Se ha dicho que en 1948 los colores de Viena, la ciudad a la que llega Paul Celan en diciembre de 1947, son el blanco y el negro. Y, en efecto: han sido los claroscuros en movimiento de una película extraordinaria los que nos han dejado lo que tal vez sea el mejor documento artístico del ambiente reinante en la capital austriaca: la película El tercer hombre (1949), dirigida por Carol Reed a partir de un guion de Graham Greene.
No consta en ninguna parte que Celan y Greene se hayan conocido. Pero sí cabe la remota posibilidad de que se hayan cruzado en un café o en alguna velada literaria. De lo que no hay duda es que, a partir de esa estadía simultánea, ambos nos legaron, cada uno a su manera y en su género, testimonios importantes de sus vivencias en esta capital.
No cabe imaginar dos escritores más diferentes, pero eso poco importa a los fines de un estudio de la vida de Celan que, como pretendía Peter Szondi, quiera establecer un equilibrio entre los condicionamientos externos y los elementos inherentes a su poesía. Muchos de sus poemas hacen referencia, de un modo u otro, a esa estancia vienesa, capítulo importantísimo en toda su obra y su trayectoria posterior. Graham Greene, por su parte, nos ha dejado la radiografía del estado general de la ciudad en esos momentos en que pesa sobre ella, como una sombra, la Guerra Fría.
El 11 de febrero de 1948, el autor británico se establece en el hotel Sacher, detrás de la Ópera. Trae una encomienda del productor Alexander Korda: acopiar información para el guion de un thriller. Por esos mismos días, Paul Celan celebra la publicación en la revista Plan de una primera selección amplia de sus poemas (¡17 en total!). La redacción de Plan, situada en el no 19 del Opernring, se halla a siete minutos a pie del hotel donde se aloja el novelista inglés.
Pero una mirada a la trama y a ciertas escenas no tan relevantes del filme, en busca de elementos característicos de la Viena en la que Celan vivió, arroja paralelismos asombrosos.
Recordemos la historia de la película: un autor de novelas baratas sin demasiado éxito (Holly Martins/Joseph Cotten) arriba a la capital austriaca por invitación de un amigo que le ha prometido un trabajo (Harry Lime/Orson Welles). Nada más llegar, Martins se entera de que Harry ha muerto poco antes en un absurdo accidente de coche. Las versiones sobre el hecho difieren de manera sospechosa, un testigo habla incluso de un misterioso “tercer hombre” que estuvo presente en el lugar del siniestro y del que otros testigos (más allegados al difunto) parecen no saber nada. A partir de ese instante, el novelista Martins se propone indagar a fondo, desentrañar el misterio, con lo cual se inicia un descenso a los sórdidos ambientillos del estraperlo y el contrabando de mercancías en una ciudad que padece la escasez de víveres y medicamentos de la postguerra. (Un descenso que en el filme es casi literal: varias escenas tienen lugar en los alcantarillados de la ciudad.) Poco a poco, Holly Martins va descubriendo que su amigo Lime es un connotado contrabandista, al que se le imputa la enfermedad y la muerte de cientos de personas debido al tráfico de penicilina adulterada.
Hasta ahí –grosso modo– la trama, aderezada, a su vez, con la obligada historia de amor: un triángulo amoroso cuya protagonista femenina es la actriz ítalo-austriaca Alida Valli en el papel de Anna Schmidt (una refugiada checa que ha logrado establecerse en Viena con un pasaporte falso y que, en algún momento del filme, corre el riesgo de ser deportada por las fuerzas de ocupación soviéticas).
Pero la verdadera protagonista de El tercer hombre es la propia ciudad de Viena y su atmósfera en los comienzos de la Guerra Fría. Y es ese estado moral en el que se mueve durante seis meses el joven poeta rumano Paul Antschel (quien, como el personaje de Anna Schmidt en la película, ha salido huyendo de un país del Este a causa de la creciente estalinización de una sociedad cada vez más controlada por los soviéticos); será aquí donde conocerá a varias personas que tendrán una enorme repercusión en su vida y su obra posteriores, donde tomará decisiones fundamentales para su carrera como escritor.
La más importante de esas decisiones es la de continuar viaje a París. Razones no le faltaban a Celan para querer abandonar Viena cuanto antes, pero tal vez la principal es el miedo a correr riesgos como los de Anna Schmidt en el filme: ser capturado por los soviéticos (o por otra fuerza de ocupación) y deportado de vuelta a Rumania. Su situación es frágil. No tiene dinero. A pesar de sus rápidos éxitos en la escena literaria, es todavía un desconocido. No es un total indocumentado (aunque uno de los estudiosos de Celan ha introducido hace poco una nota de misterio en su biografía al decir que viajó a Viena con el nombre falso de Petre Margul), pero tiene un pasado juvenil vinculado a ideas comunistas y, para sobrevivir ha de abastecerse, como todo el mundo, en el galopante mercado negro.
