Ilustración: Letras Libres. Fotos: Julianruizp, CC BY-SA 4.0, via Wikimedia Commons // Tomjc.55, CC BY-SA 4.0, via Wikimedia Commons

Diez años sin Alí Chumacero

Un recuerdo del editor perteneciente a una gran época de la cultura impresa, poeta autor de una obra solitaria con un siempre renovado número de lectores, fallecido hace una década.
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Yo también conocí a Alí Chumacero. Más que a la persona, al protagonista de una leyenda con anécdotas tanto verídicas como apócrifas. Se decía que él corrigió la versión silvestre de Pedro Páramo. Huberto Batis contaba esa historia entre carcajadas, allá por los años ochenta. Alí –y Arreola según Huberto– peinó unos originales en los que Rulfo “aventaba puntos y comas como maicitos a las gallinas”. Durante años Chumacero se encargó de enmendar en vano esa mentira, aunque muchos continuaron repitiendo el chisme, uno de los más célebres en nuestra otrora República de las Letras. “Yo no añadí ni quité nada aparte de algunas comas. Sus libros se publicaron tal y como Juan entregó los originales”, insistiría con parecidas palabras en varias entrevistas. A esa leyenda que fue Alí lo vi durante sus últimos años sentado junto a una recepcionista en uno de los pasillos que daban al elevador del FCE. Ese fue el lugar que le tenía reservada nuestra incipiente –hablo de los primeros años del siglo– transición a la democracia.

Es legendario el editor, el último de los tipógrafos a la vieja y noble usanza, quien se inició desde las más modestas tareas de la imprenta y la corrección de pruebas hasta encargarse de la edición de las obras completas de algunos de nuestros grandes autores del siglo XX: Alfonso Reyes y sus cercanísimos, consanguíneos Contemporáneos: Xavier Villaurrutia, Jorge Cuesta, José Gorostiza y Gilberto Owen. Todos presencias ubicuas en los acentos —y aún silencios— de sus propios poemas. Precisamente, un acto de mínima justicia debería comenzar aceptando que en gran medida le debemos a Alí Chumacero ese canon. Octavio Paz sabía de esta labor y, seguramente, esa fue una de las razones de peso por las que Chumacero estuvo entre los primeros convocados por Paz para realizar la selección y notas de la antología Poesía en movimiento (1966), referencia insoslayable en la historia moderna de nuestra poesía. Hay quien sugiere incluso que también fue la primera opción de Paz para ocupar la redacción de Plural, invitación que rechazó tras su paso sucesivo en Letras de México (1937-1947), Tierra Nueva (1940-1942), El Hijo Pródigo (1943-1946), México en la Cultura (1949-1961). 

Alí Chumacero pertenece así a una gran época de la cultura impresa sostenida por la columna vertebral de las editoriales, los suplementos y las revistas. Para muchas generaciones –incluso para aquellos que llegan hasta el presente siglo–, esas editoriales mexicanas e hispanoamericanas fueron una verdadera universidad. En este sentido, leer un título del Fondo de Cultura Económica era acceder no solo a una fuente bibliográfica más, sino entrar en contacto con una realidad viva del pensamiento y la literatura contemporáneos. Era leer un título de Béguin y saber, por ejemplo, que la traducción había sido cotejada por Antonio Alatorre. Más todavía: enterarnos de que en ese viaje de Béguin a nuestro idioma algo tuvo que ver Reyes y, asimismo, que el cuidado editorial pudo estar a cargo de alguien como Juan José Arreola, Alí Chumacero o Tomás Segovia, insólitos “correctores” de la casa a mediados del siglo pasado. Claro, no me tocó vivir aquella época cuando, por los pasillos del Fondo, uno se cruzaba con varios de los hoy clásicos de nuestras letras. Sin embargo, para alguien que como yo arribó a la mayoría de edad en los ochenta, la resonancia acumulada de varias generaciones (de Alfonso Reyes a Antonio Alatorre, Guillermo Sheridan y Christopher Domínguez Michael, por ejemplo) colmaba el aura de esa galaxia de la creación y la reflexión llamada FCE.

Si esa casa editorial había sido un modelo del libro hispanoamericano más allá de toda coyuntura, en la segunda mitad del siglo la comunidad de revistas y suplementos culturales aún era una de las estaciones obligadas de toda vocación literaria y cultural. Junto con las voces universales de rigor, esta comunidad abría sus páginas a los jóvenes de nuestra geografía lo mismo que a las obras en curso de celebridades traídas de otras lenguas.

