Lux surge como una rara avis en el paisaje del pop en castellano. Son escasos los álbumes en nuestro orbe hispanoamericano con una ambición tan patente y menos aún los que cristalicen la intención en un producto que amerite el calificativo “magistral”. Más allá de la cálida recepción que la crítica de habla inglesa ha brindado a Bad Bunny o J. Balvin, entre otros, este es verdaderamente el primer disco de un artista hispanohablante que exige un reconocimiento global. La feliz conjunción de una temática que parte de la experiencia erótica para emprender un camino de (im)perfección en voz del amor divino, con una música en la que confluyen estilos y tradiciones tan diversos cuanto chocantes –flamenco, trap y electrónica barroca–, de no ser por su sabia simbiosis, convierte al cuarto álbum de la catalana en un hito de meritoria composición.
Una escucha distraída de Getting killed de Geese podría sugerir que en ese caos con una contagiosa base rítmica y esa voz, tan manifiestamente nasal y deliberadamente displicente, apenas si hay matices, lo cual impediría percibir que esa espesura sonora busca una forma rajásica, extática, para que el cantante desgrane su crudo lirismo, no exento, sin embargo, de profundidad: “El peso de todo / me está matando”. Que Cameron Winter es no únicamente un gran frontman, sino un compositor con vetas poéticas lo demostró su debut como solista, Heavy metal (2024), el cual estuve tentado a incluir en este balance pero lo descarté en aras de la diversidad. Con su cuarto álbum, la banda de Brooklyn demuestra que la fidelidad a un concepto no implica agotamiento ni monotonía. Getting killed es la expresión más lograda de una propuesta que actualiza elementos del postpunk (The Fall, Gang of Four) y la quintaesencia del sonido neoyorquino (The Velvet Underground, Television, LCD Soundsystem y The Strokes), para expresar la angustia, la desazón y la búsqueda de sentido en el siglo XXI.
Desde Ants from up there, Black Country, New Road se afamó como uno de los exponentes más notables de la denominada “escena del Windmill” (derivado del nombre de un pub en Brixton). Además de apreciarse un dejo postpunk, se percibían influencias más profundas y sutiles, que indicaban tanto complejidad y ambición como una predilección experimental. En Forever howlong, escrito tras la partida del líder y compositor Isaac Wood, a quien la crítica no vaciló en comparar con Thom Yorke, esa tendencia libérrima se ha decantado en favor de la ebanistería en la composición y un mayor lirismo. El resultado es una obra de rica polifonía, plena de melodías en los que destacan las texturas y una instrumentación que demuestra que, a despecho de la impresión inicial, el grupo no giraba en torno a su angustiado cantante, sino que el eclecticismo y su riqueza musical son genuinos. Menos grandilocuente y más pop, es un disco notable que corrobora que en el rock contemporáneo hay nuevos caminos aunque el entorno sea sombrío.
Bajo el nombre de Blood Orange, el compositor, productor e intérprete Devonté Hynes firma su música. Con una trayectoria que comprende desde la partitura clásica –fue nominado a un Grammy en este rubro por Fields (2019) y ha colaborado con Philip Glass– hasta la producción de diversos estilos, Hynes posee un gran talento. Pese a esta variedad, sus composiciones se distinguen por la belleza, la melodía y la orquestación armónica. Con toques de trip-hop, jazz, minimalismo, rhythm and blues, rock y folk, Essex honey, el primer álbum en siete años de este británico residente en Nueva York, es el más complejo y maduro de su discografía. Construido de manera conceptual –los graves acordes del chelo dan cohesión a los pasajes–, se inspira en la pérdida personal para reflexionar sobre el dolor y la conciencia de la madurez. Con armonías, arpegios y una voz que prefiere integrarse a la sonoridad sin sobresalir, esta pieza inclasificable –¿es R & B de vanguardia, jazz pop, pop ecléctico, soul progresivo?– confirma a Hynes bajo su heterónimo sanguíneo como uno de los músicos más ambiciosos y elusivos.
La asociación de la música de Ichiko Aoba con las ondas–musicales, acuáticas, luminosas, aéreas, cósmicas– no depende exclusivamente de la coloratura de sus notas ni de su temática, sino que es un atributo que parece emanar de su condición. Esa índole vibrante y, más que etérea, evanescente es la que ha permitido a la cantautora japonesa pasar del ámbito de su país natal al prestigio internacional. Nutrida en el folclore japonés, las bandas sonoras –en este disco hay una mención a Nausicaä del Valle del Viento de su amado Hayao Miyazaki– y el acervo clásico occidental, esta obra reboza belleza y postula una suerte de utopía primordial. De sus primeras piezas, más líricas e intimistas, con la guitarra como instrumento principal, Aoba pasó a una orquestación –aporte de Taro Umebayashi– en la que los instrumentos más sutiles –arpas, flautas, celesta, campanas– armonizan con la resonancia abismal de los drones. A diferencia del álbum que la popularizó, Windswept Adan (2020), Luminescent creatures (2025) es menos conceptual pero con mayor trascendencia.
