Elegía, de Phillip Roth

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Se dice que en el momento previo a la muerte corre por nuestra memoria la película de toda la existencia. En ella, veríamos aparecer los momentos y las decisiones que determinaron nuestro devenir. Elegía, el libro más reciente de Philip Roth, que comienza durante el entierro del personaje principal y recorre los instantes más significativos de una vida ya apagada, utiliza ese recurso y, al hacerlo, construye lo opuesto a un Bildungsroman, una novela de despedida, una biografía de la descomposición.

El hilo conductor de la historia está conformado por todos los momentos en que este personaje sin nombre se enfrenta a la cercanía de la muerte: la vez en que, ante sus ojos de niño, apareció la silueta lejana de un ahogado; la escena –maravillosamente narrada– de su primera estancia en un hospital neoyorkino; más tarde, la desaparición de sus padres y, finalmente, el periodo ominoso de la vida en que comienzan a morir todos sus contemporáneos.

Dividido entre la inercia de la vida cotidiana y su necesidad de ver de frente su condición –la vejez y la enfermedad– , este publicista de setenta años realiza largas visitas a los cementerios y se detiene a observar cómo se cavan y se rellenan las tumbas. No lo hace con horror, tampoco con un sentimiento morboso, sino con la misma emoción distante con la que se mira una tarde de otoño, con la voluntad de presenciar y nada más.

No es extraño que entre los críticos americanos se haya desatado una polémica acerca de esta novela, pues resulta desconcertante en varios sentidos. Elegía es totalmente atípica en la bibliografía de su autor. El tono es mucho más reflexivo, serio y grave que nunca. El lector, acostumbrado a narradores como Kepesh o Zuckerman, no encontrará aquí la deliciosa ironía que caracteriza a la mayoría de los libros escritos por Philip Roth. A cambio, descubrirá una ternura nueva, una resignación dolorosa, una evocación de la infancia en familia que recuerda a las novelas de Isaac Bashevis Singer, aunque en lugar de Polonia estemos en los suburbios judíos de Nueva York.

Se le ha reprochado a este libro el tono condenatorio de su prosa. Es verdad que al recorrer la vida del personaje –los divorcios, la relación con sus dos primeros hijos, las cosas a las que renunció para satisfacer su tardío deseo sexual– el narrador se muestra implacable con el protagonista, tan duro como solemos ser con nosotros mismos en los momentos de insomnio. Sin embargo, Roth no condena: trata de entender y de poner en escena a un hombre, cualquier hombre de nuestra sociedad y nuestro tiempo –como sugiere el título original del libro, Everyman– que sopesa las decisiones tomadas a lo largo de su vida.

Cuando miramos la obra de autores tan disímiles como Virginia Woolf, Julian Barnes, Antonio Tabucchi o Gabriel García Márquez, nos damos cuenta de que por lo menos comparten un punto en común: todos ellos escribieron novelas de despedida prematuramente. Es decir, Las olas, La mesa limón, Memoria de mis putas tristes o Tristano muere no sólo no corresponden a una despedida de las letras, sino tampoco a una despedida del mundo. Entre el momento en que Hemingway escribía El viejo y el mar y aquél en que empuñó la escopeta para cazarse a sí mismo, habrían de pasar casi diez años. Al parecer, Philip Roth está atravesando una etapa semejante en su escritura.

Refiriéndose a La conjura contra América, Michael Wood asegura que el proyecto de Roth consiste en una explicación para sí mismo, no de sí mismo; y en una explicación de su mundo, no de su persona. Esta reflexión es válida también para Elegía: la historia parece ser un ejercicio de enfrentamiento con la muerte y con los insoportables caminos que conducen a ella. Así, la novela describe muy detalladamente la sensación de fragilidad, de progresiva dependencia, la humillación ante el cuerpo inmerso en su lenta desaparición, la enfermedad, el dolor físico y moral que conlleva y con todo eso nos demuestra que “La vejez no es una batalla; la vejez es una masacre” (p. 129). Con esta historia, tan antigua como el género humano, como nuestro aferramiento a la vida –por el que estamos dispuestos a que el carnicero de moda transplante cualquiera de nuestros órganos las veces que haga falta– Roth describe nuestra condición de seres perecederos.

La novela no es fácil ni de leer ni de digerir: demasiada violencia psicológica, demasiada crudeza y, al mismo tiempo, una prosa perfectamente honesta. Al leer Elegía uno descubre que el realismo puede causar más horror que cualquier thriller o película de Tarantino. En el mundo que Roth despliega no hay redención, más allá del afecto y los momentos de fugaz felicidad que nos autorizamos a vivir.

Se trata pues de una tragedia cotidiana, la más común de las catástrofes y sin embargo la más aterradora. Su violencia radica en que nos obliga a abrir los ojos y a sentir durante escasas pero perturbadoras 150 páginas, la conciencia de la muerte, esa llaga incurable que todos tenemos abierta. ~

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(ciudad de México, 1973) es escritora. En 2011 publicó en Anagrama El cuerpo en que nací.


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