La Historia de México ha dado un veredicto definitivo sobre el 2 de octubre de 1968, al menos en su terrible significación moral. Aunque nunca se sabrá el número exacto de muertos aquella tarde en Tlatelolco, no hay duda de que fue un crimen masivo, un sacrificio inútil e injustificable, un acto de terrorismo de Estado contra un movimiento estudiantil que, al margen de sus manifestaciones radicales, nunca empleó métodos violentos. En todas las regiones donde sopló –Europa occidental, Europa del Este, Asia, Norteamérica–, el viento rebelde de 1968 se desvaneció por sí mismo o fue encauzado a través de medios políticos. México fue la vergonzosa excepción. El sistema político mexicano, admirado a lo largo de los años sesenta como un mecanismo supuestamente “milagroso” que combinaba el crecimiento económico y una cierta vocación social con una variedad “muy ligera” de autoritarismo político hecho de corrupción y patronazgo, mostró su verdadero rostro. Con la matanza, el régimen del PRI selló su destino: un orden político que asesina su disidencia cívica era una dictadura, y en esa medida el sistema político mexicano tenía el tiempo contado.
El complejo entramado de intereses, pasiones, errores y cálculos que condujo a la matanza del 2 de octubre está menos claro. La psicología del presidente Gustavo Díaz Ordaz jugó, a mi juicio, un papel determinante: operó como una lente de aumento que distorsionó los hechos. Donde había disidencia juvenil él sólo vio la más oscura conspiración comunista contra México. No obstante, es obvio que muchos otros factores incidieron en el proceso y desenlace, factores al margen del estilo personal del presidente. Ciertas preguntas clave siguen esperando respuesta: el papel del Ejército, la integración y funcionamiento del “Batallón Olimpia” (un grupo paramilitar comandado por el entonces ministro del Interior Luis Echeverría), la injerencia –en plena Guerra Fría– de agentes provocadores internacionales tanto del bloque soviético como de la CIA. A cuarenta años de la masacre, no tenemos un cuadro completo y fiel de lo que en verdad ocurrió. Quizá no lo tendremos nunca: salvo Echeverría, que vive en el ostracismo, casi todos los políticos que tuvieron un papel relevante en aquellos sucesos han muerto. Y con ellos se llevaron no sólo sus recuerdos sino sus papeles. Queda inédito, sí, un testimonio muy valioso: las “Memorias” del presidente Díaz Ordaz. Llegué a consultarlas hace unos años: contenían claves importantes para entender la cadena de intrigas que condujeron a la masacre.
Pero más allá de su anatomía política o de su cruel moraleja, hay un ángulo del movimiento estudiantil que atañe ahora mismo a todos los que participamos en él hace ya cuarenta años. Se trata de un ángulo que importa sobre todo a los diversos grupos de izquierda que fueron los verdaderos impulsores del movimiento y que desde hace veinte años, por lo menos, ocupan un lugar de creciente influencia en la vida política mexicana. Me refiero al legado democrático del 68.
Por muchos años me pareció indudable que el movimiento había sido el embrión de la democracia en México, proceso en el que –hasta principios de los años ochenta– nadie creía, pero que sobrevendría en los últimos años del siglo con una fuerza creciente e irresistible. Sigo creyendo que el movimiento fue un hecho que contribuyó a la democratización del país, pero creo también que la naturaleza de ese aporte y su dimensión deben analizarse y matizarse porque sus dilemas siguen siendo los de la izquierda mexicana de hoy. Había, es verdad, algo intrínsecamente democrático en aquel gran acto de negación, aquel gigantesco NO que coreaban las masas estudiantiles contra el gobierno autocrático. Había también una genuina espontaneidad en las asambleas, los mítines, las marchas, las “tomas” de la calle (como se les llamaba). En un país supuestamente “revolucionario”, acostumbrado a la obediencia y el silencio, la discusión pública de los problemas era ya en sí misma una novedad extraordinaria. Ese impulso de libertad prendió: gracias al 68, hay en México más libertad de expresión, de movimiento, de protesta. Y gracias al 68, las mujeres –que eran un contingente numeroso en el movimiento– ingresaron con fuerza en casi todos los ámbitos de la vida pública, lo cual fue un logro histórico en un país con las tradiciones machistas de México.
Pero es preciso distinguir: la rebelión por la libertad es una cosa, la construcción de la democracia es otra. El movimiento de 1968 fue festivo, irracional, emotivo, imaginativo, maniqueo, generoso, romántico, expansivo, contestatario, destructivo, irreverente. No conocía los argumentos complejos, los claroscuros de la vida real. Todo lo contrario: rechazaba por completo el orden establecido. Quería el todo o nada. No tuvo noción de sus propios límites, no imaginó un proyecto constructivo de transición política para sí mismo y para México, tenía aversión a la prudencia, la tolerancia, la autocrítica, la negociación, la racionalidad. Nunca se propuso, por ejemplo, la creación de un partido político, que sin duda hubiera podido nacer entonces. (Hay que recordar que la izquierda mexicana no estaba representada en el Congreso, donde el PRI reinaba con mayoría casi absoluta, y que el Partido Comunista Mexicano estaba proscrito.) Los estudiantes nunca pensamos en la democracia electoral como una salida. En las asambleas votábamos a “mano alzada”, en las marchas creíamos “representar” al pueblo y hasta teníamos el eslogan “¡Únete pueblo!”, pero el pueblo hubiera necesitado mucho más para unirse, para participar de verdad en la política: hubiera necesitado una estructura, una institución, un cauce, un partido. Esas nociones, y aun la idea misma del voto, eran ajenas al movimiento estudiantil.
