Más que a los artistas cuya muerte consiguió detener el tiempo, la posteridad ama a aquellos que en vida no consiguieron reconocimiento. Acaso, por ello, nadie más amado que Nick Drake, quien murió joven y en vida sufrió la indiferencia del casquivano público, aunque mereció el aprecio de figuras como John Cale.
Cincuenta años después de su muerte, ocurrida en la mañana del 25 de noviembre en su dormitorio en Far Leys, la casa paterna, Nick Drake refulge en el firmamento de la música rock –o pop, según sean los paradigmas culturales– como un auténtico Sol Negro de la Melancolía, según fórmula de otro poeta desdichado. No recontaré esa historia de cómo fue descubierto de manera lenta y paulatina por los pocos felices –los “happy few” a quienes Stendhal, otro incomprendido en su época, confiara el aprecio póstumo– que se reconocían en sus canciones –como Robert Smith– ni mencionaré el comercial de la Volkswagen que catapultó a “Pink Moon” a la fama global y atrajo la atención hacia quien, hasta entonces, había sido un artista de culto. Y prefiero no mencionar esa lectura de su cancionero como un testimonio de su depresión y tendencias suicidas, o como una fuente de augurios trascendentales. Sí, me refiero a esas líneas de “From the morning” que sus padres eligieron como epitafio suyo y que hoy parecieran presidir el frontispicio de la Iglesia de Nick Drake, Santo de los Últimos Días: “And now we rise / And we are everywhere / And now we rise from the ground”. Por supuesto, podrían invocarse otros versos que parecieran vislumbrar esa celebridad póstuma:
Not to ask for more
For someday our ocean
Will find its shore.
(“Time has told me”).
Entronizado entre los más grandes compositores de su generación; admirado su peculiar estilo de guitarra –mezcla de las técnicas de la música clásica con las del folk, el pop, el jazz la bossa nova y la americana–; y sus discos aquilatados entre los más valiosos de la década –o incluso de la historia del rock–, apenas si amerita presentación. Como con otros artistas de muerte prematura a quienes la muerte les ha sentado bien –y los conserva guapos, vampiros eternos de la iconografía pop–, su vida y trayectoria son muy conocidas; hasta el punto de que su biógrafo por antonomasia, Richard Morton Jack, en las entrevistas que concedió para promover Nick Drake: The life, señaló que no habría revelaciones, pues, a grandes rasgos, su vida había sido registrada con precisión. Y aun cuando haya acontecimientos que permanecerán en esa niebla tan idónea para las historias góticas –menciono, al paso, que una novela, Perro negro de Miguel Ángel Oeste, recapitula la existencia del músico con un entramado vampiresco–, lo cierto es que si alguna zona de su obra exige exploración para desbrozar las malas hierbas de la lectura mediocre, esta es su lírica.
Por supuesto, sería mejor referirnos a la música, a la valía de los discos que grabó y concluyó; una impensada trilogía que va de la imponente gravedad de Five leaves left (1969), en el que los melancólicos compases del folk se complementan con la magnificencia de los arreglos orquestales –presagio de los resplandores del ethereal pop–, hasta la sobriedad de una Pink Moon (1972), que es un retorno a las raíces con toda la carga semántica implícita: interpretación más que elemental, primordial, basada en la guitarra con solo un pasaje de piano, con ecos del blues sin por ello abandonar los cambios rítmicos y las disonancias que distinguen el estilo de Drake; y metáfora del regreso a la casa paterna como parábola del fracaso y presagio del retorno a la tierra con la muerte.
El eje de esa tríada es Bryter Layter (1971), el disco que mejor expone la conjunción de las aspiraciones melódicas con la poesía: el más ambicioso musicalmente, con sus toques de jazz, bossa nova y pop de cámara y el que más refleja su época: relectura de Pet Sounds y ensayo de álbum conceptual.
