vivir a Caracas. Quería estar lejos de su país para tener otra relación con su propia voz, con el lenguaje, con la escritura. Vivió en Venezuela quince años, durante los cuales publicó algunos de sus libros más importantes, como Moral, El llamado de la especie, Boca de lobo y Los incompletos. A todos los acompañó a la distancia, porque se publicaron en la Argentina y en el extranjero tuvieron escasa circulación.
En 2005, Chejfec comenzó a dar clases de escritura creativa en la Universidad de Nueva York, para lo cual se mudó a esa ciudad junto a su esposa, la ensayista Graciela Montaldo. “Se puede aprender a escribir; no estoy seguro de que se pueda enseñar a escribir –creía–. Por eso, muchas veces la utilidad de estos programas no radica tanto en los contenidos que transmiten como en la experiencia que implican. Yo pienso mi lugar allí no como un transmisor de contenidos, sino como un orientador de lecturas”.
Durante su vida en Nueva York publicó la ya citada Mis dos mundos, otras novelas como Baroni: un viaje, La experiencia dramática y Teoría del ascensor, los cuentos de Hacia la ciudad eléctrica y Modo linterna, ensayos como El punto vacilante y el también mencionado Últimas noticias de la escritura y poemas como Apuntes para un panfleto. En este periodo sus libros sí se editaron en otros países de Latinoamérica y en España, y varios se tradujeron también al inglés, francés, alemán, portugués y hebreo.
“A mí me cuesta pensar que nunca voy a volver a vivir en Argentina –me dijo en aquella entrevista de 2008–. Necesito pensar que en algún momento voy a tomar la decisión de vivir otra vez en mi país. A lo mejor lo haré y a lo mejor no. Pero me consuela creer que lo voy a hacer”. Chejfec nunca volvió a vivir en Argentina, aunque visitaba su país con frecuencia. La última vez, en diciembre del año pasado.
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El carácter reflexivo, divagatorio y con “poca acción” de sus textos, así como el perfil bajo que cultivó siempre, hacen que Chejfec sea un autor no de culto (su tercera novela, El aire, de 1992, ya la publicó Alfaguara) pero sí bastante poco conocido y por ende poco leído. Y él no negaba que le gustaría que lo leyeran más.
Cualquier autor o artista es siempre un poco narcisista –dijo–. Quisiera tener más lectores, como también quisiera tener más amigos o más dinero. El punto está en qué hacés para conseguirlo. Yo no quiero tener lectores a cualquier precio. Lo que quiero es escribir como me gusta escribir. Si tengo más lectores en esos términos, estupendo, me voy a sentir mucho más gratificado y vanidoso. Pero no es decisivo para mí. No creo que siga escribiendo o deje de escribir por tener más o menos lectores.
En relación con sus libros, señalaba algo interesante: quería que se incorporaran a bibliotecas. “En el más amplio sentido de la palabra: bibliotecas físicas, bibliotecas mentales, bibliotecas virtuales”. Las expresiones de tristeza por su fallecimiento en las redes sociales dan cuenta de que los libros de Chejfec están presentes en unas cuantas bibliotecas. Y aunque él ya no pueda seguir escribiendo, sus libros continuarán su camino, al encuentro de lectores nuevos.
“Concibo mi literatura como una forma de hacer preguntas”, decía Chejfec. “Y la mejor manera de hacerlo, desde mi punto de vista, pasa por tener un discurso más bien aproximativo sobre las cosas. No ser muy tajante. Por eso la mía es una escritura reflexiva, que combina narración con ensayo y con crónica. Se detiene en los detalles, porque creo que en los detalles es donde se cifra buena parte del significado más o menos escondido de las cosas, y no tanto en los aspectos más visibles”.
Ese afán por los detalles en particular y su estilo en general hizo que muchas veces fuera comparado con un gigante de las letras argentinas: Juan José Saer. De hecho, cuando le preguntaban por sus autores preferidos, Chejfec nombraba a Saer, a Antonio di Benedetto, a Peter Handke, a W. G. Sebald (influencias que, por supuesto, también configuran la poética chejfeciana). Pero él no creía que la comparación con Saer fuera justa.
Saer fue un gran escritor en varios sentidos. Por la coherencia de sus libros, por su densidad estética y también por el universo concreto, cerrado y autónomo que eligió representar, dicho esto sin ninguna connotación negativa. Yo tengo otro tipo de expectativas. No me interesa que mis libros cierren: me propongo, más bien, que estén abiertos. Que planteen más dudas que certezas, que no sean asertivos. Me propongo o me salen los libros como si fueran alusiones, discursos más o menos eventuales, flotantes, arbitrarios, sobre fragmentos de la realidad. En ese sentido me parece que Saer es un gran escritor. Y yo no.
Ahí quedan, en sus libros, los personajes de Chejfec, esos incansables caminantes que no paran de andar, de contemplar, de hacerse preguntas, de tratar de entender. Siempre en voz baja, quizá un requisito indispensable para la experiencia del pensamiento.
(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.