“El día de su entierro”, escribió Reinaldo Arenas, “hubo hasta ascensos en el departamento de la Policía Política que vigila a los escritores”. Los asistentes al sepelio de Lezama Lima pudieron percibir, de reojo, cómo se desplegaba por los alrededores una brigada policial.
Heberto Padilla contó en sus memorias que, a principios de 1971, Lezama había recibido la visita de un oficial de Seguridad del Estado que lo acusó de difamar al gobierno revolucionario y, puesto que Lezama negaba la acusación, el oficial sacó de su maletín una grabadora y le hizo escuchar la prueba de su propia voz.
Según Eloísa Lezama Lima, ya en los primeros años del nuevo régimen su hermano le pedía salir a la calle para hablar libremente. Subían al auto de ella y, al llegar a un semáforo, comenzaba a dudar de la privacidad conseguida. “A lo mejor esto está conectado con algo”, le decía.
Hoy ni los escritores cubanos más oficialistas niegan el ostracismo padecido por Lezama durante los años setenta, aunque no se arriesgan a incluir a la Seguridad del Estado en el asunto. Achacan los contratiempos a alguna directiva improcedente, a un puñado de comisarios desbocados. Cintio Vitier reconoció en un diálogo con Arcadio Díaz Quiñones que
a partir del 72, sí efectivamente empieza a haber una actitud de hostilidad hacia Lezama por parte de determinados funcionarios. Estos funcionarios empezaron a crear una especie de cerco de silencio en torno a Lezama.
Determinados funcionarios. Una especie de cerco de silencio, no un cerco de silencio propiamente. Lezama, según tan piadosa versión, resultó víctima de ciertas excepciones del aparato estatal. Y es de lamentar que muriera tan temprano, pues unos pocos años más de vida le habrían alcanzado para ver sus inéditos publicados, recibir la visita de su hermana y viajar al extranjero.
El oficial con grabadora que lo visitara debió ser, si no invención de Padilla, uno de los funcionarios relativamente autónomos postulados por Vitier. La brigada de policía secreta en el entierro era achacable a la sempiterna disposición a novelar de Reinaldo Arenas… Desde entonces había llovido mucho. Los jefes que se tomaran atribuciones indebidas estaban muertos o arrastraban jubilación. Entretanto, librerías y bibliotecas y centros de estudios de todo el país atesoraban los volúmenes de Lezama. La casa del escritor había sido declarada museo y patrimonio nacional. Acababa de celebrarse por todo lo alto el centenario de su nacimiento. ¿Para qué insistir en las vicisitudes que sufriera? ¿Adónde conducía tanto resentimiento?
Un documento descubierto en Berlín por el investigador Jorge Luis García Vázquez viene a probar que Lezama sufrió una represión sistemática, legitimada por las autoridades más altas. El documento procede de los fondos de la Stasi, adonde debió llegar gracias al intercambio entre servicios de inteligencia hermanos. Se trata de un folleto de dieciocho páginas publicado en Cuba, que lleva en ellas las marcas de los archivos secretos de la época comunista (“MfS” o Ministerium für Staatssicherheit, abreviadamente, Stasi. “ZAIG” o uno de los departamentos de la Stasi, el Grupo Central de Análisis e Investigación) y las marcas de los archivos consultables del poscomunismo: “BStU”, siglas de la oficina para la preservación de los fondos de la Stasi.
No contiene información clasificada: fue el programa de mano de una exposición abierta al público en La Habana de 1974 y organizada por el Ministerio del Interior cubano. Una frase de Raúl Castro sirve de epígrafe al programa: “El diversionismo ideológico, arma sutil que esgrimen los enemigos contra la Revolución.” Sus páginas son lo suficientemente enumerativas como para permitir que nos hagamos una idea de aquella exposición.
La cultura, advierten sus líneas iniciales, es el campo principal de los ataques enemigos. Instituciones religiosas y organizaciones contrarrevolucionarias internas procuran subvertir el entusiasmo del pueblo cubano por su revolución. Pero tienen que vérselas con la Seguridad del Estado, con el Partido Comunista y las organizaciones de masas.
Tres salas de muestras y una de proyecciones acogían las pruebas de aquellos enfrentamientos. Allí estaba lo ocupado al enemigo: una exhibición de atrocidades. Podía escucharse la grabación de un programa radial extranjero que “alentaba la creación de grupos juveniles con nombres y símbolos extravagantes”. Se exhibían revistas y materiales de contenido erótico, juegos infantiles con imágenes de Nixon y de Kennedy, cartas dirigidas a los deportistas cubanos para hacerlos desertar, boletines de instituciones religiosas del exilio, pruebas del trabajo pastoral dentro del país. Propaganda sionista dispersada desde la Legación de Israel. Propaganda trotskista. Llamados contrarrevolucionarios al terrorismo y el magnicidio, pancartas antigubernamentales aparecidas en diversos rincones de la capital, ejemplos de humor contra las autoridades.
