Cómo ordenar una biblioteca

Si existió alguien para quien el orden de los libros era un asunto esencial y obsesivo ese fue Aby Warburg, que reunió una de las más fascinantes colecciones del siglo XX.
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Amamos los libros. Hemos pasado a solas con ellos decenas de miles de horas. Nos conmueven, nos ponen a reflexionar, nos hacen reír. Conocemos a ciertos autores mucho mejor de lo que conocemos a miembros de nuestra familia. Acumulamos libros. Los organizamos, los sacudimos, evitamos que les dé el sol, los protegemos de la humedad. En una mudanza son una auténtica pesadilla. En tiempos de sosiego, un remanso de paz.

Nuestra biblioteca constituye nuestro exocerebro: una red de vínculos invisibles que solo percibe quien la ordena. Hay quienes leen libros y al terminarlos los donan a una biblioteca, los ponen a circular. Hay quienes acumulan libros sin haberlos leído, estancados en su librero. Hay quienes los tienen para lucir inteligentes. Hay quienes no muestran su biblioteca por miedo a que les roben sus libros. Roberto Calasso acostumbra forrar los suyos con un papel opaco, para que el visitante no pueda reconocer sus títulos, ya que hay personas que lo primero que hacen al entrar a una casa es inspeccionar los libreros para deducir de ellos una faceta oculta de la personalidad del poseedor. Jesús Reyes Heroles, erudito y fetichista, se pasaba horas acariciando el cuero fino de las cubiertas de sus libros favoritos. Nada más emocionante, para mí, que ver a un hombre de libros en pleno uso de su biblioteca, sacando un libro del estante más alto, tomando otro y abriéndolo en la página justa. Así vi una tarde a Octavio Paz en su biblioteca. Me hablaba de poesía y filosofía y, para reforzar lo que decía, sacaba y sacaba libros y me los mostraba: “¿Ha leído este? Es magnífico, bueno, no tanto, es más bien regular.” Y se reía. Era un hombre que disfrutaba los libros. Recuerdo también a don José Luis Martínez en su enorme casa-biblioteca. Pese a su avanzada edad, insistía en mostrarme libros para ilustrar lo que me estaba contando. Con mucho esfuerzo caminaba en su enorme biblioteca, subía una pequeña escalera y encontraba el tomo deseado. Parecía que tenía su inmensa biblioteca dentro de su cabeza.

Amamos los libros. Nos definen. “Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”, escribió Borges. Los organizamos por autores, géneros o temas. Lo mejor es seguir la regla del “buen vecino”. Los libros deben estar acompañados de otros con los que tienen una relación visible o invisible. Una biblioteca es un tejido de relaciones. La regla del “buen vecino” es obra del historiador del arte y bibliómano Aby Warburg. En su reciente libro, Cómo ordenar una biblioteca, Roberto Calasso se refiere en varias ocasiones a él. Jorge Carrión le acaba de dedicar un libro ilustrado: Warburg & Beach. Aunque no lo menciona en su breve Desembalo mi biblioteca, Walter Benjamin fue muy sensible a sus ideas sobre el “montaje” vinculante entre imágenes dispersas para integrar un discurso.

Aby Warburg, “judío de sangre, hamburgués de corazón, pero de alma: florentino”, reunió en su mítica biblioteca una de las más fascinantes colecciones de libros. Murió antes de que Hitler ascendiera al poder. Heroicamente su biblioteca, ubicada en Hamburgo, fue trasladada a Londres en 1933, donde actualmente permanece. La Biblioteca Warburg debería ser el modelo de todas las bibliotecas privadas. Bibliotecas que, por efecto de la buena vecindad mediante la cual están organizados los libros, potencian el contenido de estos. Cada libro se prolonga y se enriquece con el que tiene al lado.

Warburg durante algunos años permaneció encerrado en un manicomio. Otro que se volvió loco con los libros vivió imaginariamente en La Mancha, en un lugar de cuyo nombre no queremos acordarnos. Leyó tanto que se le secó el cerebro. Dejó su casa, acompañado de su escudero, para luchar contra las injusticias y torceduras del mundo. En su ausencia el cura y el barbero, sus amigos, enviaron gran parte de su biblioteca a la hoguera. ¿Volvieron loco los muchos libros a Aby Warburg? Al contrario, los libros lo salvaron de la locura. Juan Villoro cuenta la historia: “Su insólita capacidad de conectar lo sumió en una insufrible paranoia. De la interpretación pasó a la sobreinterpretación, temiendo que cada guiso estuviera envenenado… Llegó al sanatorio en un estado de absoluta irritabilidad. Desconfiaba de todo y de todos. Solo se calmaba ante un rostro desconocido, que pudiera provocarle asociaciones… Al sentirse con suficiente dominio de sí mismo, encontró un curioso método para ser dado de alta: impartió una conferencia para demostrar su lucidez […] Los médicos y las enfermeras se reunieron para escuchar a Aby Warburg [… que] eligió disertar sobre el ritual de la serpiente en los indios hopi […] su conferencia fue una peculiar puesta en práctica del tema tratado. A medida que hablaba, el profesor se curaba […] El convaleciente mostró que había abandonado la neblina del delirio para pasar a otra zona conflictiva: la razón.”