Las redacciones propiciaban una red de lectores y colaboradores naturalmente conectada entre diarios, revistas y editoriales. De algún modo, la ronda de las generaciones de la que hablaba Luis González y González (1925-2003) cobraba vida y en la cadena de los relevos y las asociaciones hubo una línea que, digamos, pasaba por Sur, Plural y La Gaceta del FCE hasta llegar a Vuelta y Letras Libres. Otra se entendería de La Cultura en México y la Revista Mexicana de Literatura a los suplementos Diorama de la Cultura, Sábado, de Unomásuno, y La Jornada Semanal y la revista Nexos. Significativamente, Alí Chumacero fue una figura central en un momento en el que la poesía constituía una realidad simbólica pero definitiva de la imaginación pública, aún distante de la dicotomía entre la cultura versus el entretenimiento que sostiene al actual y progresivo confinamiento de lo cultural en la academia. La cultura como un fenómeno de la conversación y sus instituciones, de los diarios y revistas a las editoriales y demás medios públicos y privados; una cultura impresa que, junto con los medios audiovisuales y digitales, construyen la opinión pública insólitamente amenazada en nuestros días.

Antes de su edición definitiva en 1944, los primeros poemas de Páramo de sueños aparecieron como suplemento en Tierra Nueva, la revista fundada en 1940 por José Luis Martínez, Leopoldo Zea, Jorge González Durán y el mismo Chumacero. A ese título le seguirían Imágenes desterradas (1948) y Palabras en reposo (1956). El inmediato reconocimiento del poeta Alí Chumacero sería confirmado por William Carlos Williams, quien en 1958 tradujo “Ojos verdes”, “Monólogo del viudo” y “El viaje de la tribu” y los publicó en la neoyorquina New World Writing. En su obra se escuchan ecos de Villaurrutia, Cuesta, Gorostiza y Owen, aunque Chumacero es único en la historia de la poesía mexicana. No es difícil encontrar fieles suyos (y de la más variada especie) pero sí herederos directos que –así como uno dice velardeanos o pellicerianos– puedan identificarse de raigambre chumaceriana. Se trata de una obra solitaria con un siempre renovado número de lectores, muchos de ellos pertenecientes a diversas generaciones, hasta arribar al nuevo siglo (ver Manuel Iris (ed.), En la orilla del silencio. Ensayos sobre Alí Chumacero, 2012). Hecho curioso tratándose de un poeta ajeno a los compromisos con la inmediatez, lo inestable y efímero –entre otros pruritos de la militancia posmoderna–, y que se tenía a sí mismo como prolongación de los Contemporáneos. En efecto, Nostalgia de la muerte de Villaurrutia se publicó en 1938 y, por su parte, Muerte sin fin de Gorostiza apareció en 1939, es decir, ambos se encabalgan de manera natural a los primeros poemas de Páramo de sueños, publicados, como decíamos, en 1940.

Y del mismo modo que sus precursores, la poesía de Chumacero tampoco es una aventura formal sino una inmersión y una profundización temperamentalmente ajena a toda ruptura. Sin embargo, ninguno como él para alcanzar esa inusitada mezcla entre precisión e indeterminación: una poesía que solo evoluciona plegándose o ahondando sobre sí misma y donde el poeta se interroga respondiéndose al unísono: “Mi concepción estética, si pudiera llamarla así, sería la de la rosa que cae (“A una rosa inmersa”): escribir cosas que dicen otras cosas que dicen otras cosas…” 

Por un tiempo creí que solo a mí me incomodaba ver a Alí Chumacero con su escritorio en aquel pasillo del FCE. Después he sabido que se trataba de una elección voluntaria, aunque políticamente incorrecta: le gustaba ver pasar a “las muchachas”. Desde ahí le era más fácil también partir a las dos en punto acompañado por “los muchachos” Juan José Utrilla y Marco Antonio Pulido, entre otros decanos de la edición y la traducción. Esto lo cuenta Emiliano Ruiz Parra en una estupenda semblanza publicada en Gatopardo con motivo del centenario del poeta en 2018. A él también le asombraba ver al octogenario editor frente a su vetusto escritorio, aún cazando erratas en las viejas ediciones de las obras de Alfonso Reyes, correcciones que ya nadie haría.

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(ciudad de México, 1963) es poeta, ensayista y editor. Actualmente es editor-in-chief de la revista bilingüe Literal: Latin American Voices.


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