El problema más serio al que se enfrentan los humanos es vivir con otros humanos. Aunque muchos siguen pensando que producir satisfactores es complicado, lo realmente difícil es la convivencia. Es el tema más complejo en las organizaciones, públicas y privadas. Es el origen de eso que llamamos política, que en ocasiones nada más es problemática, pero a veces es catastrófica. Como hoy, en todo Occidente, al menos.
No debería sorprendernos: es algo que llevamos muy poco tiempo experimentando, y no contamos con la ayuda de la evolución en ello. Caminamos en dos patas desde hace tres, tal vez cuatro millones de años; utilizamos las manos de manera fina hace dos o dos millones y medio de años. Pero vivimos en grupos mayores a un centenar de personas sólo desde hace 15 mil años. Apenas vamos empezando.
Además, decía, sin ayuda de la evolución. Mientras que este proceso fue “perfeccionando” la postura erecta, el diseño del hombro para lanzar objetos, la libertad de las manos, que después permitieron trabajo fino, en los últimos 15 mil años no ha sido este mecanismo de “descendencia con variación” lo que ha gobernado el proceso de convivencia. Lo hemos hecho con eso que llamamos cultura, cuya materia prima es el lenguaje, que sin duda es un subproducto de la evolución, pero muy anterior.
Así como inventamos prótesis, que llamamos herramientas, que nos permiten transformar el entorno, así inventamos ideas, que nos han permitido romper las limitaciones naturales al tamaño del grupo. Esas ideas tienen como objetivo reducir el costo del abuso, aunque a veces no lo parezca. Roger Bartra se refiere a estas prótesis culturales como el “exocerebro”.
Vivir en grupo implica actuar junto con otros, y cuando lo hacemos corremos el riesgo de que alguno de los participantes colabore menos que los demás, pero quiera obtener lo mismo, o más, de lo conseguido entre todos. En inglés le dicen a ese tipo de persona el free rider, que yo normalmente traduzco como el “gorrón”, a falta de una mejor palabra. El peor caso del free rider es el matón (otra vez en inglés, bully), el abusivo que ni siquiera finge participar en el trabajo, sino que simplemente espera, para luego despojar a los demás.
En Moral origins, Chris Boehm ha sugerido que buena parte de nuestro tiempo como cazadores-recolectores sirvió para reducir la presencia de estos abusadores. En su interpretación, la comunidad enfrentaba a estos abusivos de tres formas. Primero, provocándoles vergüenza, para con ello domarlos. Si esto no servía, expulsándolos de la comunidad. En caso extremo, matándolos.
Es muy posible que así haya sido, porque la evidencia que tenemos es que los grupos de humanos cazadores-recolectores eran más igualitarios que las bandas de nuestros parientes cercanos (especialmente chimpancés). Sin embargo, se trataba de grupos muy pequeños, comúnmente de 50 o 60 individuos.
Para vivir en grupos más grandes había que encontrar otras soluciones. Si bien la burla al abusador puede funcionar en comunidades de unas pocas decenas de personas, con centenares o miles resulta mucho menos útil. Lo que inventamos fue la existencia de otra dimensión, desde la cual un antepasado podía observarnos, y castigarnos en caso de actuar contra el grupo, fuese no cooperando o de plano abusando de los demás. La adoración de los antepasados nos permitió romper el límite natural al grupo, y gracias a ello aprovechar la domesticación de plantas y animales que ocurrió unos pocos miles de años después. Más claro: gracias a la adoración de antepasados, la agricultura pudo existir. La revolución no fue cultivar, sino aprender a vivir en grupos grandes sin matarnos entre nosotros.
Conforme fuimos creando grupos mayores, fue necesario elevar el nivel de lo “adorable”, y los antepasados se convirtieron en dioses locales, y luego en panteones politeístas completos. Con eso el grupo humano dejó de ser de unos pocos cientos, para alcanzar millares, y a la postre, millones de individuos.
Como era de esperarse, las soluciones iniciales se convirtieron en obstáculos. El antepasado común, que permitió el primer grupo grande, resultaba estorboso en grandes ciudades. La tribu, el calpulli, la familia, impedía la construcción de un imperio de verdad. Las dos grandes religiones universales, cristianismo e islam, resuelven este paso haciendo a todos hijos de un mismo personaje sobrenatural. Por la fuerza, si es necesario.