(( Juan Villoro, “La pasión y la condena”, La utilidad del deseo, Barcelona, Anagrama, 2017.
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Warburg nació en 1866 en Hamburgo. Hijo primogénito de un destacado banquero judío alemán, le correspondía la obligación de administrar el negocio familiar. Renunció, sin embargo, a ese destino impuesto. Cuenta Jorge Carrión en Warburg & Beach que “a los trece años le propuso a su hermano menor, Max, un pacto definitivo: si le aseguraba que le compraría todos los libros que fuera a necesitar durante el resto de su vida, él le cedería la dirección de los intereses de la familia. Y así fue”.

Gracias a las aportaciones de su familia, Warburg pudo dedicarse al estudio del arte en universidades de Alemania, Francia e Italia. También estudió filosofía, historia y religión y se especializó en el Renacimiento, y dentro de ese vasto mundo, en un tema: la pervivencia de las imágenes paganas. A partir de sus hallazgos se ha prolongado su propuesta, así, ahora se estudia la pervivencia del mundo antiguo en las manifestaciones modernas, el tránsito de una imagen a través de los siglos, la aventura de los símbolos a lo largo del tiempo.

No hay conflicto, en el fondo, entre lo antiguo y lo nuevo, ya que lo antiguo sobrevive de muchos modos (visible o implícitamente) en lo novedoso. La tradición pervive en el seno de la revolución. La aventura de los símbolos fue la aventura personal de Warburg, pero los símbolos no viajan en el aire, sobreviven en monumentos, esculturas, templos e inscripciones, pero, sobre todo, su vehículo en el tiempo han sido los libros. Desde muy joven Warburg comenzó a reunir una selecta colección de volúmenes. Un libro raro como un imán lo fue llevando a otro y a otro. Anticuarios, coleccionistas, comerciantes de libros fueron sus proveedores. Libros singulares adquiridos en subastas. Para interesar a los posibles compradores las casas de subasta y galerías de arte imprimen vistosos catálogos en los que ofrecen los objetos a la venta. Atraídos por esas imágenes los coleccionistas acuden a la puja de libros antiguos o raros. Esa experiencia, que supera en adrenalina a cualquier espectáculo deportivo, es la que describe Benjamin en el capítulo inicial de Desembalo mi biblioteca. Pero Warburg hizo mucho más que acumular libros. Los ponía en relación uno con otro, dándoles sentido.

¿Cómo se ordena una biblioteca? “¿Qué es el orden?”, se pregunta Calasso: “La única regla áurea es la del buen vecino, formulada y aplicada por Aby Warburg, según la cual en la biblioteca perfecta, cuando se busca un determinado libro, se termina por tomar el que está al lado, que se revelará aún más útil que el que buscábamos.” He conocido personas que ordenan sus libreros por orden alfabético, que me parece una ordenación de nivel primario. No tan bárbara como aquellos que ordenan sus libros por el color del lomo de sus cubiertas. Otros los ordenan por tamaños. O por autores, géneros, épocas o temas. “Si existió alguien en el siglo XX para quien la cuestión del orden de los libros resultó esencial, e incluso obsesiva, fue Aby Warburg”, afirma Calasso. Para el historiador alemán, según Calasso, “el orden de los libros seguía un criterio sorprendente, cuya fórmula puede ser aforísticamente definida como un intento de reproducir en el espacio la trama del pensamiento del propio Warburg”. En una carta a las autoridades de Hamburgo, Warburg describió su biblioteca: “Un nuevo y único lugar psíquico… [en el que se pueda] concebir y mostrar las formaciones de imágenes y el orden conceptual en un sentido psicológico-histórico como una asociación intrínsecamente unitaria entre los dos polos.” Ni más ni menos. En su biblioteca convivían libros de historia y de arte con los de mitología y astrología. En 1911, cuenta Carrión en el magnífico libro ilustrado por Javier Olivares, “su biblioteca llegó a los quince mil volúmenes. Resumen de su formación y de sus viajes. Sus estudios de historia del arte en Bonn, los largos periodos que pasó en Florencia, sus estudios doctorales en Estrasburgo; su viaje iniciático por Estados Unidos”.