Mientras en mi mente resuenan “River man”, “Time has told me”, “Cello song”, “Things behind the sun” o “Parasite”, los versos van configurando imágenes que poco a poco reconocemos quienes hemos frecuentado las comarcas góticas –y no me refiero a la imaginería de la subcultura de tal nombre–. La lírica de Drake desciende del romanticismo, particularmente de aquel fascinado con la muerte, que tiene en John Keats a uno de sus héroes, cuyas metáforas auguran ya la poesía visionaria de Rimbaud, otra figura tutelar en el panteón de Nick. Por otra parte, las alusiones que palpitan en sus enigmáticos versos remiten tanto a William Shakespeare como a la mitología grecolatina. Así, “River man” apela igualmente a Caronte, barquero que transporta las almas de los muertos de una orilla a otra –un tema que sedujo a la generación de fin de siècle XIX, recordemos la repercusión de La isla de los muertos de Arnold Böcklin–, que a Siddartha de Hesse e, incluso, a esa metáfora elemental del tiempo como río que acuñó Heráclito.
Hombre de campo más que de ciudad, el vecino del condado de Warwickshire fue un minucioso observador del paisaje, atento a las variaciones de la luz –no sorprende que en su música haya ecos del impresionismo de Ravel o Debussy– y a la circulación de los elementos, como si hubiera sido un estoico lector del Libro de las mutaciones:
Have you seen the land living by the breeze?
Can you understand a light among the trees?
(“Way to blue”)
Quizá lo fuera y yo lo ignore, lo cierto es que en sus canciones registra el paso del tiempo, representado en ocasiones por un reloj (“At the chime of a city clock”); en otras por la medición de las horas (“Three hours”); y más frecuentemente por el tránsito de las estaciones o de los días:
Things I say
May seem stranger than Sunday
Changing to Monday
(“Poor boy”).
O como en “Saturday Sun” donde señala que el sol del sábado se ha convertido en la lluvia del domingo (“But Saturday’s sun has turned to Sunday’s rain”)
Más allá de la circunstancia de que, en tanto individuo educado en la pequeña burguesía rural, Nick debió poseer una aguda percepción de los cambios naturales, la bitácora naturalista adquiere un relieve simbólico en el que los elementos y la luz y las sombras se entreveran para sugerir las pugnas internas:
When the day is done
Down to earth, then, sinks the sun
Along with everything that was lost and won
(“Day is done”)
Día y noche, luz y sombra, configuran, a la manera romántica, las fluctuaciones de ánimo: “Will you never fall when the light has flown?” (“Way to blue”)
Sus personajes –el hombre del río, el ciego a las puertas de la ciudad, la figura central del payaso (“clown”)– y los elementos naturales y climáticos –la brisa, el campo, las aguas, la tierra, las flores– posee una reverberación simbólica. Muchos de sus versos me sugieren el universo de Arthur Machen,en el que las variantes de la luz y los ecos de presencias propician una atmósfera feérica.
En tanto nativo de la campiña inglesa –aunque naciera en Birmania, como otro británico ilustre que pobló algunos de sus cuentos con enigmáticas presencias en un entorno rural: Saki–, Drake seguramente vivió ensoñaciones como las que experimentan las criaturas de Machen; solares ensoñaciones que le revelaron que detrás de la solidez de la realidad hay una brecha por la que es posible atisbar otro mundo. Un mundo prodigioso, como constató el propio Machen en sus memorias, pero también atroz, como aprende el desdichado personaje testigo de “El gran dios Pan”. Por ello, pronto comprendemos que más que cantar a la plenitud pastoral, en esa apartada vida se cierne la sombría presencia del desencanto y el anuncio de una realidad trascendental, donde la muerte resulta axial para asegurar la resurrección. No sorprende que resuenen acentos de William Blake –el de las Canciones de inocencia–, del que acaso haya tomado esa vena profética que impregna “Time has told me”, “Things behind the sun” o “Fruit tree”, entre otras.
Hoy que celebramos que este bardo de elevada estatura se haya levantado de la tumba para reinar como figura indiscutible, deberíamos emprender la recuperación de su lírica y leerla como poesía en vez de como indicios confesionales. Sus letras invocan la gran tradición de la poesía romántica inglesa, del simbolismo francés, del decadentismo victoriano y los barruntos sicodélicos que autores como Robert William Chambers trazaron tempranamente. Dotado compositor con sutilezas clásicas –como sus acordes de novena, tomados de su formación pianística– fue también un esmerado poeta en cuyos pasajes se perciben las huellas de la gran tradición lírica. Para tan breve obra, parafraseando una de sus confesiones –recordada por el padre–, hizo más de lo que muchos logran en toda una vida. ~
(Minatitlán, Veracruz, 1965) es poeta, narrador, ensayista, editor, traductor, crítico literario y periodista cultural.