Todo este tiempo de dioses se sostuvo en la escritura. Esta tecnología permite comunicar información de una fuente a muchos receptores. Uno escribe, muchos leen. Uno habla, los demás oyen. La escritura es esencialmente unidireccional.
La imprenta, en cambio, permite que muchos puedan escribir, amplía el universo de voces y de ideas. Y cuando hay muchas ideas, la idea de dios es una más, no la única. La aparición de la imprenta inicia el proceso de destrucción de la idea de dios. En Europa, hace poco más de quinientos años. Pero la idea de lo sobrenatural es una idea poderosa, por la que tenemos cierta querencia. Nuestra renuencia a la muerte, la esperanza de que haya algo más, nos hace susceptibles a esas creencias.
En estos 500 años en los que hemos empezado a salir de la idea de dios, han ocurrido tres etapas de secularización que identificamos como etapas del liberalismo. La Ilustración, cuyo inicio debemos fechar en 1648, con el fin de las guerras religiosas y la paz de Westfalia, incluye un primer esfuerzo por abandonar a dios: el deísmo de Locke. Dios, nos dice, existe, pero más allá de la naturaleza, en la que no interviene.
Un segundo momento, que comúnmente llamamos positivismo, y cuyo inicio podemos ubicar hacia 1848, ofrece un segundo esfuerzo, el agnosticismo de T.H. Huxley: no puedo saber si dios existe o no, pero es irrelevante. Para el tercer momento liberal, cuyo inicio me parece ocurre en 1968, la sentencia popularizada por Nietzsche se hace realidad: dios ha muerto.
El tercer momento liberal, cuyo auge ocurre entre 1968 y 2008, permitió el mayor crecimiento económico global en la historia, ahora extendido a Asia, y la construcción del mayor número de democracias. Eso es lo que genéricamente se llama “neoliberalismo”, con un dejo despectivo construido con base en diversos mitos.
En este largo proceso en el que hemos aprendido a vivir juntos, hemos tenido que inventarnos historias que lo permitan. Historias que se mantienen en nuestra mente, se transmiten entre generaciones, y son muy difíciles de remover. Se requieren generaciones enteras para apenas ir disminuyendo su peso. Todavía hoy es posible encontrar grupos que mantienen creencias literalmente milenarias: chamánicas, de adoración de antepasados, politeístas, religiosas.
La aparición de las redes sociales, hace apenas 15 años, ha significado una transformación muy profunda en las relaciones humanas. Si la imprenta permite el flujo de ideas, comparado con la escritura, las redes son una explosión. Mientras la escritura nos uniforma a todos, bajo un conjunto de creencias definido alrededor de un personaje sobrenatural, y mientras la imprenta nos ofrece un abanico de posibilidades, en las que la libertad de elegir resulta el mejor camino, lo que las redes nos dan es la posibilidad de encontrar a personas como nosotros.
Naturalmente, decíamos, estamos hechos para vivir en grupos muy pequeños. Por eso como niños copiamos el comportamiento de nuestros familiares, y nos adaptamos a ello. La libertad de elegir, que apenas ha ocurrido unas pocas veces en la historia humana, y significativamente en los últimos cinco siglos en algunas partes del mundo, nos permitió no necesariamente adaptarnos a la familia copiando su comportamiento, sino construir una vida propia, eligiendo un grupo en el cual ésta pudiera tener sentido.
Pero las redes permiten algo mucho más poderoso. Imagine usted a una persona con preferencias sexuales muy específicas. Tanto, que sólo una persona de cada 100 mil las comparte. Esa persona, en toda la historia humana, habría sido incapaz de encontrar su otra mitad, alguien similar. Hoy ya no, porque hoy los seres humanos no vivimos en un grupo de 60 individuos, ni en una ciudad de diez mil personas, sino en un espacio virtual de 5 mil millones de congéneres. Y en ese espacio no hay uno, ni dos, sino cincuenta mil personas con esas mismas preferencias, antes consideradas una anomalía.