El octavo álbum de Pulp, More, es un ejemplo de madurez, no solo porque parte de la conciencia del proceso de envejecimiento, sino por su dimensión creativa. En vez de la crítica y la ironía características de su discografía, esta reflexión pascaliana privilegia el sentimiento –la lírica reitera la importancia de escuchar la voz interior y de las sensaciones por sobre la razón: “Nothing but a feeling way down at the base of my spine /That’s got nothing at all to do with my mind”, canta Jarvis Cocker en “Farmers market”–. Tras un hiato de casi un cuarto de siglo, la banda de Sheffield observa el pasado y lo confronta con el presente mientras encara el porvenir y la eventual desaparición física. Con una nueva directriz, que incorpora además de la sabiduría musical una sensibilidad más atenta al cromatismo y a la urdimbre compositiva, es uno de los mejores discos del año que en nada desmerece junto a la trilogía clásica de His ‘n’ Hers (1994), Different class (1995) y This is hardcore (1998).
Irlanda cuenta con un linaje de autores que ocultan su amargura con dosis de ironía. La vástago más reciente de esta prosapia es CMAT, iniciales de Ciara Mary-Alice Thompson. Con una inspiración que abreva en el folclore celta, los riachuelos del country estadounidense y el europop, sus canciones tienen un cariz tan festivo como acerba es su lírica. Pocas veces, temas tan pegajosos revelan tal densidad como “Euro-Country”; la popular “The Jamie Oliver Petrol Station” y la cáustica “Take a sexy picture of me” (“Hazme lucir de 14, oh / o de diez o de cinco / o de dos, o como una bebé”, canta CMAT en este himno estilo Motown). Irónico desde su título, que lo mismo alude a un “country europeo” que a la comunidad del euro –la portada es indicativa–, Euro-Country refleja la decepción ante las promesas de la globalización que ni resuelve las necesidades económicas ni sacia los anhelos íntimos. Como buena irlandesa, Thompson sabe que el remedio para la resaca post-Brexit es el humor y el baile.
Si de bailar con los europeos se trata vayamos con Antidepressants, una de cuyas piezas se intitula precisamente “Dancing with the europeans”. A despecho del carácter lúgubre del título y de sus versos depresivos –o acaso por ello–, el décimo álbum de Suede está lleno de vida, con una música energizante y vigorosa para sacudir la molicie existencial. Con la guitarra más explosiva y rotunda que nunca y Brett Anderson cantando con la desesperación de un adolescente que no comprende el mundo, este álbum es uno de los mejores de su discografía y una demostración de que la madurez no inhibe la angustia ni apacigua la rebelión. Pletórico de ruido y furia, confirma a la agrupación londinense entre las más notables de su generación y, junto con Pulp, entre las más vigentes.
Mientras la visión de algunos artistas nos encara hacia el porvenir –un horizonte ecléctico donde las fronteras entre los géneros acabaron por diluirse y la mezcolanza no es más la excepción, sino la norma–, otros remontan su mirada hacia el pasado. Si en Essex honey de Blood Orange hay una retrospección nostálgica, en el cancionero de Wednesday se agitan las sombras de una infancia y adolescencia atormentadas, tanto en la lírica como en el sonido. Notoriamente evocativo del grunge y del movimiento alternativo de los noventa –por momentos suenan tan pesados como Alice in Chains (en “Wasp”) y en otros tan introspectivos y depresivos como Throwing Muses–, la banda de Carolina del Norte oscila entre el pastiche y la sinceridad. Bleeds, su sexto álbum, es la mejor expresión de la angustia que aqueja a Karly Hartzman (voz y guitarra), quien regresa a sus historias de suciedad, miseria y, pese a todo, esperanza, matizada por un dejo irónico. Gótico sureño, como si William Faulkner hubiera sido un bardo de cantina.
El futuro del pop está en compositoras como Oklou, quien sin renunciar a los ritmos contemporáneos –pop, urbana, electro dance– ofrece letras inteligentes en torno a la condición femenina –¡la identidad y la deconstrucción de la mirada masculina imanta la composición de las mujeres!–, al tiempo que añade revestimientos llenos de sutileza y belleza melódica que evocan el folk, la armonía renacentista y los cromatismos barrocos. Con Choke enough, su primer disco en forma, la francesa salta de su augural Galore (2020) que le ganó devoción entre las tribus internautas por su pop futurista, a la pista global y el aplauso crítico. Canciones claves para una degustación: “thank you for recording”, “Harvest sky” y “Family and friends”. ~