Un mapa señalaba cada una de las emisoras radiales que emitían hacia Cuba desde territorio estadounidense. Un documento oficial argentino prohibía la entrada de libros cubanos, especialmente los de José Martí, Ernesto Guevara y Fidel Castro. Y, más allá de toda sutileza, se mostraban restos del material explosivo utilizado recientemente contra las misiones diplomáticas cubanas en Argentina y Perú.
En la sala de proyecciones, un documental explicaba las actividades como agente de la CIA de Humberto Carrillo Colón, consejero y agregado de prensa de la embajada mexicana expulsado del país en 1969.
Abundaban en la exposición los materiales literarios. Libros y folletos publicados en Estados Unidos por una fundación universitaria con el nombre de José Martí, obras de escritores cubanos exiliados (“apátridas”) y ejemplos de literatura anticastrista extranjera: Les Guérilleros au pouvoir: l’itinéraire politique de la révolution cubaine, de K. S. Karol, Cuba, est-il socialiste?, de René Dumont, y Persona non grata, de Jorge Edwards. Un expediente policial seguía de cerca las andanzas del antropólogo estadounidense Oscar Lewis, quien emprendiera investigaciones de campo en el país antes de ser interrogado, acusado de espionaje y expulsado.
Cabía allí una apretada historia de la censura política revolucionaria. Entre los títulos impresos por editoriales nacionales, “que se dedicaron hasta 1965 a resaltar la actividad literaria de elementos diversionistas en Cuba”, debieron exponerse los de una pequeña editorial clausurada ese mismo año, El Puente. Las obras “diversionistas” premiadas en concursos nacionales por jurados extranjeros eran, seguramente, Fuera del juego de Heberto Padilla y Los siete contra Tebas de Antón Arrufat. Libros y revistas editados por el Departamento de Filosofía de la universidad habanera y acusados de revisionismo y mixtificación del marxismo debieron pertenecer a los redactores de Pensamiento Crítico, revista cerrada en 1971 a la par que disolvían el departamento universitario.
Allí estaban, fallidos, los primeros samizdat: inéditos que algunos escritores intentaron sacar del país. Podían examinarse los expedientes operativos contra dos escritores: Heberto Padilla (Caso “Iluso”) y José Lezama Lima. Sobre este último, puede leerse en el programa de mano: “Materiales operativos del Caso ‘ORBITA’ [sic] llevado contra el escritor diversionista JOSE LEZAMA LIMA. Se expone [sic] también algunas de sus obras, editadas en nuestro país y los manuscritos de las obras que elabora actualmente.”
El nombre del caso debieron tomarlo de una antología publicada en 1966: Órbita de Lezama Lima. El expediente pudo iniciarse por esa fecha. O quizás antes, y luego fue rebautizado. La exposición contenía, según se complace en anunciar el folleto, obra inédita ocupada al escritor. De manera que Lezama debió soportar, no solo las violaciones de su privacidad, sino el alarde público de esas violaciones. Las editoriales (no quedaba ya ninguna independiente) no editaban sus textos y, sin embargo, la policía secreta se los arrebataba para exponerlos como prueba de delito. Lezama no era dueño de su material. Cualquier visitante de la exposición podía asomarse al work in progress de aquel monstruo que escribía, no para ser publicado, no para la gaveta, sino para la policía y el grupo de curiosos arremolinados en torno a una escena de detención.
Es fácil conjeturar que él no visitó la muestra, que no sufrió el vértigo póstumo de inclinarse ante sus manuscritos en vitrina. Presentarse allí habría sido exponerse a represalias. Pero debió tener noticias de que inéditos suyos servían para su escarnio y escarmiento. Y, dos años después de aquella exposición, murió.
Entonces fue autorizada la publicación de la novela inacabada Oppiano Licario. Editaron su último libro de poemas, Fragmentos a su imán. Fueron compilados sus textos de innegable entusiasmo por los primeros años de revolución: Imagen y posibilidad. Cintio Vitier pudo emplearse a fondo en los trabajos de soldadura autógena que juntaban a Lezama con el régimen.
La recuperación oficial del escritor supuso, sin dudas, la desaparición de pruebas inculpatorias como este folleto conservado por la Stasi. Sobre la exposición organizada por el Ministerio del Interior apilaron tanto silencio que ninguno de los testimoniantes de noticias biográficas lezamianas alcanzó (ni siquiera desde la inmunidad del exilio) a recordarla.
En el Museo del Ministerio del Interior, que visité en La Habana hace aproximadamente siete años, no encontré ninguno de los materiales exhibidos en 1974. El programa de mano sacado de los fondos de la Stasi pertenece a una época en que la censura estaba lejos de ser vergonzante, los comisarios apelaban a una ideología y se reprimía abiertamente. Tan abiertamente que podía llegarse al exhibicionismo. A diferencia, en la hipócrita actualidad cubana no cabe tanta ostentación de poder.
Me pregunto, por último, si existen otros ejemplares de este folleto. Porque el museo lezamiano de Trocadero 162 y el museo habanero de la policía secreta deberían contar alguna vez, en montajes más fidedignos, con una pieza como esta. ~
(Matanzas, Cuba, 1964) es poeta y narrador. Su libro más reciente es Villa Marista en plata (Colibrí, 2010).