Warburg hizo lo contrario a los nazis bárbaros que encendieron hogueras con los libros: los reunió, los organizó, los catalogó. Su biblioteca, abierta a un público escogido, sirvió de apoyo documental y de inspiración a filósofos como Ernst Cassirer e historiadores del arte como Erwin Panofsky, Ernst Gombrich y Edgar Wind. Cuando ya la biblioteca había cruzado el canal de la Mancha y estaba a salvo de los nazis en Londres, fue lugar de consulta permanente de sir Anthony Blunt, el erudito traidor, como lo llama George Steiner, gran estudioso del arte y taimado espía al servicio de los soviéticos enclavado en el corazón de la realeza británica. Los famosos catálogos de Blunt y sus textos críticos “ilustran el lema adoptado por Aby Warburg, fundador del instituto con el que Blunt estuvo tan estrechamente relacionado: ‘Dios se esconde en el detalle’”.

((George Steiner, “El erudito traidor” en Un lector.
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 La biblioteca de Warburg no era estática sino cambiante. Alojada en un edificio creado ex profeso, que reproducía la órbita elíptica descrita por Kepler, Warburg y Fritz Saxl, encargado de la biblioteca, cambiaban regularmente el orden de los libros para que este se fuera ajustando al creciente conocimiento e intereses de su fundador. A inicios de la segunda década del siglo pasado, la biblioteca abrió sus puertas a lectores elegidos, pero no solo eso: se otorgaban becas para que estudiosos pudieran aprovechar su formidable acervo; se impartían conferencias y conciertos. La biblioteca era un lugar vivo, un centro irradiador de cultura, todo lo contrario a una biblioteca cerrada que solo puede consultar y gozar un único dueño.

Si todo en el mundo existe para desembocar en un libro, como sostuvo Mallarmé, una biblioteca es una constelación. Organizar una biblioteca equivale a diseñar órbitas de lunas y planetas para que convivan y no colisionen, para asegurar una convivencia armónica que sea mucho más que la suma de sus partes. La buena vecindad libresca puede multiplicar el sentido de los libros, pasar de una mera acumulación a una organización virtuosa debido a las asociaciones que se pueden crear en ella.

Elias Canetti, en Auto de fe, su magistral y única novela, recrea la vida de Peter Kien, el hombre-libro, un sabio sinólogo que ama a los libros de su biblioteca más que nada en el mundo. Toda su casa es una inmensa biblioteca, todo en ella refleja un orden estricto. Pero el mundo termina por colarse en ese orden perfecto bajo la forma de Therese, que de su criada fiel pasa a convertirse en su mujer y poco a poco en una mujer tiránica que lo atormenta. Para luchar contra ella, un día Kien decide voltear todos los libros de su biblioteca de tal forma que los lomos estén orientados hacia la pared. La biblioteca se convierte entonces en un inmenso caos, en un espacio que remeda la locura. El mundo ha perdido sentido. La novela desemboca trágicamente hacia el incendio de la biblioteca; inmolado en ella muere también Peter Kien, el hombre-libro. Todo presagiaba en los años veinte europeos el surgimiento de la barbarie, el incendio de los libros. Steiner, como ningún otro, ha llamado la atención sobre esta paradoja: en el corazón del mundo civilizado, en un pueblo que había alcanzado la cima de la cultura, en un país en el que abundaban las bibliotecas, las salas de concierto, los museos y las editoriales, surgió un movimiento que incendió al mundo con su sinrazón. El corazón de las tinieblas no estaba en África, el corazón oscuro del hombre latía en el centro de la civilización europea. ¿Una biblioteca es la máxima negación de la barbarie o el paso preparatorio hacia ella?

Inspirado en los collages de Warburg (que pueden verse en su Atlas Mnemosyne), 

((Aby Warburg, Atlas Mnemosyne, Madrid, Akal, 2010.
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Benjamin compuso sus más brillantes ensayos de interpretación de imágenes dispersas a las que la escritura y la memoria otorgaban sentido. Warburg murió en 1929. Benjamin se suicidó en 1940 mientras trataba de escapar del brazo largo del nazismo.

Toda biblioteca propone un orden ideal, es una lectura del mundo, una forma de organizar el caos, de luchar contra él. ~

 

 

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