Foto: Reynier Leyva Novo

40 grados de represión en Cuba

El mayor logro de ese largo viernes 27 no fue la promesa de dejar de reprimir –cosa que jamás cumplirá un Estado como el cubano–, sino haber obligado al poder a negociar. Eso es algo que no podrá escamoteársele a los huelguistas de San Isidro.
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La temperatura de la represión en Cuba sube como la fiebre en días de pandemia. Se trata de una represión sistemática, casuística, celular –lo primero que hace la policía política cuando detiene a un artista es incautar y desfigurar su móvil–, que quiere volverse rutinaria, normal, pero no lo consigue. Ciertos episodios, cada vez más frecuentes, como los arrestos de la artista Tania Bruguera y el hostigamiento al Instituto de Artivismo Hannah Arendt (INSTAR) o el encarcelamiento, tras un proceso irregular, del también artista Luis Manuel Otero Alcántara, hace unos meses, sacuden la abulia.

El Movimiento San Isidro es un colectivo de jóvenes artistas visuales, poetas, músicos e intelectuales, cuya sede se encuentra en una de las barriadas más pobres de La Habana. A principios de noviembre, la policía irrumpió en la casa de uno de sus miembros, el rapero Denis Solís. Tras un intercambio de ofensas verbales, el joven fue arrestado, sometido a juicio sumario y condenado a ocho meses de prisión por desacato. Los miembros del colectivo se movilizaron, fueron a estaciones de policía y, en vez de respuestas, recibieron detenciones arbitrarias. Hicieron vigilias en parques de la ciudad y fueron disgregados a la fuerza.

Ante el cierre de alternativas, optaron por reunirse en la sede del movimiento, en la calle Damas, y reclamar pacíficamente, a través de las redes sociales, la liberación de su compañero. La Seguridad del Estado y la burocracia política y cultural de la isla también consideraron esa opción como subversiva e intentaron, por diversos medios, hacerlos salir de la sede. Varias veces forzaron la puerta, los agredieron verbal y físicamente, contaminaron la cisterna. Fue entonces que decidieron declararse en huelga de hambre y sed, mientras el resto acompañaba y asistía.

En cuanto la huelga llegó a las redes sociales y a escasos medios independientes e internacionales, la élite del poder comenzó a reaccionar con el recurso de siempre: la descalificación. Mariela Castro, hija de Raúl y directora del Centro Nacional de Educación Sexual (Cenesex), tuiteó que los jóvenes de San Isidro eran “vulgares, chabacanos y miserables”. Abel Prieto, ex ministro de Cultura, ex asesor presidencial y ahora presidente de Casa de las Américas, dijo que eran “marginales” y “delincuentes”. En cualquier país latinoamericano, esos adjetivos, dirigidos contra jóvenes negros, mestizos y pobres, como los de San Isidro, serían reflejos del clasismo y el racismo del gobierno.

Los principales medios oficiales –Granma, Cubadebate y las cuentas en redes de propagandistas del gobierno–, agregaban a la descalificación la consabida trama de “agentes del imperialismo”. Según el libreto de siempre, los jóvenes, que el propio discurso oficial llamaba “pobres” y “marginales”, recibían cuantiosas sumas de dinero del gobierno de Estados Unidos, tenían vínculos con “terroristas” de Miami y la CIA, eran partidarios de la reelección de Donald Trump. Aunque alguno hubiese mostrado simpatías por Trump, no era esa la identidad de un grupo tan heterogéneo.

Otro foco de la campaña oficial contra San Isidro fue desmentir que la huelga de hambre era real. A pesar de que las imágenes sobre el debilitamiento de algunos, como Luis Manuel Otero Alcántara y Maykel Osorbo, eran convincentes, medios oficiales insinuaban que los huelguistas ingerían bebidas y alimentos. Bajo un régimen como el cubano, que vive de la legitimación simbólica de una epopeya revolucionaria, no puede haber heroísmo ni épica en la oposición o la disidencia. El énfasis de medios oficiales en la falsedad de la huelga contradijo la urgencia de la policía por desalojar la sede.