Pero los momentos de tránsito de las sociedades son complejos. Romper con la historia que nos permitía vivir juntos, para construir una nueva, es un proceso muy difícil, profundamente emocional. Si gusta, puede equipararlo a la adolescencia, ese momento en el cual se rompe con la historia común de la familia para entrar a la historia común de la sociedad. Y la adolescencia es un momento emocional, irracional, de tránsito hacia una nueva forma de vida.
En cada uno de los momentos en que los seres humanos tuvimos que cambiar nuestra historia común para poder vivir en grupos más grandes, sufrimos de esa adolescencia, de ese momento emocional e irracional. Y en cada una de esas transiciones hubo violencia, angustia, miedo. Hoy lo hay, con justa razón.
Las posibilidades que las redes han hecho realidad están provocando que dejemos atrás la historia centrada en el individuo, ésa sobre la cual pudimos construir las democracias liberales y la economía de mercado. Por eso muchas personas creen que el liberalismo ha fallado, o el “capitalismo”, palabra que cada vez significa menos. No es así: es que hoy tenemos una puerta abierta a la creación de grupos mucho mayores que en cualquier momento anterior de nuestra historia.
La reacción a esa posibilidad se refleja hoy en la construcción de grupos alrededor de características identitarias: color de piel, género, preferencias, incluso religiones, que es algo que si bien no traemos de nacimiento, sí de la primera infancia. Y, como adolescentes, dotamos a esos grupos de una condición moralizante. Cada grupo se imagina agraviado (frecuentemente con razón, pero a menudo exagerando). En este momento, la conformación de la sociedad en grupos ocurre en la dicotomía agravio-poder. Quienes se sienten agraviados quieren contar con poder para tomar venganza.
En los momentos de miedo y angustia, los seres humanos nos agrupamos. Lo hacemos hoy alrededor de esas características identitarias, y por eso la migración, que no ha crecido de forma significativa en número, sí lo ha hecho en importancia. Es que no queremos a los otros. Es que para poder definirnos como nosotros, necesitamos calificar a los demás de “otros”. Es que tenemos miedo.
Estoy convencido de que el proceso de construcción de una sociedad pacífica y exitosa continuará, pero habrá que transitar la adolescencia. Hace 2,500 años hicimos un primer esfuerzo de construcción de este tipo de sociedad, pero sólo incluía a unos pocos, todos hombres, y dependía de esclavos para existir. Volvimos a intentarlo hace 400 y 200 años, ampliando el grupo y buscando otras formas de sostener esa sociedad. En el último intento, este tercer momento liberal llamado “neoliberalismo”, ya logramos incorporar al grupo a todos, aunque no con la misma capacidad de voz. Las redes resolverán esto, cuando logremos domar nuestro miedo, nuestro agravio y nuestro ánimo de venganza.
El proceso de tránsito no es sencillo. Siguiendo con la imagen de la adolescencia, se trata de un período en el que se rompen lazos para construir otros, se busca diferenciarse de lo anterior para homologarse a un nuevo grupo. Por eso, me parece, nos movemos ahora a construir infinidad de pequeños grupos que intentan mostrar sus diferencias con los demás, dejando de lado las obvias similitudes. La adolescencia termina cuando este proceso se invierte, y los parecidos ganan importancia frente a las diferencias.
Si la lógica aquí mostrada es correcta, esto significa que podremos avanzar hacia una etapa más del proceso de ciudadanización de los seres humanos. Ya no en pequeños grupos sólo de hombres, o para cierto color de piel o nivel de ingreso, sino para absolutamente todos los seres humanos. Se alcanzaría entonces el mito fundacional del liberalismo: todos, en esencia, somos iguales. A falta de un mejor nombre, esa época será hiper-ciudadana.
La cuarta época liberal podrá empezarse a construir una vez que hayamos dominado estos ímpetus adolescentes que hoy nos agobian, y nos han llevado a tomar decisiones absurdas (Brexit) o elegir líderes sin escrúpulos (ya ni los menciono). La adolescencia termina, y las cosas mejoran, pero transitarla es difícil. En eso estamos.
es economista, analista político y columnista.