Cincuenta años de una Irlanda europea

Este año hace medio siglo, Irlanda accedió a la Unión Europea. Mucho ha cambiado, pero algunas tensiones siguen ahí.
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Los mitos dan forma y medida a lo que realmente es un tiempo continuo, un flujo constante que hace irrecuperable el pretérito, el presente inestable y el futuro sombrío. Nada comienza ni termina, sino que continúa extendiéndose en otro tiempo cuya duración es indeterminada. El Brexit, por ejemplo, detenido frente al mismo problema por el temor del partido conservador hacia el populismo de extrema derecha que reúne Reform UK, la plataforma a la que podría retornar Nigel Farage, con Boris Johnson como uno de los animadores más eficaces.

La situación no ha cambiado desde el gobierno de David Cameron (2010-2016), convencido de que ganaría el referéndum sobre la pertenencia a la Unión Europea (UE), triunfo que debía disminuir el acoso de la extrema derecha. Como se sabe, sus cálculos fueron erróneos.

El costo de la recién conquistada independencia del Reino Unido (RU) contrasta con la celebración en la vecina Irlanda del cincuentenario de su acceso a la UE en 1973. Según Fintan O’Toole, en ese entonces el voto de los agricultores, que representaban el centro-derecha, estaba a favor de acceder a la UE, mientras destacados intelectuales de izquierda –entre ellos Michael D. Higgins, el presidente actual– la rechazaban. Se pensaba que la entrada a la UE le arrebataría a Irlanda su identidad, que su futuro consistiría en cambiar Londres por Bruselas, mientras lo importante era ser un país independiente. (Es decir, razones semejantes a las de quienes en el RU votaron por abandonar la UE en 2016.)

Durante estos cincuenta años el eje de la relación entre las dos islas ha cambiado dramáticamente: frente a la catástrofe del Brexit, Irlanda reporta una elevadísima recaudación fiscal, promete un proyecto habitacional para aliviar la crisis actual, reformar el sistema nacional de salud y asegurar medidas contra la pobreza infantil. Mientras el Banco de Inglaterra vende bonos para sostener la libra, situación agravada por la guerra en Ucrania, la inflación y la pandemia, Irlanda continúa los esfuerzos por resolver el impasse que ha roto a cuatro ministros británicos y resolver la cuestión del Ulster.

Este año el aniversario enfatiza el cambio de la relación entre la metrópolis y sus colonias. La república irlandesa ha avanzado desde la pobreza extrema hasta el éxito financiero que le permitió recuperarse de las condiciones draconianas impuestas por el manejo de la crisis financiera del 2008. Irlanda entró a la UE en la cauda del RU y esto le ha permitido contrarrestar la fuerza de gravedad de su dependencia económica. Durante estos cincuenta años la república ha adquirido un lugar en la mesa al lado de los países europeos, lo cual lleva a su conclusión el proceso de la independencia iniciada en 1919. Si la pertenencia a la UE tiene sentido histórico es porque concluye una etapa. Irlanda ya no es una colonia, sino un socio europeo.

También es cierto que durante estos 50 años la república se independizó ideológicamente de la iglesia católica, y entre la visita de Juan Pablo II en 1979 y la de Francisco en 2018, se volvió otro país. La ética ya no es propiedad privada de conventos y seminarios, sino resultado de un acuerdo social que se negocia públicamente. La misoginia pierde tracción en un estado secular donde los derechos humanos cuentan, donde se votó a favor del derecho al aborto en 2018 y tres años antes la legalidad de la unión entre miembros del mismo sexo.

El tiempo de la historia es el del magma que lo arrastra todo, incluida la separación del Ulster, que es también la frontera entre la UE y el RU. La UE contempla esa región como un territorio de transición, una especie de bisagra entre dos entidades. La región podría comerciar libremente con la UE sin separarse de Inglaterra, opción que, aunque tiene ventajas, ha sido rechazada por el unionismo como amenaza a su identidad británica. El rechazo a las soluciones negociadas desde los tiempos de Theresa May encasilla al unionismo en una posición insostenible, no solo por su lugar secundario y decreciente en el equilibrio de fuerzas en Irlanda del Norte sino también por la necesidad de reanimar Stormont, la sede del parlamento norirlandés. Revisar el Tratado de San Andrés de 2006 pretende asegurar el funcionamiento del gobierno, y eso exigiría un acuerdo por encima de la distribución de poder entre nacionalistas y conservadores, una administración autónoma capaz de actuar independientemente del rechazo partidario que suele colapsar el gobierno. Partidos en busca de fortalecer su influencia –como el centrista Alliance, que propone una actitud más pragmática como principio de gobierno– comienzan a desplazar las antiguas heterodoxias que acorralan al unionismo. La historia señala una dirección adversa al fundamentalismo tradicional que, como bomba de tiempo, marca el empequeñecimiento del unionismo.