El movimiento del 68 fue, esa es la verdad, una especie de “revolución blanda”. Por eso se inspiró en los ídolos e ideales de la Revolución cubana, y por eso se topó con los tanques de esa otra mítica Revolución mexicana que seguía reclamando la legitimidad histórica. Pero hay que subrayar que este carácter embrionariamente revolucionario del 68 no justifica en absoluto la represión desatada contra él.
La izquierda mexicana de hoy es la heredera natural del 68 y, por lo tanto, la principal responsable histórica de aquel legado. Esta izquierda ha jugado un papel decisivo en la transición política de México desde 1988, cuando por primera vez llegó unida a una elección presidencial, acaudillada por Cuauhtémoc Cárdenas, el respetado hombre de izquierda que, según versiones fidedignas, fue despojado de su triunfo mediante un fraude. En 1988, Cárdenas tomó la decisión que veinte años antes no quiso tomar el movimiento estudiantil: fundó un partido político, el Partido de la Revolución Democrática. Desde ese año, gracias al PRD, el ascenso de la izquierda ha sido impresionante: ha ganado alcaldías, gubernaturas, es la segunda fuerza en el Congreso, gobierna desde hace diez años su bastión más poderoso: la ciudad de México, escenario del 68; y en 2006 estuvo a punto de ganar la presidencia. Parecería entonces que las condiciones están dadas para que el último capítulo de una historia de cuarenta años se escriba pronto, con la llegada pacífica de la izquierda al poder en México. Por desgracia no ha sido así, y en buena medida debido al conflicto intrínseco entre “democracia” y “revolución” que caracterizó al movimiento estudiantil del 68 y que está en las propias siglas del PRD.
La izquierda mexicana no decide aún qué camino quiere seguir: la revolución o la democracia. Es cierto que nadie propone la adopción del modelo cubano, pero muchos suscriben el modelo de Hugo Chávez como la mejor opción para México. Esa era, de hecho, la opción que representaba Andrés Manuel López Obrador. No sólo “la derecha” mexicana vio con temor y suspicacia su incendiario discurso y sus proyectos: también el propio Cuauhtémoc Cárdenas. Y es que ambos representan dos visiones opuestas sobre el papel de la izquierda en México (y, por extensión, en América Latina).
La izquierda no deja de ser izquierda si es moderna: allí está el caso español. La izquierda no deja de ser izquierda si es liberal: allí están los casos chileno, brasileño y uruguayo. En México, una izquierda semejante tendría la fuerza suficiente para convencer a las corporaciones sindicales y burocráticas de la necesidad de llevar a cabo las reformas económicas que el país requiere para salir de su estancamiento y crecer. Una izquierda así podría persuadir a los poderosos grupos empresariales para que contribuyan a paliar los inmensos rezagos sociales. Alrededor de estos temas cruciales, una izquierda moderna y liberal podría contar con una mayoría de votos (el mío, desde luego) en el Congreso y conquistar la presidencia. Pero esa izquierda moderna y liberal no es la mayoritaria. La razón principal de esto es clara: igual que la derecha doctrinal (su gemela enemiga), nuestra izquierda mira la realidad con anteojeras ideológicas.
La izquierda mexicana (como buena parte de la latinoamericana) no se ha quitado sus anteojeras ideológicas entre otras cosas porque apenas si ha ejercido la autocrítica. Cuando la Historia rebatió y socavó a los sistemas autoritarios y las sociedades cerradas (la liberación de Europa del Este, la desaparición de la Unión Soviética) y determinó el ascenso, no menos sorprendente, de la economía de mercado en China, nuestra izquierda se rehusó a estudiar y debatir a fondo la enorme significación de esos hechos. Si estas tres mutaciones casi cósmicas –que, junto con la emergencia de la India, han redibujado el mapa económico del siglo XXI– no modificaron sus ideas sobre el papel relativo del Estado y el mercado, parecería que nada la hará cambiar.
La proclividad ideológica (eco remoto de la enseñanza escolástica de los siglos coloniales, para la cual las opiniones contrarias eran delitos) conduce al dogmatismo. En círculos radicales de izquierda (sobre todo en la prensa doctrinaria y las universidades) se ejerce la “Tolerancia Cero” con las posiciones divergentes, a las cuales se tacha invariablemente “de derecha”. En un ambiente de polarización extrema no hay lugar para la moderación ni el debate. En el fondo de su corazón, un sector radical de la izquierda sigue creyendo en la revolución social (aunque sea con minúscula, en su versión blanda, suave, de baja intensidad) como palanca de la historia.
Los estudiantes del 68 pensábamos en la Revolución, no en la democracia. La izquierda mexicana sigue atrapada en ese dilema y por eso el legado de 1968 está inconcluso. Esa indefinición es una desgracia porque sólo una izquierda moderna y liberal puede transformar a México. Y por una consideración más: dada la importancia de México en la geopolítica latinoamericana, una izquierda liberal y moderna podría ser una excelente interlocutora con un posible gobierno demócrata en Estados Unidos, para crear juntos una versión renovada y perdurable de la Alianza para el Progreso. No podemos esperar a 2018 –el cincuenta aniversario del movimiento– para que todo eso ocurra. ~
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clรญo.