Petre Margul, ese tercer nombre del poeta rumano Paul Antschel, es el que adopta Celan como personaje de la novela que dos amigos vieneses (Milo Dor y Reinhardt Federmann) escribieron al alimón hacia 1952: Zona internacional. El thriller recrea una atmósfera muy similar a la que nos presenta la película de Reed. Los bajos fondos del estraperlo son su escenario: trapicheo con cigarrillos y otros bienes de consumo, crímenes horrendos, espionaje. En medio de todo ello aparece, «como de la nada», un refugiado judío llegado de Rumania: “Petre Margul, fugitivo, periodista y poeta, vagaba perdido por el Ring al atardecer […] Estaba hambriento y desesperado. La última reserva de dólares que había logrado pasar de contrabando al huir de Rumania, poniendo en riesgo su vida, se había agotado tres días atrás. Desde entonces solo había desayunado algo en la pensión en la que se alojaba. Pero mañana tendría que pagar”. El alter ego de Paul Celan se ve involucrado en los turbios negocios de sus amigos en la ficción, también él trafica con cigarrillos. Y hasta qué punto el Celan real se confunde con el personaje de Margul, nos lo revela una carta que la poeta Ingeborg Bachmann envía a sus padres a poco de haberse iniciado la historia de amor entre ambos: “Paul Celan me ha regalado dos lujosas ediciones de pintura francesa moderna, con las últimas obras de Matisse y Cézanne […], flores, cigarrillos y un poema supuestamente dedicado a mí”.
Otro fantasma que atribula a Paul Celan es el del nazismo aún latente. El poeta es consciente de moverse en un entorno en el que, de un momento a otro, podría estrechar la mano al asesino de su madre. La población vienesa que ha logrado sobrevivir no sólo muestra una abierta animadversión a las hordas de refugiados (judíos o no) que llegan del Este, sino gran desconfianza hacia las fuerzas de ocupación. Otro pasaje del filme es revelador en ese sentido.
La policía militar británica practica un registro en el departamento de Anna Schmidt en busca de pruebas que incriminen a su amante, el misterioso contrabandista Harry Lime (O. Welles). La anciana casera se mueve entre los agentes despotricando de las fuerzas de ocupación, dice que en 60 años viviendo en el edificio jamás había vivido nada igual y termina exclamando: “¡Me había imaginado de otra forma la ‘liberación’!” Sus palabras apenas tienen peso en la trama, en varias versiones del filme ni siquiera se traducen, pero resultan esenciales para entender la actitud frente a la llamada “liberación del fascismo” de buena parte de la población austriaca, esa gente anónima que se dejó llevar, cómplices tácitos de aquel oprobioso régimen.
Es poco probable que, en seis meses, no llegaran a oídos de Celan expresiones de esa u otra índole que le recordasen, como golpe de fusta, a qué sitio había venido a dar con sus maltrechos huesos, salvados por un pelo de la incineración en las cámaras de gas. La frase de la casera es una de las variantes con las que empezó a pactarse colectivamente en Austria la amnesia con la que su población pretendió hacerse pasar por víctima del nazismo, no su cómplice.
Estos breves ejemplos bastarían para responder a una pregunta que me he hecho siempre: ¿por qué, a pesar de los vertiginosos éxitos que Paul Celan cosechó como poeta en sus seis meses de estancia en Viena, no se quedó en la ciudad que le prometía una carrera meteórica? Cuando Ingeborg Bachmann les habla de él por primera vez a sus padres, lo llama “el famoso poeta surrealista”. Otto Basil, su mentor en Viena, lo considera el mejor poeta desde Trakl. Se le han abierto las puertas, a través de él, de un importante círculo de artistas y escritores surrealistas.
Pero Celan también recela de esos corrillos de literatos. Se aburre en ellos. Pronto se darán las primeras intrigas, las primeras pugnas, los primeros celos. Su relación con otro talento poético como Ingeborg Bachmann se ve minado por los orígenes opuestos de ambos: ella es hija de nazis; él, un judío que lo ha perdido todo, menos su idioma.
En El tercer hombre, en una tertulia literaria similar a alguna a la que probablemente haya asistido Graham Greene en la vida real, uno de los presentes se pone de pie y pregunta al escritor protagonista (Joseph Cotten) si “cree en la angustia vital y existencial”. El existencialismo empieza a ser el tema en boga por esa fecha, también en el círculo de literatos reunidos en torno a Basil. En una carta a Margul-Sperber, en Bucarest, Celan escribe: “Un par de visitas a los amigos de Basil: cháchara y discusiones que no me interesaban”.
Poco después, a finales de junio de 1948, Paul Celan partiría hacia París, la ciudad en la que cristalizaría su gran obra y donde, un día 20 de abril de 1970, se arrojó al Sena.
José Aníbal Campos (La Habana, 1965) es germanista, traductor y ensayista. Desde el año 2007 es el traductor al español de Peter Stamm.