Mary Mills y Earl Harvey Lyall

Ya se acabó el alboroto

A las once cierran las terrazas y llegan los jóvenes con bolsas, porque los turnos no solo distribuyen el espacio sino también el tiempo.
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Aquí delante de mi casa hay un pequeño parque muy recoleto y bien situado a la vez, con distintas alturas que lo hacen parecer mayor a pesar de su pequeña superficie. Hace unos días estaba tomando una cerveza en una terraza nueva que han colocado este año en la acera. Nos sentamos cuando el sol estaba empezando a bajar, un momento de mucho calor, y estuvimos hasta que a las once menos cinco salió la camarera a avisarnos de que nos teníamos que ir.

Mientras estábamos levantándonos aparecieron con tajante alternancia de interruptor algunos pequeños grupos de gente joven cargada de bolsas (con botellas). Con agilidad y pericia saltaron los poyetes y los setos en busca de acomodo. Había llegado su turno, el turno que dejábamos libre los de las terrazas, aunque ellos no se fuesen a sentar en una terraza sino sobre la yerba, porque los turnos no solo distribuyen el espacio sino también el tiempo.

La aparición de aquellos grupos que llegaban puntuales a las once a tomar posesión de su sitio fue de verdad asombrosa y parecía marcar el principio de algo, como el comienzo de la berrea o la pesca del campanu.

Son los grupos de trasnochadores que oigo desde que duermo por el calor con las ventanas de par en par. Llegan sus voces hasta mi casa como sintonías superpuestas. Cuando estaba abierto el tablao de abajo, muchas veces la juerga seguía de madrugada en las escalerillas. Yo me despertaba con la brisa más fresca de las cinco de la mañana y con el jaleo, que me llegaba como de otro mundo.

“¿Eso que estabais cantando a las cinco de la madrugada eran bulerías o tarantos?” Y cuando por despiste confiesen los prendes. Desde que ha acabado la selectividad ha habido botellones a diario, pero la policía no aparece en toda la noche, seguramente porque se entiende que si las discotecas están cerradas a algún sitio hay que ir. Pero una de las madrugadas, hacia las seis y veinte, con la primera claridad, de entre los murmullos de los grupos se distinguen voces de advertencia y cuando me asomo por el balcón veo que llegan dos, cuatro, seis, ¡siete! coches de policía. Apenas tienen que hacer nada para disolver los dispersos fuegos fatuos de los grupos. Se baja un policía del coche y se asoma a las escalerillas como quien admira el paisaje y entonces se ve salir a los adolescentes que obedientemente se dispersan. El verano no ha hecho más que empezar, y las próximas semanas traerán nuevas modas en otros barrios, y allí estarán los adolescentes para extenderlas.

En otra terraza a pocas manzanas, detrás del mercado, se arranca un cantaor que suele estar por el barrio. Debe de ser bastante viejo. Es enjuto como si tuviese las mejillas conectadas por dentro y va vestido a la moda –a cierta moda– de hace cincuenta años, con pantalones de campana de tergal y enormes cuellos. Mientras hace luego la ronda por las mesas el guitarrista espera de una manera muy desconcertante, sin mover un músculo, con los brazos caídos y la guitarra agarrada por el traste. Es imposible saber qué piensa porque nunca se quita las gafas de sol.

Como mi amiga tiene una perra que se ha refugiado debajo de la mesa el cantaor se nos para y nos dice que el perro es el mejor amigo del hombre y que Rafael Farina lo dice en un cante, así que cuando vuelvo a casa me lo pongo y leo la biografía de Farina, en la que lo primero que me llama la atención es los detalles que eligen para hablar de su nacimiento: “Su padre, Antonio Salazar Motos, tratante de ganado, se encontraba en Alba de Tormes vendiendo ganado cuando nació el pequeño Rafael en su casa de Martinamor a las manos de su madre Jesusa Motos, una tía suya y un primo, Manuel Gómez Salazar (de Garcihernández)”. Lo más bonito de wikipedia es el cambio de tonos, y cómo a veces el tono guarda una curiosa armonía con el tema. Sigo leyendo y veo que Farina comenzó su carrera cantando a los seis años por el barrio chino de Salamanca, su ciudad, y al pinchar en el enlace veo que dirige no a la idea de barrio chino en general, sino al de Salamanca, que se describe de una manera alucinante: “La Universidad de Salamanca era el centro de estudios más importante de España, por tanto las rameras aprendían el oficio a su sombra, realizando sus prácticas de aprendizaje con el elemento estudiantil de la ciudad para, convertidas en auténticas ‘profesionales diplomadas’, pasar a la Corte, donde las exigencias, a nivel técnico, eran con mucho mayores”. La explicación me deja asombrada y trato de comprender bien lo que se está diciendo, que según creo en un primer momento tiene que ver con una especie de aprendizaje por ósmosis y en segundo lugar de equivalencia de saberes y finalmente en una especie de prestigio que se extiende a todos los ámbitos. Depende de con qué estudiante te acuestes, aprenderás mejor el ars amandi. Mientras tanto, avisa Farina, maldita sea la mano que mata un perro.

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Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).


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