Las escenas de miles de jóvenes chilenos reunidos en la Plaza Baquedano, exigiendo la renuncia de Sebastián Piñera con canciones de Víctor Jara, ha vuelto a confirmar que la Guerra Fría sigue siendo la madre de todas las guerras en la política latinoamericana del siglo XXI. Aquellas décadas de dictaduras y revoluciones, de guerrillas y golpes, actúan como una reserva simbólica inagotable, de la que echan mano unos y otros para movilizar afectos. La Guerra Fría funciona como la última epopeya del periodo predemocrático latinoamericano, a la que unos y otros deben recurrir en busca de inspiración.
Los cambios vertiginosos que se producen en la América Latina del siglo XXI son vividos y pensados como continuaciones de aquel conflicto por otros medios. A pesar de que dichos cambios son evidencias de que la región ha superado los principales dilemas del mundo bipolar, no pocos actores políticos se asumen y son asumidos como reencarnaciones de aquellos sujetos. El presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, quien no oculta su admiración por las juntas militares anticomunistas de los años 70, ha dicho que con el triunfo de Alberto Fernández, Argentina se convertirá en otra Venezuela chavista y madurista. Una Venezuela que, según el propio Bolsonaro, es una réplica de la Cuba fidelista.
Bolsonaro no es un nuevo Castelo Branco, ni Macri un nuevo Videla, ni Piñera un nuevo Pinochet, ni Duque un nuevo Rojas Pinilla. Pero así los ven no pocos de sus partidarios y detractores. A veces ellos mismos contribuyen a ese baile de máscaras, que estanca el debate público latinoamericano en ideologías binarias, como cuando Piñera quiso ver en las protestas populares chilenas un golpe de Estado del castrochavismo, o cuando Evo Morales, Nicolás Maduro, Daniel Ortega y sus seguidores insisten en que las frecuentes manifestaciones opositoras en esos tres países responden a un plan subversivo de la “derecha neoliberal”, la CIA y Estados Unidos.
El mapa político de América Latina vuelve a reconfigurarse en estos días. Con la limpia elección de Alberto Fernández como presidente de Argentina y la no tan limpia reelección de Evo Morales en Bolivia, la izquierda se afirma en buena parte de la región. Es muy probable que el Frente Amplio pierda el poder en la segunda vuelta en Uruguay, lo que consolidaría por su lado las posiciones de la derecha, que gobierna en Brasil, Chile y Colombia. Como ha sucedido desde 2015, el péndulo regresa pero se queda a mitad del camino.
Otra técnica ilusionista del trampantojo latinoamericano es la disolución de las diferencias internas de cada bloque: el de las izquierdas “populares” y el de las derechas “neoliberales”. Quienes más vocación geopolítica poseen, Nicolás Maduro de un lado y Jair Bolsonaro del otro, buscan siempre unificar cada bando. El primero quisiera creer que toda la izquierda latinoamericana es “bolivariana”, a pesar de tantas evidencias en contra, mientras el segundo atribuye a todas las derechas su propio militarismo.
Los adjetivos “popular” y “neoliberal” comienzan a usarse con ligereza antológica. No pocos medios han editorializado el triunfo de Alberto Fernández como “fin de la pesadilla neoliberal” en Argentina. Algo similar se ha dicho y se dice en México desde el triunfo de Andrés Manuel López Obrador. La política económica mexicana no ha cambiado sustancialmente en el último año, como probablemente no cambie a partir de enero de 2020 en Argentina. Y sin embargo, a ambos, López Obrador y Fernández, se les ve como políticos “post-neoliberales”. El concepto de neoliberalismo ya no funciona como definición de un tipo específico de capitalismo, hegemónico a nivel global, sino como cualidad ideológica o retórica de un gobierno o un gobernante.
En las protestas recientes en Venezuela, Nicaragua, Bolivia, Ecuador, Chile, Haití e, incluso, Puerto Rico, ha habido un denominador común que es la represión sistemática, acompañada de la criminalización verbal de los manifestantes desde el gobierno. Sean de derecha o izquierda, esos gobiernos han actuado de modo muy parecido. Lenín Moreno y Sebastián Piñera se tomaron fotos casi idénticas, rodeados de militares, el primero anunciando el traslado del gobierno a Guayaquil y el segundo decretando un toque de queda prolongado. El estudioso Javier Corrales ha observado una tendencia a la “militarización de las democracias latinoamericanas”, como consecuencia de los graves problemas de seguridad, pero también de la contención de la protesta pública con métodos represivos.
La criminalización de la protesta comienza desde que los manifestantes son acusados de “golpismo” por salir a la calle. Como antes Maduro y Correa, Evo Morales ha recurrido a la trama del golpe de Estado para dar sentido a las movilizaciones en contra de las irregularidades en el pasado proceso electoral boliviano. El analista Pablo Stefanoni, gran conocedor de la experiencia boliviana, se ha referido a una “venezuelización de Bolivia”, a partir de la cuarta reelección de Morales, que avanzaría por medio de una sociedad polarizada, que tiende a la ingobernabilidad y a la aplicación de frecuentes estados de emergencia.
En los modelos más autoritarios de la izquierda, que son el cubano, el venezolano y el nicaragüense, esa criminalización de la protesta ya está arraigada en las leyes penales. En Bolivia, la Constitución de 2009 reconoce múltiples derechos civiles y políticos y el “estado de excepción”, según el artículo 137, no podría en ningún caso suspender las garantías fundamentales de los ciudadanos. Sin embargo, Morales se ha referido en los últimos días a un “estado de emergencia” que, por lo visto, no es el que figura en el texto constitucional. Sectores de la oposición han contemplado la posibilidad de recurrir al amparo constitucional para resistir las acciones del presidente.
Los imaginarios reminiscentes de la Guerra Fría caen también en la típica confusión entre partidismo y parcialidad. En las últimas semanas las redes sociales de la izquierda bolivariana se llenaron de denuncias contra la represión en Ecuador y en Chile, pero ocultaron y, en buena medida, justificaron cualquier acto de violencia de Estado en Bolivia, Nicaragua, Venezuela y Cuba. Unos y otros, además, mostraron poca preocupación por la crisis de Haití, un país también sumido en protestas populares, desde principios de año, contra el manejo económico del gobierno de Jovenel Moise, a quien se acusa de haber desviado 2000 millones de dólares del fondo venezolano de Petrocaribe.
En otros países, como Perú, no hay manifestaciones multitudinarias pero se ha producido un cierre del congreso, a través de una acción unilateral del presidente Martín Vizcarra, que la oposición considera inconstintucional. En ese país andino, cinco expresidentes han enfrentado imputaciones en casos de corrupción: Alberto Fujimori, Alan García, Alejandro Toledo, Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski. También la candidata presidencial Keiko Fujimori ha resultado implicada en la gran madeja de sobornos de Odebrecht. El fenómeno peruano está más generalizado de lo que se cree en América Latina: su excepcionalidad reside en una acción más autónoma de la fiscalía.
El nuevo mapa político que surge en la región es el más dividido desde la caída del Muro de Berlín. Al consenso neoliberal de fines del siglo XX siguió el consenso neopopulista de principios del siglo XXI. Hoy no queda en pie ninguno de los dos y las nuevas derechas e izquierdas no parecen inclinarse plenamente por una u otra opción. El régimen democrático sigue predominando en la zona, como confirman procesos electorales fuera de toda duda en México, Argentina o Uruguay. Pero no pocas de las democracias latinoamericanas se hallan hoy bajo protesta.
(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.