El objetivo del poder siempre fue la disgregación, el silenciamiento de la voz pública de ese colectivo independiente. Cuando acordonaron la calle e impidieron el acceso de familiares y amigos, el argumento fue que eran medidas sanitarias para evitar la propagación de la covid-19. El arribo a Damas 955 del escritor y periodista Carlos Manuel Álvarez, director de El Estornudo, una de las pocas publicaciones que, junto a Rialta, El Toque, Cibercuba y otros, realizó una cobertura precisa y veraz del conflicto desde el inicio, funcionó como pretexto mal disimulado para intervenir la sede con fines sanitarios.

Álvarez, autor de un par de libros imprescindibles para entender la Cuba de hoy –La tribu (2017) y Los caídos (2019), ambos en Sexto Piso– llegó desde Nueva York y le aplicaron una prueba contra el coronavirus en el aeropuerto de La Habana. Poco antes del allanamiento de Damas 955, tres agentes se presentaron y le comunicaron que la prueba había resultado “dudosa” o “alterada” y que debía someterse a una nueva. Ante la respuesta del escritor de que la prueba se podía aplicar en la propia sede del movimiento, los agentes dijeron que no, que debía ser conducido a un policlínico.

Tras el desalojo y la detención de los huelguistas, la mayoría fue trasladada a sus domicilios, aunque Otero Alcántara permaneció recluido y la curadora Anamely Ramos, estudiante de la Ibero en México, fue arrestada al día siguiente. La sede del Movimiento San Isidro fue clausurada y el gobierno dio forma definitiva al relato sanitario: la intervención violenta se debió a que con la llegada de Álvarez se violaban protocolos de salud pública y había riesgo de propagación de la pandemia.

Este episodio de represión en Cuba puede sumarse a los tantos usos autoritarios del coronavirus, en América Latina y el Caribe, para limitar derechos civiles y políticos. Pero es importante no entrampar el análisis en enfoques inmediatistas o coyunturales: la represión celular, cuerpo a cuerpo, especialmente contra la nueva generación de artistas, cineastas, escritores, periodistas e intelectuales cubanos independientes no responde, stricto sensu, a la pandemia, al cambio de administración en Estados Unidos o al aprovechamiento que puedan hacer políticos norteamericanos como Mike Pompeo o Michael Kozak.

Como pudo constatarse en las afueras del Ministerio de Cultura, durante horas y horas, el pasado viernes 27 de noviembre, esa juventud que mostró tanto civismo no es un sujeto fácilmente manipulable por los actores que han hegemonizado el conflicto cubano durante décadas. No son marionetas, como insisten en presentarlos, obsesivamente, la prensa oficial y sus rivales más extremistas. Tampoco son inconscientes de que un conjunto de demandas concretas no disipan el horizonte de un cambio mayor.

Hemos visto en Cuba, en los últimos días, la sistematicidad represiva de un Estado que aspira al control irrestricto de una generación que ha expresado de múltiples formas su rechazo a las leyes que limitan las libertades de expresión y asociación. Nada más y nada menos que un rechazo generalizado a los decretos 349, que decide quién y quién no es artista, y 373, que regula el ejercicio del cine independiente. Rechazos que, en esencia, implican un desacuerdo profundo con la forma en que la nueva Constitución y el Código Penal obstruyen los derechos humanos en la isla.

Los mismos medios que durante semanas justificaron la represión contra el Movimiento San Isidro ocultaron las protestas de más de doce horas frente al Ministerio de Cultura. El mayor logro de ese largo viernes no fue la promesa de dejar de reprimir –cosa que jamás cumplirá un Estado como el cubano–, sino haber obligado al poder a negociar. Digan lo que digan burócratas y propagandistas, eso es algo que no podrá escamoteársele a los huelguistas de San Isidro.

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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