El gobierno está en manos de dos partidos, pero eso no significa que la situación sea inmodificable. Dado que el encasillamiento del Partido Unionista Democrático (DUP) es irreconciliable con los tiempos, una reforma que minimice el impacto del veto partidario sobre la gestión gubernativa es cada vez más posible. Esto minimizaría al unionismo y podría encender las brasas del descontento radical, porque en Irlanda también merodea el lobo feroz. La paz reposa sobre cáscaras de huevo y su supervivencia depende del respeto al Tratado de Belfast de 1998, que el rechazo unilateral británico del Protocolo de Irlanda del Norte ha puesto en peligro.

En una encuesta reciente, 54% de los habitantes de Irlanda del Norte se manifestaron a favor de volver a la UE, mientras 27% preferían permanecer fuera y 19% pasaba. Los porcentajes iluminan la reacción ante el Brexit y permiten hacerse una idea de los resultados cuando decidan si quieren continuar como reino asociado al Reino Unido o formar la unión con Irlanda del sur. La demografía está de lado de quienes ven en el futuro la reunión del Ulster con el resto de Irlanda.

La reacción ante la unificación de Irlanda ha sido recibida con entusiasmo y reticencia por quienes se preguntan por el costo de una región dependiente de Inglaterra que en 2019 costó 10.8 billones de euros. El rechazo también lo es a incorporar la tensión política y los conflictos de una región dividida entre dos fanatismos que forman un desastre.

Una posible “devolución” de poderes como la que existe con Escocia y Gales no solucionaría el problema de la representación porque, aunque se devuelva el ejecutivo, las decisiones consideradas nacionales son tomadas en Westminster. Un claro ejemplo es el Brexit, que sucedió contra el deseo de la mayoría que en Irlanda del Norte y en Escocia votó por permanecer dentro de la UE. Se trata de una independencia relativa, acotada por las decisiones de los conservadores en el poder, y conflictiva porque 30% de los representantes ante el senado irlandés serían de Irlanda del Norte. La alternativa es nombrar un funcionario que ejerza como primer ministro, algo similar a lo que ocurre con el secretario actual para Irlanda del Norte, que tiene funciones similares durante los largos colapsos del gobierno. Incluso los unionistas comienzan a considerar su participación en un gobierno que debe oírlos en lugar de permanecer fuera de la órbita ejecutiva.

El sueño de una Irlanda unificada es primordialmente nacionalista y promovido como acto de fe por el partido Sinn Féin, que advierte un hilo independentista desde la rebelión de Pascua en 1916 y el período de violencia terrorista hasta el Tratado de Belfast. Este anhelo define al partido y lo limita a esa reivindicación, arrebatándole la capacidad para hacer propuestas más específicas, como por ejemplo, la salud pública que involucra al NHS, el Servicio Nacional de Salud. Aunque está en crisis, este servicio de salud pública atiende a los irlandeses del norte, y reemplazarlo costaría al erario irlandés una fortuna. Se cree que antes habría que reformar el sistema de salud existente, pero esto supone barreras legales, acomodos, negociaciones que cambian según el clima. En Irlanda también los enfermos esperan horas en camilla, y en lugar de cumplir con su tarea las ambulancias sirven de dormitorio. Por otro lado, hay dados de alta que por no tener a dónde acudir permanecen ocupando una cama. Rebosado, sostenido con palillos, disfuncional por su atomización, que ha creado feudos relativamente independientes que defienden su tajada presupuestaria, el NHS está más allá de la crisis.

Un estudio reciente y abarcador de las actitudes políticas hacia la reunificación irlandesa muestra el rechazo hacia la unión. 50% en Irlanda del Norte la rechaza, mientras 26% se declara a favor. En la república el apoyo a la unificación es mayor, quizá porque todavía no se calcula las consecuencias del sueño nacionalista. La trayectoria del referéndum está escrita en las paredes, pero los resultados, así como las posibilidades que estos abran, son desconocidas. Lo urgente es resolver el impasse del Protocolo de Irlanda del Norte. De esta negociación depende la independencia duramente conquistada. ~

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